Historias de vida

La soledad no es un cáncer terminal: las mujeres en pantuflas y viendo Netflix también somos felices

El problema es creer que hay un solo modelo, que todas tenemos que entrar en ese vestido y que si no te cierra, te tenés que clavar una faja o zambullirte en la dieta keto

Parece increíble, pero es cierto: promediando la primera veintena del siglo XXI, todavía hay mujeres que siguen creyendo que la soledad equivale a un cáncer fulminante y que no tener pareja después de los 40 es el principio del fin de la vida.

Los estereotipos nacieron con nosotras y en desandarlos a algunas se les va la vida.

Para echar luz sobre si la soledad es verdaderamente una tragedia o puede ser sinónimo de una libertad conquistada, en esta nota hay intervención de amigas, de psicólogas, de compañeras de trabajo y hasta de un personaje de ficción: Fernanda, la psicóloga de la protagonista de “Envidiosa” la serie que la rompe en Netflix y trata justamente de cómo el mandato de tener una pareja a como dé lugar nos puede arruinar literalmente la vida.

Los estereotipos que nos parieron

“Cuando vos puedas armar un mundo que te guste, que puedas defender, que te parezca hermoso, que te parezca bello, ahí te va a importar menos el resto”. Esto es lo que le dice Fernanda, la psicóloga de Victoria, en el capítulo 1 de la serie Envidiosa, que últimamente es de las más vistas de Netflix. Victoria es una mujer de casi cuarenta años y está desesperada por casarse, porque no casarse implica quedarse sola y que nadie la elija.

Esta sensación es la que vivimos muchas de las mujeres criadas a pura novela rosa de los 90’: Somos de esa generación en la que si ya a los 19 o 20 años no pegabas un novio, podía ser el comienzo de una tragedia. Así que cuando te aparecía una chance había que aprovecharla. Porque sino estabas expuesta a las siguientes hipótesis:

  • Pobrecita, así como es no la va a querer nadie.
  • ¿No será lesbiana?
  • Va a tener hijos de vieja, si es que los tiene
  • Bueno, al menos alguien se va a quedar a cuidar a los padres.

Todo esto le impidió a mis compañeras de generación entender que para estar con alguien, primero teníamos que estar con nosotras mismas.

Solo que entenderlo a veces nos ocupa 30 de los 80 años que más o menos puede durar una vida.

Todo lo que hicimos para no estar solas

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Todo lo que hicimos para no quedarnos solas: hoy seguramente nos da vergüenza recordarlo. Pero ninguna resiste a un archivo.

Todo lo que hicimos para no quedarnos solas: hoy seguramente nos da vergüenza recordarlo. Pero ninguna resiste a un archivo.

Algunas hicimos este proceso al revés. Creímos que el secreto era adaptarnos a la vida de otro para no quedarnos solas y así arruinamos parejito las relaciones con cuanto marido, novio, amante o amigo con derechos pasaba por nuestra vida.

Les hicimos de psicólogas, enfermeras, madres, maestras, buscadoras de medias sin par, reposteras, avezadas intelectuales expertas en sus temas, les hicimos el baile del caño, nos disfrazamos de odaliscas, de mujeres fatales, nos pusimos en millones de situaciones que en las que ahora nos dan vergüenza ajena –o propia- haber estado.

Y el secreto estaba en construir un mundo propio que pudiéramos defender. Pero no nos dimos cuenta a tiempo.

Sin embargo, algunas nos pasamos diez pueblos. Armamos ese mundo y lo blindamos. Y ahora no pasa nadie. Nos metimos en un búnker maravilloso, pero infranqueable.

Y nos volvimos un poco adictas a la soledad que supimos construir.

Échale la culpa a Disney

Está bien, convengamos que tuvimos de donde aprenderlo todo mal.

Todos los males comenzaron por la trilogía que veíamos las niñas de los 80’ y con la que empezaba a entrar en nuestros pequeños cerebros el mito venenoso del amor romántico: La Cenicienta, La Bella Durmiente y Blancanieves.

Hay que empezar a desandar los mitos para encontrar las realidades. En las tres películas, las mujeres son enemigas de otras mujeres, primer veneno en nuestras mentes.

