Rolando López está por salir a la calle. En el costado izquierdo de la puerta de su departamento hay un cuadro, un dibujo de Daniel Paz. Es la clásica e inconfundible silueta de Osvaldo Soriano, yéndose, de espaldas. Al lado suyo camina uno de sus gatos, para que resalte aún más su identidad. Esa fue la tapa de Página 12 el día siguiente a su muerte, el 29 de enero de 1997. “Solos” tituló el diario, donde Soriano escribió magistrales contratapas. Una palabra, no hizo falta más.

Rolando López  abre la puerta y sale. Adentro queda su gata. Skuki se llama. La encontró un día, muerta de hambre en la calle. Nunca había tenido mascotas y no pensaba tener. Solo la levantó instintivamente, sin pensar, solo sintiendo que debía hacerlo. Skuki resultó ser una gata caótica, destrozona, pero López leyó sobre gatas, analizó estrategias, hasta le compró una cama de gatos costosísima para que Skuki fuera un felino civilizadamente doméstico.

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López sale a la calle. Debe hacer su caminata matinal. En todo caso, su caminata diaria, porque a López no le convence mucho caminar sin rumbo, sin motivo. Para él la calle es trabajo, un mundo de historias que contar.

Y en la calle, en estos días por los que transita López, desde esta semana también está su último libro. El séptimo. “El boxeador que sonreía demasiado” se llama. Podría haberlo escrito Soriano, pero no.  La particular, trágica y breve vida del mendocino Alejandro Lavorante quedó olvidada, esperando a López.

Los últimos 10 años de López han estado relacionados con Lavorante. Buscando, preguntando, leyendo, investigando, corrigiendo 10 veces, dejándolo descansar en un cajón… Hasta que la Secretaría de  Cultura de la Provincia de Mendoza se enteró que López salía a caminar, mientras esperaba que llegara la hora de publicarlo. Y resultó ser esta la hora.

“Alejandro Lavorante fue un boxeador argentino de peso pesado que golpeó las puertas del cielo en el mundo del boxeo estadounidense entre fines de los años ’50 y principios de los ’60”, escribe López. “Había llegado al país después de salir de Mendoza con su familia rumbo a Buenos Aires. Desde allí, solo, intentó suerte en Venezuela donde fue abandonado por sus representantes y recaló en Estados Unidos de la mano del ex púgil Jack Dempsey. La idea era colocarlo en el mundo del catch pero un mánager le vio pasta y lo introdujo en el boxeo profesional”.

En el inicio de su libro, que quizás sea el mejor de López y que seguro es el más deseado, el escritor cuenta que “Alejandro no llevaba consigo la fiereza de los peleadores de la categoría más sanguinaria del boxeo; todo lo contrario; era dócil y educado. Saludaba a sus rivales y los ayudaba a levantarse una vez que los enviaba a la lona. Era, por otra parte, un joven muy bien parecido; las chicas morían por él al punto que logró que grupos de mujeres asistieran a sus peleas como quien va a ver una película de un galán de cine sin importarle si la película es buena”.

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Y luego, dice: “Sus comienzos como púgil profesional fueron silenciosos por más que los triunfos se sucedían con rapidez. Su final fue estruendoso, largo y penoso. Se fue de Argentina como un joven inocente y regresó como un niño inconsciente”.

Lavorante se codeó en mundo del boxeo y espectáculo estadounidense. Su perfil era el de un galán latino, capaz de hacer saltar las taquillas de los estadios y los cines. Peleó con Alí y se entreveró con el ambiente de Frank Sinatra. Podría haber sido el mendocino más famoso, pero se murió demasiado joven y escondido por ese mismo mundo que lo imaginaba estrella.

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Soriano quizás se hubiera interesado por esa historia, si se hubiera enterado. Seguramente la hubiera escrito bien. Pero no. No se enteró, y se la dejó a Rolando López, para que pudiera escribirla mejor aún.

Y mejor, porque López tiene muchas cualidades como escritor y periodista, pero la más destacable es que su pluma dibuje a sus personajes sin egolatría, casi ocultando al autor, dejando los protagonismos solo para los protagonistas.

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Porque López es, en esencia, un hombre bueno. Así como con los gatos, es generoso también con sus historias.

Su visión está siempre puesta en el otro. Y un ejemplo basta para subrayar esto: rockero y apasionado por la batería, López solo toca ese instrumento en su departamento del Unimev, los días de fiesta, las navidades y los años nuevos. Dice que, entre el estruendo de los petardos, su batería pasa desapercibida y no molesta a los vecinos. Quién puede sostener sus pasiones con semejante esmero, no puede ser otra cosa que un hombre generoso. Un tipo bueno.

Rolando López camina unos 30 minutos y vuelve. En media hora, ha recordado tres historias más que merecen ser contadas y otras tres, que debería investigar.

Porque López no sabe hacer otra cosa que eso: Desentrañar historias que nadie más ve.

En su departamento su gata está esperando que le de comer, mientras Soriano gira la cabeza, lo mira por sobre el hombro y sonríe.

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