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Tomás Abraham, el abuelo salvaje contra la gerontofobia: "Estoy organizando pelotones violentos de viejos para salir a la calle"

Tomás Abraham es filósofo y escritor, de estilo frontal. Sus últimas publicaciones son nuevas proclamas contra la gerontofobia, como la que lanzó en el diario Perfil en 2020

La Argentina cuenta, pese a todo, como resguardo de integridad, con intelectuales de la talla y el carácter de Tomás Abraham. Su estilo frontal, enérgico, su pensamiento en crudo y sin intermediarios, tal como él mismo se define al final de esta nota, están al servicio tanto de los temas urgentes que impone la realidad como de las cuestiones profundas, basales, que atañen a la condición humana.

Un ejemplo muy significativo de lo primero, en cuanto a lances coyunturales, fue su ardiente proclama en el diario Perfil, en abril de 2020, en los albores de la pandemia, contra la “idea gerontológica” adoptada por los funcionarios y los medios de comunicación. Su protesta ante la humillación condescendiente que se les estaba imponiendo a los “vejetes” fue todo un estandarte.

En cuanto a lo segundo, a los asuntos de honda raigambre, están muy a la vista sus dos más recientes publicaciones. En La matanza negada, además de trazar la biografía de sus padres, puso el acento en el genocidio judío en Rumania, su país de origen.

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Tomás Abraham.

Tomás Abraham.

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Y en Diario de un abuelo salvaje, a partir del cúmulo de reflexiones que le suscita la cuarentena más larga del mundo, termina tomando cruda conciencia de su edad y de su condición. Está por cumplir 74 años al comienzo del encierro. Advierte el peso del calendario, del cuerpo que le va pasando factura y del lugar que los mayores ocupan en la sociedad.

“Los viejos se destiñen, pierden color, y van tornando al sepia en vida”, dice, patente, pero no patético, cuando se aproxima al corolario de sus cavilaciones.

Está sacudido. Conmovido. En algún momento llora. Pero no se entrega. No pierde, nunca, la rebeldía. Ni la puntería para lanzar sus dardos.

En este renovado diálogo con el programa La Conversación de Radio Nihuil, junto a Esteban Tablón y Paula Jalil, cabe preguntarle a nuestro entrevistado desde dónde habla, porque suele alternar su estancia habitual en Buenos Aires con los tonificantes reposos en su granja de Colonia del Sacramento, Uruguay, frente al río y rodeado de animales cual un San Francisco de leyenda.

-Hola, Tomás. ¿Dónde te encontramos?

-En Buenos Aires, en Chacarita. En mi casa. Sí, acá estoy.

-Da un poco de gracia porque, allá por la página 236 de tu libro, con el dólar a doscientos pesos, te referís a Buenos Aires, “capital de un país en plena contienda electoral, una contienda que lleva treinta y siete año que no resuelve si queremos pertenecer al occidente capitalista, a los del bloque socialista antiimperialista o a los países no alineados”. ¡Ya no estamos en pandemia y la pregunta sigue siendo la misma!

-Bueno, no sé. Espero que no sea siempre la misma. Sería muy aburrido para mí también. Pero, sí, soy un habitante y ciudadano argentino, así que vivo acá, siempre atravesado por lo que pasa en el país.

-¿De qué manera lo vivís?

-Eso es permanentemente de una altísima intensidad. Es lo menos que puedo decir. Una gran intensidad. No para nunca esta intensidad. No digo que seamos el país más intenso del planeta, pero evidentemente vivimos situaciones preocupantes, no solamente intensas. Preocupantes. Y eso nos hace pensar.

-¡Cómo mantenías las antenas prendidas durante la cuarentena! En un pasaje contás que vas con uno de tus nietos a ver Spiderman y, entre otras cosas, te da por pensar si Putin estaría por invadir Ucrania o no.

-No sé si es una profecía o no y no me acuerdo exactamente el momento del conflicto entre Rusia y Ucrania cuando yo estaba en el cine, ahí, con mi nieto Rafael. Digamos, de paso, que Rafa, de 10 años, es el que sacó la foto de etapa del libro.

