En Mendoza hay personas que, sin proponérselo, se convierten en parte del paisaje afectivo del lugar. Ese es el caso de Víctor Guevara, un hombre de 90 años que, cada mañana de su vida desde hace más de medio siglo, ocupa el mismo rincón de la Terminal de Omnibus de Mendoza. Lo hace con su cajoncito, sus pomadas, sus trapos, y ese modo antiguo y cálido de mirar a los ojos antes de empezar a trabajar.
Víctor Guevara tiene 90 años y es el lustrabotas que guarda medio siglo de historias en la Terminal de Mendoza
Víctor es, sin exagerar, la persona que más conoce la Terminal. Llegó cuando el edificio ni siquiera tenía inauguración oficial. Cuando las baldosas estaban recién puestas y los colectivos, enormes y ruidosos, empezaban a probar los andenes. Es un testigo viviente de todo lo que ocurrió desde entonces, y también protagonista de uno de los momentos que hoy cuenta con pudor, aunque lo marcó para siempre: en 1972 le lustró los zapatos al presidente de facto, el general Alejandro Agustín Lanusse, el día en que inauguraron oficialmente la terminal.
Un día cualquiera en la terminal. Victor madruga y permanece 12 horas diarias trabajando.
Él lo recuerda como quien recupera una anécdota guardada en un cajón: “El general Lanusse vino a inaugurar y yo le lustré los zapatos. No le cobré… o me pagó y no me acuerdo”, dice, dejando escapar una sonrisa, como si no terminara de creer que aquella escena ocurrió de verdad. Pero pasó. Y desde ese día, Víctor siguió ahí, como si su destino estuviera escrito entre andenes, valijas y pasajeros apurados.
Llegó desde Bolivia y se afincó en Mendoza, donde hizo de todo hasta convertirse en lustrador
Su vida empieza mucho antes: nació en Cochabamba, Bolivia. Llegó a la Argentina en 1957, recién casado, buscando trabajo como tantos. Tenía energía, juventud y ningún miedo a empezar de cero. En Mendoza se metió en lo que hubiera: cosecha, minería en San Rafael, changas, jornadas bajo el sol, noches sin descanso. Dice que ya ni se acuerda de todo lo que hizo, “pero hice de todo”. Lo dice sin queja alguna.
El lustrado de zapatos apareció casi como una casualidad. Y con el tiempo se volvió su oficio definitivo. Hoy, 90 años después de su nacimiento y 52 después de aquel lustre histórico, Víctor sigue levantándose a las 5 de la mañana, toma un micro, baja en la terminal y se instala en su puesto. Llega a las 6 en punto. Se retira recién a las 18.30. Doce horas todos los días. Siempre.
“En casa me aburro”, admite. Y en ese simple comentario está escondida una vida entera: para él, trabajar es vivir. Moverse, charlar con la gente, ver pasar los colectivos, escuchar los anuncios de salidas, reconocer caras, despedir turistas y recibir a mendocinos que vuelven. “Trabajo, gracias a Dios”, dice con humildad pura.
La terminal decidió regalarle un sillón grande y felpado para que los clientes de Víctor se sientan cómodos.
Víctor tiene 4 hijos, “varios” nietos y una esposa con la que lleva más de 60 años casado. Cuando le preguntan cómo hicieron para vivir tanto tiempo juntos, él no duda: “Paciencia”. Lo dice con ternura. Su hogar está en Mendoza, en una casita propia. Su vida entera también. Volvió a Bolivia una sola vez. Su patria, hoy, son esos andenes donde todos lo saludan por el nombre.
La terminal fue cambiando, y él también. Antes, los lustrabotas eran parte común del paisaje urbano; hoy, casi no quedan. La irrupción de las zapatillas lo dejó con menos trabajo: a veces apenas logra lustrar uno o dos pares en todo un día. Cobra 1500 pesos el lustre. La cuenta no cierra para nadie, pero para él alcanza “escasamente” para subsistir, como reconoce. Tiene la jubilación mínima. Y aun así, sigue ahí, firme.
Esa constancia fue la que conmovió a los oyentes cuando Matías Pascualetti lo entrevistó en Radio Nihuil, en el programa No tenés cara. Víctor contaba su vida sin dramatismo, hablando del trabajo, de la familia, del tiempo, sin pedir nada. Y de pronto, del otro lado del teléfono, la audiencia entera empezó a reaccionar. Lo que surgió fue una campaña espontánea: el jueves 27 de noviembre, todos a la Terminal, a lustrarse los zapatos con Víctor. No zapatillas. Zapatos.
La campaña para ir a lustrarse los zapatos el jueves 27 de noviembre en la terminal de micros
La idea es simple, humana y profundamente mendocina: acompañarlo. Ir a verlo, charlarle, dejarle un trabajo que él hace mejor que nadie. Porque si hay algo que emociona de Víctor es que nunca se victimiza, no se queja, no reclama. Solo trabaja. Como si su historia, con todos sus sacrificios, fuera apenas una parte de lo que él considera normal. Acepta la vida sin rencores ni reclamos
En la terminal es un símbolo. Lo dice Omar Olmos, empleado del lugar y compañero de pasillo desde hace décadas: “Es la persona más antigua de la terminal. Más que nosotros. Está desde que se inauguró. Todos lo conocemos. Es un personaje de la sociedad. Nos sacamos el sombrero ante él”. Lo describen como alguien que nunca falta, ni se toma feriados. A las seis de la mañana ya está listo, cajoncito a mano, trapos ordenados.
Hace unos días, la terminal decidió regalarle un sillón grande y felpado para que sus clientes se sienten. Antes trabajaba con la clásica banqueta y el cajoncito de madera. Pero la gente quiso que él también tuviera un poco de comodidad. Un gesto sencillo, pero lleno de cariño.
El sillón que le obsequió la terminal para que pueda desarrollar mejor su trabajo.
No tiene celular, no usa Mercado Pago, no quiere tarjetas. Dice que no entiende esas cosas. Casi como si viviera en otra época. Una más simple, más directa, donde todo se paga en mano y en persona.
Y sin embargo, Víctor vive el presente con la naturalidad de quien siempre supo adaptarse. Viaja en micro, almuerza cualquier cosa ahí mismo, se ríe cuando le preguntan si es hincha de algún club. “No, no soy amante del deporte”. Su mundo es otro: es ese andar lento por los pasillos, esa rutina sagrada de trabajar, esa manera antigua de relacionarse con el tiempo.
Por eso, cuando cuente algún día la historia de la Terminal de Mendoza, habrá un capítulo que necesariamente hablará de él. De ese hombre que, a los 90 años, todavía hace brillar zapatos. Que le lustró las botas a un general sin proponérselo. Que cruzó la cordillera desde Bolivia para ganarse la vida bajo el sol mendocino. Que crió hijos, vio crecer nietos y nunca dejó de trabajar.
Y al que ahora, por fin, la comunidad quiere devolverle un poco de la luz que él regaló durante más de medio siglo.







