Su terruño se lamentaba y parecía ser el único doliente en ese paraje. Don Perico era un hombre tosco y parco que, sin ser agresivo, no había sabido ganarse el afecto de sus vecinos. Los chicos miraban con recelo a ese hombre que no dudaba en encararlos en la cancha de fútbol improvisada para quitarles la pelota, con la única justificación de que estaba cansado de oírlos gritar.
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Sergio, que por entonces tenía diecisiete años, había regresado a fines de 1999 a su hogar. A los trece se había ido a vivir con sus tíos a Salta capital, en una huida tan desesperada como necesaria. Había crecido sin más canción de cuna que el llanto de su madre, que en los últimos años lloraba en silencio para no darle a su esposo otra absurda justificación para golpearla. En algún momento de esa frontera entre la niñez y la adolescencia supo que si se quedaba, iba a matar a su padre. Y asumió la partida como la única salvación, para él y para el hombre que le dio el apellido.
Su madre le aseguraba, durante los años siguientes, que el hombre violento que forzó su exilio ya no existía. Ella le había dado otra oportunidad y el cambio no se había hecho esperar, con lo cual él, como hijo, podía transitar el camino de regreso y del perdón. Y volvió para intentarlo.
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Las Fiestas y los carnavales habían transcurrido con una normalidad a la cual Sergio no llegaba a acostumbrarse. Y ese adolescente, arraigado sólo por su necesidad de creer en una familia posible, se encontró con la muerte de Don Perico. Los vecinos enfrentaban una urgencia: a falta de parientes, alguien debía prepararlo para la sepultura. Sergio y tres amigos se ofrecieron como voluntarios El joven nunca había visto a un muerto y se vio envuelto en las diligencias de buscar un traje decente para la eternidad de ese hombre, al cual antes bañaron, en respetuoso silencio. Don Perico, que tanto los había perseguido por sus gritos, habría estado orgulloso de quitarles, al menos por unas horas, las exclamaciones y las palabras.
Al improvisado grupo de tanatopraxia lo asaltó una inquietud. El hombre había muerto con los brazos extendidos a los costados del cuerpo y ellos querían que quedaran entrecruzados sobre el pecho, quizá porque los que ya eran conocedores de estos rituales, consideraban que esa era la postura que el difunto debía tener. Con agua caliente intentaron combatir la rigidez del cadáver y de algún modo, lograron su propósito. Sergio, que ya había conseguido un traje apropiado, entró a la habitación y vio, con espanto, cómo los brazos del muerto volvían, en un espasmo, a la posición original. Gritó ante ese movimiento tan inesperado como espectral, cuando se trataba de una expresión más de nuestra humana naturaleza.
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Sergio entendió, aceptó chistes y bromas. Pero no pudo desalojar el miedo que había sentido con tanta intensidad y asistir al entierro no lo ayudó. También era la primera vez que iba a un cementerio. Recuerda que, por alguna razón, los árboles que vio en el camposanto no eran verdes y que sin haber estado en un desierto, tuvo la sensación de estar perdido en uno de ellos. Estaba desorientado por el calor y por el llanto de las muchas personas que asistieron a despedir a Don Perico. Nadie lo quería. Todos lloraban. El mundo se estaba volviendo un lugar extraño.
Para reforzar esa sensación de ser extranjero en su propia tierra, doña Mabel se acercó y le preguntó si él había sido uno de los chicos que habían preparado al difunto para el entierro. Cuando le contestó afirmativamente, la cara de la mujer se transformó y le dijo: “Él no era de tu familia y tocaste su cadáver. Es de mala suerte. No deberías haber venido”.
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Sergio caminó en soledad los dos kilómetros hasta llegar a su casa. Tuvo miedo. ¿La mala suerte sería para él, por haber tocado a un difunto que no era de los suyos, o la arrastraría, como un contagio funesto, a su familia?
