Si tenían la fortuna de que las oficinas no estuviesen cerradas con llave, las niñas disponían de escritorios, sellos y máquinas de escribir para ejercitar su burocrático oficio de jugar. En la mayoría de los casos el ruido de teclas, sillas y risas terminaba delatándolas y eran desterradas a la cocina o a la habitación de su prima Leonor.
De ninguna manera éste era un mal plan, ya que a sus 20 años, Leonor había dejado de lado su interés por las muñecas, que se adueñaban del cuarto en impecable y abrumadora variedad. La joven escuchaba la carrera de las pequeñas hacia su habitación y solamente permanecía para darles un beso de bienvenida y reunirse a tomar café con los mayores en la cocina, uno de los beneficios que gozaba por el simple hecho de haber crecido.
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Imagen generada con Inteligencia Artificial / Gonzalo Ponce
La joven era hija única de un matrimonio que ya no esperaba ser bendecido con su llegada y que había creado un entorno seguro en el cual criarla, con privilegios a los cuales pocas niñas podían acceder, como una esmerada educación. Mientras esperaban que ella se convirtiera en la primera mujer con título universitario en la familia, el padre le consiguió trabajo en el Registro Civil, no sólo para que tuviera cierta independencia, sino fundamentalmente para poder vigilarla de cerca.
Leonor tenía una belleza singular, que excedía sus rasgos armónicos y su cuerpo moldeado en la arrogancia de la juventud. Cuando ella estaba trabajando, las personas se acercaban con curiosidad hacia esa figura que contrastaba con el mobiliario viejo y los malos modos de algunos empleados. Pero cuando ella levantaba la vista de los formularios y enfocaba sus ojos verdes en quien le hablaba, el canto de las sirenas se hacía realidad. Sólo ella existía en esa isla de papeles y laberintos burocráticos y a ella llegaban mujeres con niños o ancianos para refugiarse en la humanidad de su buen trato. Era amable por definición y esencia, pero en los hombres el efecto que producía era muy diferente. Insistían en no comprender los trámites, le llevaban flores con la excusa de recompensar su eficiencia y, sobre todo trataban –algunos con desesperación o indignidad- de llamar su atención. Y el padre era testigo de todo esto.
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Por eso era mejor tenerla siempre cerca. Su belleza sería una maldición si él no estaba allí para cuidarla. Por eso decidió que ya que había criado a una hija juiciosa y respetuosa de su autoridad, debía encontrarle un buen marido, para ahorrarle las decepciones y fatigas de un mal amor.
Y así lo hizo, pero cuando le comunicó a Leonor el nombre, el buen pasar y la honorable familia a la cual pertenecía su futuro esposo, dio el primer paso hacia el abismo.
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Imagen generada con Inteligencia Artificial / Gonzalo Ponce
Leonor, casi en un susurro dijo “no”, la primera vez que pronunciaba esa palabra dirigiéndose a su padre. El ignoró la negativa y siguió con sus argumentos, los cuales ella volvió a refutar, cada vez en voz más alta, con la redondez de su “no”. Y así siguieron en duelo por varios minutos, entre frases grandilocuentes y la misma respuesta monosilábica, hasta que Leonor encadenó sus “no” sin pausas, y sus eslabones eran los gritos desesperados de quien no quiere ver cambiar su vida, de quien no va a aceptarlo.
Sin cantos de sirena, sin el arrobamiento de su belleza, se acercó al padre y le dejó ver que esta sería la noche de su desobediencia. “Prefiero morirme a casarme con ese hombre”. Y dio por terminada la discusión.
Al desconcierto inicial de su papá, le siguieron agotadoras discusiones, que se sucedieron por días y noches. Leonor buscaba en su madre una aliada, pero ella sólo guardaba silencio, porque jamás se atrevería a poner en tela de juicio lo decidido por su esposo, seguramente lo mejor para su niña.
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La joven enfrentaba a su padre, primero con determinación, luego con fiereza, pero las peleas se volvieron físicas entre ambos, algo que llevó a la madre a abandonar su imparcialidad. Puso el cuerpo entre su esposo y su hija y dejó en claro que no había parido a esa niña para ser castigada por nadie. Y la abrazó, arrepentida de no haberlo hecho antes.
El hombre decidió dar un golpe final a la alianza de sus mujeres y fijó la fecha de la boda, advirtiéndole a su hija que no había nada en este mundo que pudiera salvarla de estar el día y la hora indicados en la iglesia. Esta vez, Leonor no dijo nada, por lo cual el padre creyó que finalmente había doblegado su voluntad.
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Imagen generada con Inteligencia Artificial / Gonzalo Ponce
Leonor deshojó los días que faltaban para su casamiento con los actos idénticos que conforman nuestra rutina. Trabajaba en la mañana, entraba a la casa por la puerta principal, almorzaba y se quedaba en su habitación hasta la cena. Algunas noches, se sentaba bajo la higuera y la madre notaba cuánto y con qué pesar se abstraía del mundo que la rodeaba.