-Inquietante la foto, ¿eh?

-¡Linda foto!

-Vos solés tener mala opinión de Drácula, pero parecés ahí un personaje de los Cárpatos vampirescos.

-¡Mirá vos! Así que… bueno. Es inevitable tener algo de rumano todavía.

-Para quienes habíamos leído tu libro anterior, La matanza negada, es muy interesante seguir en tu diario todas las peripecias que fuiste atravesando hasta llegar a su publicación. Se disfruta como la precuela de una serie.

-Yo comienzo a escribir este diario en la cuarentena, en marzo del 2020, y no sé cómo hice para tenerlo terminado en julio.

-¿Con qué predisposición te sentaste a escribir, teniendo el otro libro en veremos?

-Yo escribía esto que ni sabía que se llamaba un diario. Yo simplemente escribía. Escribía encerrado en casa, por supuesto. Y tenía un libro hecho sin editor.

-¿Por qué sin editor, dado que sos un autor que publica seguido?

-Porque no me puse de acuerdo con mi editor del momento. No encontré otros editores. Y parte de mi diario es mi lamento permanente, porque es bastante doloroso no tener un editor para alguien que escribe para el prójimo.

-Esto es importante. Te pegó mucho tener trabado aquel trabajo sobre la matanza de judíos en Rumania.

-Yo no lo escribí para alguien en particular. Pero cuando un libro está escrito y es un libro y es una expresión que uno lanza al mundo y está en un cajón, es como que el libro no termina. El libro no puede terminar. Y al no poder terminar, uno ni puede pensar en otra cosa que en ese libro sin terminar.

-Un libro sin terminar que, paradójicamente, empieza a ser protagonista de otro libro en gestación.

-Eso es parte de mi diario, de lo que yo voy escribiendo todos los días, es decir, sobre un libro que no tiene lector. Vos ya lo leíste el libro, como decías. Pero para mí no tenía ni un solo lector. ¡Y durante mucho tiempo!

-Vos estabas enfurruñado con los editores, pero a veces hay que darles la derecha. Por ejemplo, cuando finalmente llegaste a la posibilidad de la publicación te cambiaron el título original, Sinagogas con candado. Terminó siendo bueno La matanza negada junto a la tapa con los zapatos. Para vos, además, fue un trabajo muy valioso, ¿no?

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Tapa de La Matanza Negada.

Tapa de La Matanza Negada.

-Claro que es importante. Tiene que ver con mi familia, tiene que ver conmigo. A mí Sinagogas con candado me gusta.

-Obvio, era el título que vos elegiste, por supuesto.

-¿Vos decís que solo a mí me gusta? ¿Vos creés que si ponés Sinagogas con candado eso no prende comercialmente? Yo tengo mis serias dudas. Pero, por otra parte, considero que lo que al final encontré como La matanza negada está bien porque es más agresivo que lo otro. Y Sinagogas con candados tiene un dejo de tristeza y de melancolía. Pero yo a mi libro no lo quiero melancólico y triste.

-¿Cómo lo querés, entonces?

-Es un libro de denuncia. Estoy diciendo de algo gravísimo que pasó de un estado nacional y de una sociedad que niega un crimen. Yo lo hice con esa pulsión. Una pulsión de combate. Entonces, Sinagoga con candado tiene un poquito de lágrima. En eso estoy de acuerdo.

-Por eso mismo, el título que quedó tiene más punch. Es más Abraham.

-Y además la bajada que dice “autobiografía de mis padres” creo que es un pequeño hallazgo editorial y literario.

-Ya que estamos hablando de lo que ocurrió en Rumania y de la cuestión judía, ¿viste Oppenheimer?

-No vi Oppenheimer. Supongo que la voy a ver cuando la pasen en alguna plataforma. Pero el “tema Oppenheimer” yo lo estudié bastante cuando escribí La máscara Foucault.

-¿Cuál es la relación puntual?