Matar o huir
No tuvo que esperar demasiado para saber que las palabras de esa mujer en el cementerio fueron una dolorosa profecía. A la noche siguiente, estaba dormido cuando lo despertaron los gritos. Se levantó de la cama y desde el marco de la puerta vio, en una de las paredes, un siniestro teatro de sombras. Una dibujaba el cuerpo de una mujer, con las manos en el rostro, en un intento inútil de protegerse. La otra sombra, mostraba a un hombre levantando su brazo y descargando una furia oscura sobre ella, que se derrumbaba en el suelo. Esas figuras planas tenían tantas dimensiones, tantas dolorosas aristas, que sabía toda su historia con sólo contemplarlas unos segundos.
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Corrió a separarlos. Puso el cuerpo por su madre y el padre lo enfrentó. Se miraron y una solapada amenaza se interpuso entre los impensados rivales. La madre giró ligeramente la cabeza y vio sus sombras. Dos pilares erguidos, desafiantes, minutos antes de convertirse en ruinas. Permanecieron así por un tiempo indefinido y se alejaron en sentidos opuestos. Uno de los dos podría haber muerto. Al otro día Sergio dejó su pueblo otra vez, quizá por su mala suerte. No quiso matar y prefirió huir.
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Volvió a la capital salteña, al refugio de la casa de sus tíos y a la complicidad de sus primos. La falta de pertenencia la remplazaba por la tranquilidad de ese hogar y eso constituía para Sergio una inesperada recompensa. A veces pensaba en el muerto y en ese hombre violento que dejó atrás, pero siempre tenía algún recurso para ahuyentar esos pensamientos. Lo importante era, ya que le resultaba imposible olvidar, aislar el miedo de esas imágenes, ocultándolas en la más profunda de sus regiones internas.
La fórmula parecía dar resultado, al menos hasta la primera noche que la vio. Estaba en su cama y desde allí podía escuchar las risas de sus tíos y primos, en una larga sobremesa. Al otro día todos trabajaban, pero había una atmósfera de fin de semana en la charla de la familia.
Sergio había tenido una jornada agotadora de trabajo y solamente quería dormir, pero las risas y las voces fuertes de los hombres lo impedían. Era casa ajena, así que no había lugar para los reclamos. La puerta abierta de su habitación dejaba entrar la luz amarillenta del pasillo que comunicaba varias dependencias, entre ellas, la cocina.
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En la semipenumbra que lo rodeaba, la vio correr de una habitación a la otra. Llamó a uno de sus primos en voz alta, pero en la cocina estaban divirtiéndose y el estruendo de las voces, una sobre otra, no los dejaba escuchar más que sus propias palabras. Sergio insistió, esta vez con miedo. Si no era alguien de la familia, un intruso andaba por la casa.
Su tía lo escuchó cuando se dirigía al baño, llamándola, preguntándole si había alguien en esa habitación, la que le marcaba con el brazo extendido. Lo escuchó nervioso y por eso accedió a revisar el cuarto de inmediato. No había nadie y con dulzura así se lo comunicó, sumándole explicaciones, como que a veces, entredormidos, uno cree ver cosas o sombras que en realidad son sueños, no realidades.
Ella había pronunciado la palabra exacta. Una sombra. Eso era lo que había visto correr de un lado al otro, para perderse en uno de los cuartos. Y no estaba dormido.
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Extraña compañía
A los tres días volvió a verla, esta vez en su cuarto y sin las prisas anteriores por ocultarse o escapar. Desde su cama Sergio vio, reflejada en la pared que tenía frente a su cama, la sombra abandonada de un hombre. Allí estaba, recortada en la pintura blanca y no había ninguna persona delante que la justificara. Estaba sola.
Desde el pánico más absoluto, Sergio decidió quedarse inmóvil, en un juego de espejos con aquella silueta huérfana, que tampoco se movía. Sentía que si gritaba, esa figura inmaterial saltaría hacia él y no quería pensar cómo sería el contacto con ese fragmento de oscuridad.
