A la guardia del hospital Notti llegaron, llegan y seguirán arribando niños volando de fiebre, niños con vómitos y niños retorciéndose por algún dolor. Incluso con quebraduras o heridas. Nada fuera de lo habitual. Lo raro sucedió el 27 de agosto de 1997 cuando un pequeño de 3 años ingresó con un cuchillo clavado en la cabeza, más precisamente en la sien izquierda.

Ese día era miércoles. Arturo Lafalla gobernaba Mendoza y el desaparecido banco BUCI había reabierto sus puertas como el CorpBanca de capitales chilenos. Los crímenes del fotógrafos José Luis Cabezas y de la joven catamarqueña María Soledad Morales seguían impactando desde la televisión y los diarios.

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En Las Heras, más precisamente en el barrio 7 de Mayo, había chicos por doquier. Jugando. Corriendo. Tramando alguna travesura. Porque la hora de la siesta es para eso, para hacer algo fuera de lo común.

Una mujer gritó ¡Auxilio! y todas las miradas apuntaron a la casa 9 de la manzana B hasta que se encontraron con Laura Morales, una joven madre de 19 años que cargaba en sus brazos al más chico de sus niños. El Lalo.

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Algo gravísimo había pasado con el pequeño. Se intuía en el pedido desgarrador de la mujer que corría con el niño desmayado en brazos. ¡¡Llamen una ambulancia, por favor!!, se alcanzó a escuchar entre tantos gritos, alaridos y sollozos desesperados.

En la base operativa del Servicio de Emergencia Coordinado (SEC) recibieron el clamor de auxilio con absoluto profesionalismo y armaron un operativo descomunal.

El paciente era Gerardo Daniel Morales, de 3 años, y tenía un cuchillo criollo enterrado en la sien izquierda hasta el mango de madera. Estaba inconsciente y respiraba con cierta dificultad.

La ambulancia interno 95 del servicio estatal de emergencias sanitarias voló hasta la casa del niño con médicos y enfermeros a bordo. Eran las tres y cuarto de la tarde.

Cinco patrulleros policiales participaron de las maniobras de apoyo. Unos abriendo paso para que el vehículo médico llegara a la casa del niño lo antes posible; otros despejando el camino para que la ambulancia circule rápidamente con destino al hospital Notti.

El salvataje fue velocísimo. Al niño lo subieron a la camilla, la camilla fue cargada en la ambulancia y ésta viajó por la Costanera en dirección al sur hasta empalmar con el Acceso Este. Al centro médico ingresó por la calle Bandera de los Andes.

Las sirenas encendidas, el destello de las balizas y el despliegue de las motos policiales llamó la atención de muchos que horas más tarde se enterarían de la historia de Lalo.

A las 15.50 el niño ingresó a la guardia. Le habían cubierto el rostro con vendas. Quienes lo vieron en ese corto trayecto que va del estacionamiento a la sala de primeros auxilios todavía no pueden creer semejante panorama propio de una película de terror.

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En la zona había padres de otros niños. Otros pequeños con afecciones leves. Uno que otro médico y uno que otro acompañante o pariente esperando algún parte médico. Una cosa había sido escuchar que estaban trayendo a un niño accidentado y otra muy distinta e impactante fue ver a Lalo Morales acostado en una camilla y con un cuchillo clavado en la cabeza.

El equipo de la guardia monitoreó al niño rápidamente y concluyó que no corría peligro, al menos analizando parámetros básicos como oxígeno en sangre, superficialidad de la herida, tensión arterial y ritmo cardíaco. ¡Y todo eso teniendo extremo cuidado de no tocar el cuchillo para no agravar el cuadro!

Determinar si el cuchillo le había causado algún daño cerebral era indispensable. Pero antes había que trazar un mapa de la cabeza del niño y situar la exacta ubicación del objeto. Entonces, Lalo Morales fue llevado a la Escuela de Medicina Nuclear, donde le hicieron una tomografía computada con equipos de última generación.

A esa hora, en el barrio 7 de Mayo se investigaba cómo el niño apareció con el cuchillo atravesado en la cabeza. Todas las miradas apuntaban a la pareja de la madre, quien juró que fue accidental.

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La exploración por imágenes practicada al niño reveló que el cuchillo había penetrado la masa cerebral unos pocos milímetros y ayudó a los médicos a planificar la cirugía para extraerlo sin causa daños ni lesiones.

El prestigioso neurocirujano Carlos Pesce estuvo al frente de la cirugía, que fue exitosa tras varias horas de trabajo intenso y minucioso.

Lalo se recuperó de acuerdo al plan previsto. Mientras evolucionaba en sala de terapia intensiva primero y en sala común días después, la Policía y la Justicia analizaban las versiones cruzadas acerca de la herida al niño.

La pareja de la madre declaró que esa tarde llegó a casa con su bolso de changador y que lo arrojó por el aire hacia un extremo de la habitación donde estaba el niño.

Y que lo hizo sin darse cuenta de que el bolso estaba abierto y sin imaginar que el cuchillo saldría despedido y lesionaría a Lalo de ese modo.

Vecinos y parientes del menor de edad manejaron otra hipótesis. Cruel, por cierto. Que Lalo había sido atacado en la casa familiar. "No queremos otro caso Yoryi", gritó una mujer en referencia al niño Yoryi Godoy, muerto por el padre con la complicidad de la madre un año antes en Guaymallén.

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Con final feliz

Lalo se recuperó rápidamente y su mejoría fue un bálsamo para la sociedad mendocina, todavía entristecida por el caso Yoryi.

En su cama de hospital comió gelatina de naranja con una cucharita desechable y cuando le quitaron el suero se despachó varias mamaderas de leche. Todo en compañía de la madre. Rodeado de algunos juguetes.

Con los ojazos negros bien abiertos y atento a todo: a los médicos, enfermeros, demás pacientes y a una que otra visita inesperada y fugaz a quien le dedicó la mirada de la fotografía que se publica a continuación.

Y con un vendaje envolviéndole toda la cabeza, ya por fin despojada del peligroso objeto cortante.

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Sonriente. Así lo encontró Diario UNO, que publicó en la tapa de la edición del 30 de agosto de 1997 una de las fotos más esperanzadoras de su historia.

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