-Allí tengo todo un capítulo sobre el concepto que pergeñó Foucault que se llama el intelectual específico y dio el ejemplo de Oppenheimer. Hay un libro que no es este de los autores que ganaron el Pulitzer (Prometeo americano) sobre el que se filmó la película. Es uno anterior, de Ray Monk, que para mí es uno de los mejores biógrafos que hay. Es un libro más gordo incluso que el del premio Pulitzer.

-Ya que seguiste el tema, ¿cuál es tu opinión?

-La película, como dije, no la vi. Leí algunas reseñas. Ya tengo una opinión sobre la película no vista. Creo que gira alrededor de un Oppenheimer que fue más víctima que cómplice.

-En Prometo americano se muestra cómo, ya de niño, estudia en una escuela de ética judía. Su padre y su entorno eran de judíos muy progres. Oppenheimer era muy lector desde chico y termina teniendo algún tipo de complicidad con Einstein, que había sufrido cosas parecidas. La cuestión judía pareciera central entre ellos.

-Sí, pero, digamos la cuestión judía, en general, en la vida de Oppenheimer, más allá de su adolescencia y de sus padres judíos progres, en realidad lo identifica mucho menos que, primero, haber sido un hombre de izquierda.

-Es cierto. Es una marca muy fuerte.

-Durante los años treinta, la guerra civil española en muchos lugares dividió a las sociedades e hizo que gente progresista apoyara a la República contra Franco. En esos momentos el comunismo y el trotskismo eran fuertes en Estados Unidos también. Pero fundamentalmente Oppenheimer es el corresponsable de la bomba atómica.

-Sí, claro, por eso se lo llamó “el padre de la bomba atómica”.

-Pero no es corresponsable de la bomba atómica, sino de haber aprobado que fuera arrojada sobre la gente. Porque, en general, lo que se dice es que la bomba atómica destruyó Hiroshima y Nagasaki. ¡No señor! No destruyó dos entidades geográficas llamadas ciudades. ¡Sobre la gente la tiraron, no sobre las ciudades! Es sobre la gente. Porque si las ciudades hubieran estado vacías, no la tiraban. La tiraron sobre la gente para crear un clima de terror. Ante la alternativa de tirarla en la bahía para que se asustaran los japoneses y se rindieran, al final decidieron tirarla sobre la gente.

-¿Cómo evaluamos el hecho, a partir de ahí?

-Eso tiene un peso que es muy grande. Uno después puede poner el acento en que el macartismo lo empezó a perseguir. Pero Oppenheimer siempre dijo que no se arrepentía de haber aprobado que arrojaran las bombas. Él dice: finalmente pensé que tenía fines pacíficos.

-¿Por qué lo dice?

-Porque el terror que eso provoca hubiera hecho pensar tanto a soviéticos como a norteamericanos la idea de una cooperación mundial para controlar las armas nucleares, gracias a que arrojaron la bomba. ¡Un delirio!

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Tomás Abraham, un filósofo frontal.

Tomás Abraham, un filósofo frontal.

-Muchos se preguntaban en estos días cómo iban a ver los japoneses el estreno de Oppenheimer, justamente ellos, víctimas propiciatorias de la bomba. Vos viviste un tiempo en Japón, los conociste. ¿Qué sensación tenés?

-Yo no soy un especialista para nada en eso. Lo que te puedo decir es que Oppenheimer tuvo mucha comunicación con los japoneses después de la bomba. Los japoneses no manifestaron, en líneas generales, una actitud de venganza. Nunca lo hicieron.

-¿Qué recordás de tu experiencia allá?

-Yo, cuando viví ese corto periodo en Japón, daba clases de lenguas en un instituto. Tenía alumnos japoneses, claro. Y era muy joven. Venía del Mayo del '68, o sea, si no provocaba algo, me aburría.

-Como ahora… (risas)

-Más o menos… Entonces, en las clases de inglés avanzado que yo daba, les puse dos palabras con la letra H para que ellos me dijeran lo que pensaban. Una era “holiday” y la otra era “Hiroshima”.