Leonor perdía peso y su cuerpo se esfumaba en cada prueba del vestido de novia. La modista hacía los ajustes, al principio pensando que todas las jovencitas adelgazaban por los nervios previos a la boda, pero luego su delgadez fue tan evidente que se atrevió a preguntarle a la madre si Leonor estaba enferma. No supo qué contestarle, pero ese cuerpo maltratado por la angustia parecía llevar una mortaja más que un vestido de novia. Se reprochó a sí misma la oscuridad de ese pensamiento.
Faltaban pocos días para el gran acontecimiento y la novia no mejoraba. Era evidente que al terminar con la confrontación, pero sin dar su acuerdo con el futuro que le habían planeado, tomaba distancia de su vida, con la esperanza de que la de una desconocida doliera menos.
Esa noche ni siquiera intentó dormir. Esperó pacientemente a que el último ruido de la casa se apagara, el telón de cierre de la jornada. Se aseguró que sus padres llevaran varias horas dormidos y salió descalza de la habitación, hacia el frío inclemente del invierno. Fue a la única dependencia alejada de la casa, el baño. Esa lejanía le aseguró que no escucharían el chirrido de las canillas al abrirse ni el agua helada al caer en la bañadera. El líquido rodeaba su cuerpo en la habitación a oscuras, como un útero siniestro. La piel reaccionó a un estímulo tan agresivo, pero hacia adentro parecía que el agua ya había ahogado todo, hasta el más primitivo de sus instintos.
Salió al jardín, con el blanco camisón como único enlace entre su desnudez y el frío y se acurrucó debajo de la higuera. Así la encontró primero el amanecer y horas más tarde su madre.
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La pulmonía se la llevó en unos días y el vestido de novia fue, finalmente, su mortaja. El padre no podía discernir qué era lo que más le dolía, si la pérdida o la culpa. Eligió recorrer la casa en silencio, sin salir nunca al jardín donde la hija había abrazado la muerte.
A su esposa, en cambio, la movilizaba el odio. Su marido era el asesino, el que le quitó a su hija y su único propósito era recordárselo cada día. Con el tiempo, los reproches se encendían y los vecinos escuchaban los gritos, casi siempre seguidos del llanto de la madre. Pero una noche escucharon la otra voz, la masculina, que gritaba preguntas al aire, con la garganta rota, cuando ya el cuerpo reconoce que no puede soportar nada más.
Entonces la vio. Era Leonor, con su belleza incorrupta aún en la muerte, que con un dejo de compasión en la voz sólo pronunció tres palabras: “No discutan más”. Y se fue caminando hacia el baño.
A partir de ese momento, los esposos volvieron a compartir cierta armonía, porque ahora tenían el consuelo de verla. Otros integrantes de la familia fueron testigos de ese prodigio, incluso Flora y Juana, que siendo unas niñas conservaron ese recuerdo y esta historia para que las nuevas generaciones no olvidasen lo que le sucedió a su joven prima.
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La exactitud regía sus apariciones, tanto por las horas como por el recorrido, que se iniciaba en la puerta de calle, seguía hacia su habitación y siempre terminaba con su figura perdiéndose en la dependencia donde el agua helada comenzó a diluirle la vida.
Fueron las niñas las que sugirieron que tal vez Leonor volvía porque quería decirles algo, un mensaje, evidentemente no con palabras, porque no volvió a hablar desde esa primera aparición.
Dieron vuelta su habitación y otros lugares donde podrían encontrar una respuesta, sin saber exactamente qué estaban buscando. El baño fue la última dependencia en ser fiscalizada y no dejaron grieta en los mosaicos o ladrillos sueltos sin escudriñar. Hasta que la madre se quedó petrificada al ver su propia imagen en el espejo. Había sido tan hermosa como su hija y ahora ni siquiera podía reconocerse detrás de esa máscara de sufrimiento. Alguien reaccionó con rapidez y en lugar de alejar a la mujer de su reflejo, quitaron el espejo. Y allí estaba. Un pequeño hueco, por donde la mano de una de las niñas entró con suavidad y encontró lo que al tacto eran, con seguridad, papeles.
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Los sacó de su escondite y las buscadoras vieron que se trataba de un manojo de cartas, prolijamente atadas con un lazo azul, el color favorito de Leonor. En esos papeles, no sólo estaba el nombre que la joven nunca pudo pronunciar, sino las promesas de amor que se hicieron, al principio sin importar que fueran imposibles. Los planes, las mentiras para encontrarse, la imposición de un matrimonio que ella describía como una sentencia. Él no era un hombre libre y si bien en principio la opción era fugarse, Leonor no pudo hacerlo. Sabía que sus padres podrían sobreponerse al dolor, pero no a la vergüenza. Y actuó en consecuencia.
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Las cartas, que su madre conservó hasta el fin de su vida, eran el testimonio de lo que en esos días se esperaba de una buena hija y su mensaje, porque después de encontrarlas la joven no volvió a aparecer. Su mamá, que releía cada tanto la historia de amor que nunca fue posible, deseó que Leonor los hubiera enfrentado y desobedecido. Para ser la orgullosa madre de una hija rebelde. Y viva.
*"Si nos querés contar una historia de terror que haya sucedido en Mendoza, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-6177997.