Se miraron un largo rato, hasta que la sombra apenas se inclinó hacia adelante, deformando su contorno, como si el cuerpo hubiese tragado su cabeza. Ni así Sergio se movió. Y el amanecer lo encontró dormido, sin saber cómo había podido hacerlo.
A partir de ese encuentro, la veía todas las noches. Sabía incluso el momento exacto en que iba a imprimirse en la pared. Nunca le hizo daño ni intentaba comunicarse, pero a veces se desplazaba y movía en la pared como si estuviese encerrada en un calabozo. Cuando hacía eso, Sergio sentía mucha pena por esa sombra abandonada, solitaria. Como él.
Se preguntaba a quién le habría pertenecido y si era su mala suerte lo que la había atraído. Se preguntaba si los muertos perdían su sombra o si ellas pueden abandonarnos a nosotros, los que estamos vivos, porque no les gusta nuestra compañía. Y estos pensamientos lo hacían más cercano a esa silueta, aunque no por eso dejaba de temerle.
Inseparables
Sergio se fue a probar suerte a Buenos Aires y hasta allá lo siguió. Caminar las calles de esa ciudad tan ajena, tan poco hospitalaria, no sumó más que una nueva decepción. De noche, todo era tan excesivo en las luces, bocinazos, charlas en voz alta y escapes de los autos que sentía que todo era hostil para él, aunque no para su sombra. Ahora lo seguía por donde él anduviese, con la obstinación de un perro abandonado que nos ha elegido como dueño. Cuando Sergio se dio cuenta que nunca iba a tener algo más valioso que la figura descarnada de ese hombre, se fue también de Buenos Aires. Se convirtió en un errante.
El llamado de otro familiar se consolidó en una invitación para viajar a Mendoza y tampoco este cambio amedrentó a su seguidor. Sergio había recorrido miles de kilómetros en los últimos tres años en su compañía. Pero esa cercanía no evitó que siempre le tuviese miedo.
Su nuevo destino tenía una calidez hogareña que Sergio asumió como una sincera bienvenida. Estaba a gusto e incluso cuando salía al jardín y su compañero incorpóreo lo seguía, se sentía a salvo, tranquilo. En su habitación, lo último que veía antes de dormir era a esa antítesis de un ángel guardián vigilándolo, incluso en sus sueños, donde a veces aparecía para recordarle que no importaba cuán lejos se fuera, él lo seguiría.
Sergio imaginó otra vez quién podría haber sido ese hombre del que sólo quedaba su presencia entre tinieblas. Tal vez su dueño murió de una manera tan repentina o tan espantosa, que ese sufrimiento ahuyentó a su propia sombra. Pero lo pensaba mejor, él no era el único que las veía. Los niños se aterrorizan cuando son monstruos las sombras que proyectan las enredaderas en las paredes de su cuarto. Los adultos se sobresaltan cuando un reflejo de luz juega una mala pasada y proyecta una silueta siniestra, que habla de sus miedos de siempre. O quizá las paredes son pantallas en blanco, para asomarnos a nuestros terrores y al darles forma, tal vez adquieran sentido.
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Sergio se dio cuenta entonces quién era el legítimo dueño de esa sombra. Lo entendió, con el asombro propio de una revelación, de una epifanía. Al otro día la buscó en el jardín, en la calle, en las paredes de siempre. No estaba. Se había marchado para siempre.
No creo que Sergio sea el único que ha vivido ese prodigio. Yo los invitaría, el día que quieran, con el sol como testigo si es que tienen cierta aprensión, a mirar su propia sombra. Cómo se mueve, cómo copia nuestros movimientos, si se deforma como en un salón de espejos de un parque de diversiones. Vean si se les parece, si los imita tal cual son, con sus ropas y gestos aplastados sobre una superficie, dibujados en negro. Yo lo he hecho y la sombra de un hombre me persigue. Es más, me ha susurrado que escriba su historia y la de otros que arrastran sombras desterradas. Si lo hago, sólo así accederá a abandonarme.
Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.