-¿Y qué respuesta hubo?

-Con las dos palabras, como ellos siempre sonríen, me sonreían todo el tiempo. Primero me dijeron que “holiday” era algo que no entendían del todo.

-¿Culturalmente no entendían?

-Culturalmente, claro, porque ellos trabajan más los domingos que los lunes. Y en cuanto a “Hiroshima”, absolutamente nada me dijeron. Con esto quiero decir: ¿cómo podemos nosotros entender que Japón sea el principal socio de los Estados Unidos en la posguerra?

-¿Cómo?

-Algo pasó. Algo pasó. Y no es que los japoneses hayan vendido su alma nipona a los Estados Unidos. Siguen siendo tan japoneses como siempre, tienen una cultura refinadísima, que no la olvidan y la mantienen; son conservadores, etcétera. Pero no sé muy bien porqué ellos han aceptado una situación y, sobre eso, construido una nueva nación.

-Volvamos a tu diario de pandemia que es, entre otras cosas, una reflexión sobre el paso del tiempo, sobre la vejez. Se percibe, de entrada, la sensación de que, en ese momento, se te han venido los años encima. ¿Tu estado de ánimo respondía simplemente al calendario, a que te hubieras jubilado como profesor, a la cuarentena o a una combinación de todo eso junto?

-Son esas cosas que uno no sabe. ¿Qué pasó? No sé qué pasó. El asunto es que, en un momento dado, me imagino que la cuarentena me enfrentó con un tipo de temporalidad que yo desconocía.

-¿Qué temporalidad?

-Una, es que todos los días son iguales y, sin embargo, cada día es tremendamente dramático. O sea, que no resulta aburrido, porque es todo igual sin monotonía. Era muy raro eso.

-Fuera de categoría…

-Claro, porque estábamos viviendo una situación límite. Cada día vos contabas cuántos muertos había. Y cada día vos contabas que no te pasase nada porque no te iban a atender en un hospital, más todavía si sos un tipo viejo o, como decían en esa época, adulto mayor.

-(Sonrisas) La etiqueta del momento.

-Entonces era muy dramático. Por otro lado, es cierto que yo me jubilé de las clases en la universidad. Pero eso no me importaba porque yo ya estaba hecho con la universidad.

-Además, ya habías abierto un montón de frentes de laburo.

-Claro, habíamos hecho nuestro seminario online y otras cosas. O sea, mi actividad de tipo docente no terminó. Pero, de alguna manera, dejé de tener contacto presencial con gente.

-¿Por qué?

-Porque mi contacto con el mundo es a través de la enseñanza y por la escritura. Pero la escritura es una labor muy solitaria. Y, por el otro lado, con los años, con la vejez, el cuerpo se deteriora.

-Inevitable.

-Claro. Los órganos no son los mismos, no funcionan igual. Así que, en un momento dado, me di cuenta de todas esas cosas. No me sentí viejo. Yo no me siento viejo. Pero el cuerpo me absorbía más atención.

-¿Qué tipo de atención?

-Yo soy también ama de casa. Voy a la verdulería, voy a la frutería, voy a la carnicería, o sea, con mi mujer nos distribuimos las tareas. Entonces, voy a la verdulería ¡y después paso por la farmacia!

-Obvio.

-¡En mi vida, nunca formaba parte de mi rutina pasar por la farmacia! Sin embargo, ahora, la farmacia es como la verdulería, la carnicería, etcétera. Bueno, esas cosas suceden y, después, la cédula también te habla.

-Perfecto, pero ¿de qué manera te habló la cédula, entonces?

-Yo no me sentí viejo, pero tuve algunos cimbronazos, incluso.

-Como una operación a corazón abierto, nada menos.

-Y, sí. Al final del diario lo cuento brevemente. Mientras uno vive, piensa en la vida. Eso es así.

-Recién aludimos a Japón, que tiene un respeto por los viejos y a partir de tu libro cabe preguntarse si hay una gerontofobia. Es un gran tema del mundo. ¿Qué opinás? ¿Nos van a discriminar finalmente, nos van a mandar al fondo a la derecha? ¿Se reedita el Diario de la guerra del cerdo, de Bioy?