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Tumbarse a esperar la salvación: en eso consistía la fórmula del amor romántico para las que crecimos con los cerebros formateados por Disney

Tumbarse a esperar la salvación: en eso consistía la fórmula del amor romántico para las que crecimos con los cerebros formateados por Disney

En las tres a la dama la salva un señor: de la muerte y de tener que limpiar la casa, que es más o menos lo mismo.

En todas, las buenas eran lindas y las malas feas. Nos la creímos.

En todas, bastaba con ser bella y echarse a esperar, porque cuando llegaba el correcto, hasta la vida te devolvía.

En la vida real, el príncipe era un contador, un médico, el accionista de una empresa y en esa liga jugaban las que se parecían a Cinderella.

Las demás bajábamos de categoría y al final, ya no importaba: había que encontrar a un partener a cómo diera lugar.

La cosa era no bailar sola.

No ser el descarte, no ser la amiga de la protagonista de las historias de amor, que casi siempre se trata de un personaje poco agraciado y que se contenta con vivir la felicidad de la otra.

Es una carrera loca en la que fuimos probando y descartando y en ese ejercicio aparece de todo: vagos, psicópatas, narcisistas necesitados de una espectadora, tipos que te van a bajar la luna o algunos que ya entran en categorías indescriptibles.

Disney nos mintió: asumámoslo.

Las mujeres maceradas en ese jugo tóxico hemos estado permanentemente en peligro. A veces 100% conscientes. Otras no tanto.

Zafar del mandato era casi un milagro al que algunas no accedimos fácilmente.

El vestido talle único

Para no ser tan taxativa, para algunas el modelo funcionó. Les quedó pintado y eso es genial. Acá no se trata de afirmar que haber pasado por todos esos y haber podido armar nuestro propio mundo es el camino correcto.

El camino correcto es el que te da satisfacción.

El problema es creer que hay un solo modelo, que todas tenemos que entrar en ese vestido y que si no te cierra, te tenés que clavar una faja o zambullirte en la dieta keto para subirte el cierre.

A mi, por ejemplo, el vestido de la familia tipo, de la casa con el perro y las macetas con malvones no me entraba, nunca me entró.

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Alguien nos hizo creer que teníamos que entrar todas en el vestido talle único y ahí anduvimos lidiando para entrar todas en el mismo modelo.

Alguien nos hizo creer que teníamos que entrar todas en el vestido talle único y ahí anduvimos lidiando para entrar todas en el mismo modelo.

Un día me encontré recién casada, armando un jardín. Primero hubo que picar la tierra, después prepararla, comprar las semillas del césped, tratar de que los pájaros no se las comieran, cercarlo para no pisarlo, regarlo por aspersión, todo un trabajo artesanal. Hasta que lo logramos: un día, unas finas hebras de pasto tierno comenzaron a asomarse en la tierra.

¿Lo logramos?

De repente regar ese pasto, cuidarlo, no pisarlo, no me emocionaba para nada. Estaba regando el jardín de otra que no era yo.

Quise salir corriendo y de hecho lo hice, pero después volví.

Volví porque los mandatos crecen al revés que el pasto tierno: están tan arraigados en la tierra que arrancarlos a veces cuesta la vida entera.

Ese fue el comienzo de su sinfín de eventos desafortunados. Quise, pero nunca pude entrar en ese modelo.

Así como yo, vi pasar a muchas mujeres, con el vestido mal prendido, con el cierre a punto de estallar, o demasiado largo, o demasiado sueltos, o demasiado incómodos.

Conocí a una mujer que ponía la alarma del teléfono a las 22, porque esa alarma le recordaba que tenía que volver a su casa, a una casa que a hasta las 22, no la interpelaba.

Conocí a otra que en medio de una borrachera me confesó que solo se había casado y tenido hijos porque su entonces pareja se lo había pedido, porque lo que ella quería, su deseo más profundo, era viajar.

Me crucé con muchas, muchísimas lidiando con entrar en el vestido talle único.

Y otras que aunque renegaban de usarlo, en el fondo solo hubieran querido entrar en él para no volverse polémicas, para hacer feliz a su entorno, para ser aprobadas. Pero no lo consiguieron.

