Relatos de terror

El niño que trajo la muerte

Juan Carlos, oyente de Radio Nihuil, nos contó esta historia que le sucedió a él y a su familia. Un fantasma los vigilaba mientras dormían, un suceso inusual que terminó de manera trágica

La cena familiar para anunciar que esperábamos un bebé había tenido brindis, abrazos e intentos fallidos de ocultar algunas lágrimas. Todo en un alegre desorden, entre las corridas de mis hijos mayores con sus primos, los aplausos para el asador y los cálculos para saber qué día de qué mes llegaría al mundo el nuevo integrante de la familia. Por un momento tuve esa sensación, que pocas veces se devela, como una confesión interior, un respiro aliviado, en definitiva, una forma sencilla y manifiesta de felicidad.

El amanecer fue tan repentino que alguien dio la voz de alarma para comenzar a levantar platos y vasos, restos de pan, botellas, sacudir manteles y despedirse de prisa. Parecíamos una enloquecida familia de vampiros, huyendo ante los primeros rayos de sol, aunque cualquier rastro de esa tenebrosa comparación se disipó al ver a un par de madres cargar a los niños en brazos, aquellos benditos que eran capaces de dormir, ajenos a la charla o a la música. Hoy recuerdo ese día y siento una cierta inocencia en mi alma, un estado de gracia que los siguientes meses terminaron por destruir.

Dos extraños

Este embarazo era diferente. No para ella, que no tenía síntomas anormales y ni siquiera sufría los esperables mareos o náuseas. Sólo expresaba los temores habituales de la gestación, aunque el hecho de haber parido hijos saludables y fuertes le permitía tener más tranquilidad.

Era yo el que atravesaba una inquietud creciente, que empezó a manifestarse en las noches, cuando el sueño se interrumpía abruptamente. No tenía pesadillas, sino que me despertaba, en mitad de la noche, descansado, como si las horas dormidas hubiesen sido las correctas. Me asaltaba, además, una urgencia de salir de la cama, de escapar de la habitación, pero me mantenía quieto, callado, para no despertar a mi esposa y con la clara intención de retomar el sueño.

Los días se sucedían y el insomnio se había convertido en un ritual. Me despertaba, descansado pero cada vez más molesto. Me enojaba saber que esas horas que permanecía en la cama con los ojos abiertos, las pagaría en el día, con un cansancio que empezaría en los músculos y terminaría colándose en los huesos. Traté de analizar por qué me pasaba esto y me decía a mí mismo que otra boca que alimentar, con una economía inestable como la nuestra, era un desafío. Mi mayor temor era no poder darles a mis hijos todo lo que fuera necesario para que crecieran como hombres de bien, con oportunidades como cualquier hijo de vecino.

Tal vez era eso. Miedo. O exceso de responsabilidad. O ambas. Por eso, cuando esa noche de septiembre me desperté, mi mente ya estaba preparada para comenzar a argumentar, a buscar las razones de mi insomnio en ese soliloquio donde tenía la oportunidad de enfrentar mis más arraigados temores. Recién salido del sueño, esperé que mis pupilas se adaptaran a la luz escasa y me pareció que en esa entrada a la vigilia una silueta se recortaba entre las sombras. Me moví lentamente, para que el cambio de posición me ayudara a mejorar la perspectiva de mi visión y en verdad fue así: junto a la cama, mirándonos, había un niño pequeño. Y no era ninguno de mis hijos.

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El niño pequeño no era ninguno de mis hijos.

El niño pequeño no era ninguno de mis hijos.

No hubo gritos, ni sobresaltos. Los dos nos quedamos observándonos, como si yo fuese un prodigio extraordinario para él, como él lo era para mí. En esos segundos lo único que percibí fue su respiración, con una firmeza que contradecía la fragilidad de su cuerpo. Después, simplemente desapareció.

Entiendo que contar esta historia, con sus extrañas singularidades, puede resultar increíble para muchos. No puedo juzgarlos. Tampoco yo entendía por qué, cada noche, al despertarme y ver a ese niño junto a la cama, admitía lo inaudito, lo sobrenatural, como parte de mi cotidianeidad. No me sentía amenazado y creo que él tampoco. Intuía que estaba allí para proteger nuestro sueño, sobre todo el de mi esposa y el bebé, que crecía ajeno a todo lo que su padre veía noche a noche. Era para mí una presencia protectora, a tal punto que empecé a descansar más y mejor. Cuando me despertaba, él me miraba con la extrañeza del primer encuentro y al instante se iba. Como si su misión hubiese concluido por esa jornada.

No quise decirle nada a mi esposa. No tenía sentido inquietarla, al margen de que no sabía cómo empezar siquiera la charla para contarle lo que estaba viviendo. Sobre todo porque, insisto, no sentía que existiera una amenaza en esa presencia. Era extraño y si lo contaba, se volvería espeluznante, así que opté por el silencio.