-En la plataforma de La Libertad Avanza, de 52 páginas, está reducir drásticamente el presupuesto de salud destinado a los enfermos terminales porque es inútil invertir en eso. Está también dejar de indexar las jubilaciones actuales para que se vayan reduciendo los montos jubilatorios y, por supuesto, eliminar todas las jubilaciones no contributivas.

-Todo un pronunciamiento.

-Es decir, hay un pensamiento sobre el exceso de gasto destinado a la gente de edad avanzada, ya que hablamos de “libertad avanza”. Es gente de libertad avanzada (risas). Incluso, en su plataforma, dice que hay una injusticia generacional por la cual ¡los jóvenes deben trabajar para el bienestar de los viejos!

-¿Entonces?

-Entonces, claro que hay un tema así. Es un tema global por el déficit de las cajas, porque hay mucha desocupación, etcétera, etcétera. Si esto se va a convertir en una especie de eutanasia planetaria, no tengo idea. Pero yo ya estoy organizando los pelotones violentos de viejos, que vamos a salir a la calle armados.

-(Risas) Contá con nosotros. Otra cosa que llama mucho la atención, leyendo el diario, es tu relación, en Colonia del Sacramento, con los animales y el campo. Estás rodeado de bichos: seis burros, gallinas, gansos, pavos reales, etcétera. ¿Para qué tantos si, encima, no te comés ninguno?

-A mí me gustan. Me gusta mucho verlos.

-¿Pero para qué están ahí?

-Bueno, pues, yo tengo una granja ahí. Hice de un campito una granja. Y escuchame una cosa. Vos estás en medio del campo, ¿qué haces? ¡Nada! Es decir, si yo no tengo los animales a los que veo, ¿con quién hablo?

-¿Pero por qué seis burros! ¡Seis!

- ¡Ah, porque yo quería tener burros hace mucho tiempo! A mí me gustan mucho los animales y a los burros les tengo gran respeto. Han sido muy importantes en la historia de la civilización. Llevaron a Jesús y a San Martín. Ya con eso basta.

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Una de las últimas publicaciones de Abraham: Diario de un Abuelo Salvaje.

Una de las últimas publicaciones de Abraham: Diario de un Abuelo Salvaje.

-También queda claro que disfrutás mucho tu rol de abuelo. ¿Qué es lo que te han enseñado tus nietos, qué aprendiste gracias a ellos? ¿Y cómo viviste la cuarentena, porque al principio no los podías ver?

-No es que mis nietos me enseñen nada. Yo, simplemente, los miro. Es como con los animales, algo bastante parecido. Hay algo que me atrae mucho de eso. ¿Podemos llamarlo inocencia? O sea, yo sé que existe Freud, que descubrió que los chicos son lo peor que hay, que se quieren coger a la mamá, que quieren matar al papá y todo ese tipo de cosas (risas).

-¿Qué te atrae, entonces?

-Hay algo que a mí me gusta. Me sale de adentro franelearlos y verlos cómo miran, cómo responden. Es decir, no posan, que es algo inevitable cuando uno se vuelve más grande y se empieza a hacer a la imagen de los otros, de cómo te miran. Y a los chicos es como que no les importara cómo los miran. Ellos, para conseguir las cosas, tienen otro tipo de trampas.

-¿Qué te pasó, por lo tanto, en la pandemia?

-En la cuarentena sufrí bastante, como todos, el no poder verlos, el no poder reunirnos. Digamos que tampoco veía a las hijas quienes, pobrecitas, también tienen que ver. Y hubo muchos momentos en que nos juntábamos al aire libre, en las plazas, sin tocarnos. Todo eso, por suerte terminó y tengo contacto con ellos.

-¿Qué tipo de contacto?