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La chica que trababa las ventanas

En este periplo de perderme y encontrarme tantas veces, al fin me di cuenta que disgustada con la realidad no podía vivir y me quedé sola.

El primer día que estuve sola, trabé las ventanas con unas maderas viejas, puse un sillón en la puerta, me quedé despierta toda la noche escuchando ruidos inexistentes. Lloré y solo tuve miedo.

El tema era miedo a qué.

¿A que entrara un ladrón, a la muerte, al fracaso?

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El miedo a quedarnos solas, a veces no es más que el miedo a nosotras mismas.

El miedo a quedarnos solas, a veces no es más que el miedo a nosotras mismas.

Yo creo que me tenía miedo a mi. Pero eso lo descubrí como 20 años después.

Nada me pareció más espantoso que esa soledad de estar conmigo misma y no saber qué hacer. Tenía que defenderme más de mi adentro que del afuera, pero yo creía que la soledad era un animal salvaje que me acechaba para matarme.

En ese tiempo, tenía la certeza de que estar sola era un cáncer para el cual no había tratamiento posible. Era solo acurrucarse y esperar la muerte.

Desde ese día y hasta ahora, debo haber sido 100 mujeres distintas.

Pero si hoy pudiera volver a una de ellas, volvería a la chica que trababa las ventanas y la abrazaría muy fuerte. Después le mostraría otros capítulos que vivimos y quizás lloraríamos juntas. Pero después nos reiríamos a carcajadas.

La salida es hacia adentro

La verdad es que no sé si esta fórmula funciona para todas. Algunas no quisieron, no pudieron o no tuvieron la necesidad de hacerse estos planteos, porque como ya lo dije antes, el vestido talle único les quedó bien.

En cambio otras, después de dar miles de vueltas tratando de encontrar la salida del laberinto por afuera, nos dimos cuenta de que la salida era exclusivamente hacia adentro.

Darse cuenta de esto no es fácil ni poco doloroso, pero es un viaje de ida: ya no se puede volver atrás.

Implica dar por fracasadas las ideas estereotipadas de familias felices y aprender a pensar en el propio deseo.

A mi me fue más fácil pensar primero en lo que no quería:

  • No quería convivir con nadie
  • No quería ir a almorzar con una suegra los domingos.
  • No quería alternar con amigos de otra persona.
  • No me parecía un triunfo plantar césped y verlo crecer.
  • No quería dar explicaciones.

No quería encajar en el mundo de otros porque nunca jamás había intentado armar el mío propio. Entendí que yo también podía elegir, y que elegía estar sola.

En serio que entender que la soledad puede ser una elección, y una desgracia que te toca como quien va caminando y de repente se le cae una maceta en la cabeza, es una revelación, una epifanía.

Elegir que ya no querés entrar en ese vestido, que te hartaste del ayuno intermitente, que no necesitás trabar las ventanas si no bucear en el fondo de tu propio mar, es una revelación.

Está bien, no voy a negar que puede volverse adictivo. Pero ser la vieja de los gatos es una figura que no me disgusta para nada.

De repente me parece un planazo estar conmigo misma. Pasarme el fin de semana durmiendo. Servirme café. Caminar sin tiempo. Meterme a la cama a ver series. Hablarle a mis gatos. Pasar de querer solucionar el mundo solo ver memes en las rede sociales.

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Al menos yo aprendí que el único camino para salir del laberinto era entrar en él.

Al menos yo aprendí que el único camino para salir del laberinto era entrar en él.

Estar sola me enseñó a dimensionar a la gente que quiero que me acompañe y a la que quiero acompañar.

Estar sola me dio la posibilidad de elegir.

Me llevó 49 años entenderlo y abrazarlo.

La única certeza que tengo hasta el momento, es que la salida es hacia adentro.

Tanto, que me tatué esa frase en el plexo solar, para no olvidarme nunca de que aprenderla me salvó la vida.

Gracias a las psicólogas que inspiraron mi nota: Nancy Caballero, Bibiana Vangieri y Fernanda, la atribulada psicóloga de "Envidiosa"

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