Pero supe que algo andaba mal cuando ella cambió su comportamiento. Estaba muy callada. Si la interrogaba, sólo decía que era cansancio, por el embarazo seguramente, pero sabía que no me estaba diciendo toda la verdad. Después de llevar mi insistencia hasta el punto de exasperarla, me dio la respuesta que de alguna manera estaba esperando: ella también lo veía y nuestros hijos, todavía pequeños, parecía que jugaban con él.

Nos vimos forzados, no ya a cuestionar nuestra cordura, ni siquiera hablamos mucho de eso. Los dos sentíamos que no era una amenaza, ni para nosotros ni para nuestros hijos. Ahora, que recuerdo esos días lejanos, sigo sin entender cómo, una presencia tan excepcional, tan única, no nos despertaba temor. Tal vez eso nos hubiese ayudado.

Expiación

En principio, solo hubo oscuridad. Luego llegaron las preguntas. No sabía dónde estaba, qué había a mi alrededor y ningún sonido me ayudaba. En esta ceguera impuesta, comencé a caminar pegado a las paredes de lo que parecía una casa. Recorría el circuito una y otra vez, intentando dibujar en mi cabeza cada una de las habitaciones, el extenso pasillo que terminaba en una puerta que conducía al patio, al que no podía salir. Por algún motivo, estaba prisionero en esa casa.

Sin medida de tiempo, pero dueño ahora de los espacios en los que estaba confinado, recorría a paso lento, ligero o a los saltos, el camino que me impuse, pegado a los muros. En ese circuito interminable, infinito, algo sucedió que desencadenó el cambio. Cercano a la pared, advertí un relieve diferente: la ventana se había abierto y por ella entraba el aire, suave como canción de cuna y cargado de jazmines. Recordé el aire y los jazmines, dos sensaciones más que recuerdos propiamente dichos.

A partir de ese momento, nada volvió ser como antes. En medio de la oscuridad absoluta, empecé a diferenciar matices, contrastes y, más adelante, los vi. Un hombre y una mujer, durmiendo en una cama amplia. Ella se movió y pude ver el vientre abultado y, como una revelación, lo supe: un bebé. Y también entendí lo que eso significaba.

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Ya no más recorridos atado a la oscuridad, ahora los veía y de alguna manera, su presencia me reconfortaba. Durante las tardes me perdía en las sombras de los rincones y la observaba a ella interactuar con sus dos pequeños hijos. Había juegos y comidas hechas de prisa, pero algo me sucedía a mí cuando ella los abrazaba y les susurraba palabras que no llegaba a escuchar, pero que se adivinaban dulces. Cuando ella los rodeaba con sus brazos, yo podía sentir el calor que los envolvía, que me envolvía. Yo sabía cómo se sentía esa calidez surgida del amor, pero no podía ponerle rostro a esa evocación. Eran esquirlas de algo que había sucedido, unos pocos fragmentos de una fotografía rota en mil pedazos. Ese rostro me era negado, pero el de ella, estaba allí, junto al mío.

Esos retazos que apenas podía rescatar lo eran todo para mí y buscaba provocar su aparición de cualquier forma. Por eso me aventuré de más al observarlos dormir o jugar con los niños. Era lo único que importaba y pensé que cuando me descubrieran, el final sería inevitable.

Pero no fue así. No me tenían miedo. Yo tampoco a ellos. Y ese particular punto de encuentro nos mantuvo en un cercano equilibrio. Además, ellos me dieron una entidad: “es un niño”, decían al verme, con una mezcla de ternura y dolor en la voz.

Yo era un niño, ahora tenía una edad que me ayudaba a hacerme una imagen de mi mismo. Y ese descubrimiento, que viví como un regalo, me acercó más a ellos.

Noche tras noche me quedaba junto a la cama, hasta que él se despertaba. Me alejaba para no incomodarlo. Temía que mi cercanía lo molestara, pero como eso no sucedió, me acercaba más y más. Ella tenía una respiración tranquila, rara vez agitada por alguna pesadilla. Me gustaba sincronizar mi respiración con la de ella y llegué a acercarme tanto, que sentía el fluir de su sangre, joven y fuerte, alimentando al bebé. Me acercaba más y más y podía sentir la vida completarse en su vientre. Vida. Era eso lo que yo anhelaba.

Me convertí en el centinela de ese nuevo ser, que se agitaba sutilmente en el vientre materno. Su pequeño corazón era una nuez palpitante y ese ritmo, acelerado y crepitante como un fuego, me encadenaba a ese cuarto, a esa cama, a ese niño.

Nunca quise hacerle daño. No sabía que en mi obstinación por recuperar lo que alguna vez tuve, podía lastimarlo. Que cada vez que mi respiración se acompasaba con los latidos del niño estaba absorbiendo su vida, la que perdí, la que no recordaba.

Lo supe cuando volvieron a casa, después de un par de noches de ausencia. Se sentaron en la cama, que ahora se veía mucho más ancha. Lloraban y la mano de ella se crispaba en el vientre vacío. La cuna, preparada para esperarlo, era una marca de su ausencia.

Lloraban y en ese momento el dolor era también mío. No quise hacerlo. Es la verdad. Pero ese dolor nuevo me atravesó para siempre. Y nunca más pude volver a verlos.

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Si querés contar una historia de terror que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-6177997

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