Fue la fiebre. No habría contado lo que me pasaba si mi mente no se hubiese adormecido a tal punto que liberara el secreto que llevaba años guardado.

Sólo así pude desprenderme, temporalmente, del miedo que tenía de hablarlo, no de vivirlo. Porque la historia que voy a contarles empezó hace tiempo y se repite, con mayores o menores detalles, a tal punto que me he acostumbrado a verlos.

Lo puse en palabras en un viaje a San Luis, cuando nos fuimos de vacaciones, mi esposa, mis hijos y una familia amiga. Llegamos al lugar donde íbamos a acampar y yo sabía que no iba a poder bajarme del auto. El cuerpo era un resorte helado, ajeno a mi voluntad y ni siquiera pude extender el brazo para recibir la manta que alguien me estaba alcanzando.

Me dolía la cabeza y sentía una estaca de hielo lastimándome la espalda. No hay control sobre el dolor, no pude tenerlo. Ni tampoco pude contener mis palabras. Y esa noche, entre el delirio de la fiebre y la urgencia de quebrar mi secreto, esta fue la historia que conté y que ahora, con más claridad que esa primera vez, cuento para ustedes.

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Fabián no está solo

No importa qué día de la semana sea, pero la hora sí. Siempre es entre las 21.30 y antes de las 22. Tengo esa certeza porque mi hijo estudia música -toca la batería- y su clase termina a las 22, por lo cual el encuentro siempre es en esa franja horaria.

Había hecho ese recorrido muchas veces, con la seguridad y el automatismo que la reiteración le otorga a hechos cotidianos, como conducir un auto. Uno maneja con la referencia de los límites del automóvil, los semáforos, las esquinas, las banquinas. Y ese estado de alerta nos borra pequeñas escenas que se desvanecen a medida que vamos avanzando: un hombre solitario paseando a su perro, una pareja de jóvenes que se besa como si el amor fuese un descubrimiento reciente, una madre que lleva a su hijo pequeño de la mano, quien todavía mantiene el andar inseguro de los primeros pasos.

El escenario que no pasa desapercibido es el del Cementerio de Godoy Cruz, el que está sobre el carril Cervantes. Su frente es demasiado blanco y extenso como para que no se destaque, incluso en la noche. Cuando casi iba dejándolo atrás, vi tres figuras que se acercaban demasiado rápido y llamativamente cerca de mi auto. Dudé un momento, pero instintivamente aceleré. Supongo que esa fue la respuesta a mi pensamiento fugaz de que se trataba de asaltantes.

Lo que siguió es difuso, al menos en ese primer encuentro, porque busqué a esos hombres por el espejo retrovisor, para ubicarlos alejándose de mí en la calle, pero no estaba preparado para verlos allí, sentados en el asiento trasero. Pasé en un segundo de acelerar a intentar frenar, pero las luces de los autos que venían en mi misma dirección me hicieron desistir de tal maniobra.

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No tenía opción. Tenía que seguir y lo hice, intentando no temblar, apretando los dientes para que ellos -si pudieran escuchar- no advirtiesen la agitación que retumbaba en mi respiración.

No hablaban entre sí. Varias veces miré el espejo con rapidez y me asombré de la cantidad de detalles que pude retener, a pesar del miedo o gracias a él. Los tres estaban vestidos con sacos de diferentes colores oscuros y no llevaban corbata. Creí reconocer en alguno de ellos la ropa que los hombres usaban en la década de 1950, de viejas fotografías familiares que me mostró mi papá.

Compartían una edad similar –yo diría que rondaban los 50 años– y no había ninguna expresión en sus rostros que expusiera sus intenciones, deseos o sentimientos, si es que más allá de la muerte ese rasgo de humanidad puede conservarse.

Lo único que nos separaba era un silencio absoluto y completamente diferente a lo que conocemos. No era falta de sonidos, sino un vacío con una densidad casi palpable, abismal. Era eso: estábamos en las orillas opuestas de la existencia y ese abismo era nuestra infranqueable frontera.

Decidí refugiarme en la seguridad de mi rutina y seguí el recorrido que hacía siempre, sin que mis pasajeros manifestasen alguna objeción. A las pocas cuadras, cuando vi el cartel de la calle Florencio Sánchez, volví a mirar. Ya no estaban. Recién en ese momento estacioné el auto de manera precipitada y me bajé. Miré a mi alrededor y las casas, las personas, los escenarios, estaban como siempre. El mundo había seguido su curso, mientras yo no entendía por qué el mío había cambiado tanto.

Sin respuestas

Los veo frecuentemente y desde hace años. Siempre suben en el mismo lugar y se bajan en la misma calle. Es lógico que se pregunten cómo he aceptado esta rutina, por qué no busco caminos alternativos para que ellos no suban sus livianos espíritus a mi auto. No puedo hacerlo. O no quiero. Me disgusta pensar que puedan esperarme en vano o que quizás se suban a otro vehículo y que el ocasional chofer se asuste tanto al verlos, que provoque un accidente. De alguna manera, me resisto a abandonarlos. Después de todo, ellos tampoco lo han hecho conmigo.