-Me divierte mucho, aunque no hago nada porque yo soy un abuelo bastante inútil. Es decir, no les cuento cuentos, no sé jugar a nada, no me gusta armar cosas. Soy un desastre con los rompecabezas y todas estas cosas que ellos hacen. No sé dibujar. No sé hacer nada. Pero, bueno, yo me las arreglo de algún modo para no ser un plomo.

-Encima les cantás María Elena Walsh cuando los tipos escuchan rap, trap y todas esas cosas tremendas.

-(Ríe) Ya me falta público para cantar María Elena Walsh. Directamente, cuando les pregunto ¿quieren que les cante algo?, hay un griterío diciendo ¡no no, no! (risas).

-Le vamos poniendo el moño a la charla con un mensaje simpático de un colega, Oscar Pinco, que dice: “¡Mi abuelo también era nacido en Rumania y yo vivía en Versalles, frente a Ciudadela, donde su familia tenía su fábrica de medias”. Esto último es central en tu vida, ¿no?

-Sí. Forma parte de mí. Fue una época bastante difícil para mí trabajar en la fábrica. En realidad, yo no me preparé para trabajar ahí. ¡Yo me preparé para no trabajar en la fábrica! (risas) Y en un momento dado estuve bastante tiempo ahí junto a mi viejo y junto a todo el mundo.

-Aun así, ¿qué te dejó esa experiencia?

-Eso lo rescato para mí como una fuente de vida y de pensamiento. Yo viví ahí experiencias que, en general, los profesores de filosofía o los intelectuales no viven, que es el contacto permanente con la gente de laburo laburo, es decir, la gente que todos los días va a las seis de la mañana y que tiene conflictos, cosas muy dramáticas. Yo viví la decadencia de una empresa, viví desde los Montoneros hasta Menem, llegando hasta el 2001. Vi todo lo que pasaba en ese micromundo.

-¿Qué tipo de pequeño mundo es ese?

-El micromundo de una fábrica no es el micromundo de la universidad. Es un micromundo que refleja el mundo, no que lo niega como la universidad. Entonces allí yo me sentí aprendiendo muchas cosas, ¿no? Muchas cosas.

-Finalmente, una pregunta clave. En tu diario decís que, más allá de sus sistemas y tratados, "los filósofos son interesantes por algo, no por todo". Ok. ¿Cuál es ese "algo" de Tomás Abraham? ¿Qué creés vos? ¿Y qué pueden creer tus lectores y/o alumnos?

-Evidentemente, esto es algo que pueden decir los lectores. Es muy difícil que un autor juzgue su propia obra porque todo lo vale. Todas las botellas arrojadas al mar se equivalen, ¿no?

-Sin embargo, alguna intuición tendrás.

-Está bien. No me voy a hacer el coqueto. Si yo tuviera que seleccionar un algo de mi trabajo escrito y hasta de mi labor de profesor, algo que me parece de valor, es el estilo directo, frontal, enérgico; un pensamiento en crudo; un decir lo que se piensa sin ningún tipo de intermediación, de mediadores; sin ostentación de citas, de bibliografía.

-Un pensamiento en crudo, directo. Está muy bueno.

-Todo se digiere. Y se digiere mucho para que pueda segregar un pensamiento propio. No dar rodeos.

-Ir al grano…

-Si a uno lo que más le gusta es la molleja y se hace un asado, entonces nada de preliminares. Un choricito, un pedazo de vacío, una molleja, una ensalada, un morrón relleno, una papa, etcétera. Pero lo primero es la molleja, lo que más gusta. Hay que ir directo al grano. No reservar, no crear falsos suspensos, que no los hay.

-En definitiva, un Tomás Abraham de una sola pieza.

-Se trata de eso: una forma de expresarse fuerte y directa. Decir lo que uno piensa. Y aquel que lo recibe, mi lector, mi oyente, mi auditor, que sienta que está recibiendo lo que alguien piensa. Y hasta tal punto, que lo está recibiendo mientras lo está pensando. Es decir, yo siempre quise entregar algo que no sé del todo, en que hay una parte que ignoro, porque ahí es donde se exhibe con mayor fuerza el pensamiento como dificultad.

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