*El siguiente relato es extraído del expediente del noveno juicio por delitos de lesa humanidad durante la última dictadura militar*
Eran jóvenes. Y como casi todos los jóvenes, luchaban por sus ideas. Comprometidos, un día decidieron repartir volantes gremiales en algunas empresas. Nunca supieron que sería como firmar un boleto de muerte.
Héctor Pablo Granic (20), Edmundo Samuel Beliveau (19) y Hugo Alfredo Talquenca (20) tenían varios puntos en común. Estudiantes de colegios técnicos y militantes de la Juventud Guevarista.
El más chico ya había sido marcado. Corría el '74 y decidió realizar algunas pintadas en carteles de la vía pública en Maipú. Fue detenido, pero las gestiones de su padre lo hicieron volver a la calle. Aunque no por mucho tiempo. "Hoy no vuelvo a casa, me están persiguiendo", le dijo a su tía en una conversación telefónica meses después.
Con otra identidad, se refugió en la casa de su compañero Pablo Granic, en calle Cervantes de Godoy Cruz. Era la madrugada del 14 de mayo de 1976. Golpearon la puerta del domicilio ubicado en calle Cervantes, en Godoy Cruz.
La madre de Pablo atendió y se encontró con la punta de una pistola. Los secuestradores ingresaron, rompieron una sábana y vendaron a todos los presentes. Dejaron al resto a la familia en una habitación y se llevaron a los dos jóvenes.
Hasta el día de hoy, los sonidos del cierres de puertas y autos arrancando es lo último que se escuchó para dar lugar a un silencio que perdura por las desapariciones de Granic y Beliveau.
El mismo día y a la misma hora, pero algunos kilómetros al oeste, en Maipú, fueron por Talquenca. Al menos ocho civiles armados repitieron el modus operandi.
Primero encañonaron a su padre y le preguntaron por su hijo Hugo. Él, tal vez sabiendo lo que venía, les dijo el nombre del remedio que tomaba diariamente para combatir la epilepsia. "Ya lo sabemos", le respondió uno de los agentes, demostrando que su tarea de inteligencia no era improvisada.
Pero Julio (23), que era albañil y jamás le había interesado mucho la política pero era igual de pasional, no iba dejar que se llevaran a su hermano menor tan fácil. Se enfrentó a los secuestradores, pero no recibió más que golpes. Fue reducido.
A los hermanos Talquenca se los llevaron a la calle con lo puesto. Hoy, sus rostros junto a los de Pablo y Edmundo, se hacen presentes en fotografías blanquinegras que representan a la Memoria.
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