En todos estos años, sólo una vez me atreví a preguntarles qué necesitaban, en qué podía ayudarlos en una muestra tan sincera como irracional de camaradería. No me contestaron.

Igual, yo creo que va a pasar, que al menos van a poder decirme una palabra, algo que me ayude a anclar estos viajes en una senda más racional. Sé que algo me van a decir. Tal vez sus nombres o qué les pasó. Y sobre todo, a dónde van cuando los dejo.

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Las respuestas a los fantasmales traslados de Fabián nacieron hace décadas y tuvo dos tragedias como enlace.

El 22 de octubre de 1954, un grupo de amigos se juntó para cerrar ese viernes y darle la bienvenida al fin de semana. Fumaron mucho y bebieron más, pero valía la pena. No era fácil que todos se pusieran de acuerdo para prescindir de una noche en familia y canjearla por la mesa tambaleante del bar de siempre, el que los veía ir y venir desde la secundaria.

Hablaron de política, de economía y discutieron -fuerte- sobre fútbol. Lo habitual en ellos, que al terminar la última copa, por más encendida que hubiese sido la ocasional discusión, se abrazaban, se reían y se apuraban a fijar la fecha de la próxima reunión que, seguramente, sufriría más de una postergación.

Dos de ellos, Emilio y Pedro, se subieron a un auto. Pedro iba al volante y no sentía que el whisky y la ginebra lo hubiesen afectado, a tal punto que se reía de lo somnoliento que su amigo lucía al sumergirse en el asiento del acompañante.

La noche se extendía tranquila en las calles y por un momento, les pareció que no había nadie a su alrededor. Los que caminaban, reían, se apuraban a hacer trámites o se amargaban por no llegar a fin de mes, resignaban sus desvelos en el arrullo de sus camas. El único escenario que se destacaba del resto era la fachada del Cementerio de Godoy Cruz, emergiendo del desierto de la muerte.

Los dos lo vieron y gritaron al unísono. Un hombre corría hacia ellos, por el medio de la calle, directo al auto. Pedro frenó de golpe, arrancado de la tranquilidad que disfrutaba hacía sólo un minuto y los gritos de Emilio retumbaron en su cabeza, junto al ruido de cristales rotos y hierros retorciéndose. Giraban en esos minutos de eternidad que anteceden a la muerte cuando ambos alcanzaron a ver, pálido y frágil, dentro del auto, al hombre que segundos antes corría por la calle.

Luego, todo se apagó.

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Unidos por la eternidad

A partir de esa noche, los tres terminaron unidos por el lazo inexplicable de la fatalidad. Si bien nunca hablaban entre sí, habían aprendido de su propia experiencia, cuando se ubicaban del otro lado de la muerte. No debían aparecerse de golpe ante un auto, porque eso sólo provocaría un desenlace fatal. Por eso, ahora se acercaban desde los costados del vehículo y se deslizaban al asiento trasero a toda velocidad. Si el tránsito estaba complicado, mucho mejor. Los conductores solían no frenar de golpe al verlos atrás, por temor a provocar un accidente.

Habían desarrollado una sensibilidad especial para elegir a los conductores: sabían quién reaccionaría mal, pésimo o con terror, con lo cual eran automáticamente descartados.

Los que escuchaban música o la radio y, sobre todo, los que sonreían sin razón mientras conducían solos, eran sus preferidos. Esos no fallaban.

Algunos conductores los veían, otros a veces se estremecían por un golpe de frío y hasta chequeaban si las ventanillas traseras estaban abiertas. No los veían, pero de alguna manera advertían su presencia.

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Pedro y Emilio tenían razones para abordar los autos. Aquella última noche, iban de regreso a sus casas. A Pedro, que era hijo único, lo esperaba su madre y a Emilio, su esposa e hijos. Cuando se bajaban cerca de la calle Florencio Sánchez, rondaban sus antiguos hogares. Ya nada quedaba de lo que fue entonces, pero ellos veían a sus seres queridos como los hubiesen visto de haber regresado.

El hombre que provocó que los amigos se le unieran en la muerte, no tenía hogar donde regresar. Muchas décadas antes, cerca del cementerio, alguien quiso asaltarlo y el puñal fue un relámpago que lo alcanzó de inmediato. La acción fue tan rápida que él pensó que había escapado, que se había salvado corriendo del agresor, del puñal, de la sangre, de la muerte. Pero no fue así. Lo encontraron muerto en las puertas del cementerio, pero al parecer él todavía cree que esta vez sí podrá escapar, estar a salvo. Y lo volverá a intentar mañana y al día siguiente, por siempre.

Ellos no son los únicos que perseveran en escapar, llegar a su hogar o, simplemente, recordar cómo se sentía estar vivo. Y buscarán la forma de hacerlo con la obstinación de los que tienen la eternidad de su lado.

Por eso, si en algún momento los ve cuando va manejando su auto o siente una columna de hielo ascender por su espalda y abrirse, serpenteante hacia sus brazos, aférrese al volante, porque la vida se le puede ir en ello. Y si no le gana el terror, atrévase a mirar por el espejo retrovisor. Tal vez esta noche, tenga compañía.

*"Si nos querés contar una historia de terror que haya sucedido en Mendoza, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-6177997.

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