"Amado hasta la locura por las mujeres, mirado con recelo por los hombres, Bernardo de Monteagudo ocupó un lugar brumoso en el parnaso de los próceres americanos", se explica en el libro El Diablo, la última novela histórica de Florencia Canale.
"Amado hasta la locura por las mujeres, mirado con recelo por los hombres, Bernardo de Monteagudo ocupó un lugar brumoso en el parnaso de los próceres americanos", se explica en el libro El Diablo, la última novela histórica de Florencia Canale.
Tal vez no haya otra forma mejor de definir a esta figura histórica que, a pesar de su relevancia, no se la suele recordar. Canale, en esta novela vuelve a posicionar sobre una figura masculina para narrar algunos de los hechos que marcaron la historia argentina.
- Dejamos, en parte, a las mujeres de la historia y te centrás en un hombre ¿por qué?
- ¿Y por qué no? Esta es mi undécima novela, sí, claro, las últimas 4 fueron dedicadas a mujeres, pero las anteriores fueron de varones. Cuando elijo al héroe o heroína de quien quiero escribir lo hago por la vida que llevó adelante, por su recorrido, por el dramatismo o la tragedia de su historia personal.
- Igualmente, Monteagudo, como las mujeres de las que has escrito antes, tampoco es muy recordado hoy ¿qué fue lo que te atrajo en traerlo de regreso?
- En el caso de Monteagudo, ha sido olvidado o silenciado o ignorado. Me pareció fascinante su historia: un hombre de origen humilde, hijo de una esclava mulata, mulato él, que pudo sobreponerse al racismo imperante y ocupar sitios de poder. Además de su fama de conquistador empedernido.
- ¿Por qué Monteagudo es el héroe imposible?
- Precisamente por, entre otras cosas, por su origen. A pesar de eso, estudió en Chuquisaca, se recibió con honores, pudo trascender ese obstáculo ya que era casi imposible que un joven pobre y mulato estudiara en ese sitio. Pudo sobreponerse, ascender socialmente (algo impensado a principios del XIX), convertirse en el editor de la Gazeta de Buenos Aires, trabajar al lado de los Libertadores de América, de Juan José Castelli. Fue parte de la Revolución de Chuquisaca un año antes de la de Mayo. Destaco algunas situaciones, que en otro caso hubieran servido para posicionar a cualquier hombre en un lugar de privilegio, pues a Monteagudo le resultó diferente aunque no decisivo. Pudo contra todo; no contra la muerte que lo encontró demasiado joven.
-En el libro contás que Remedios de Escalada le fue infiel a San Martín con Monteagudo. Anteriormente ya lo habías mencionado en tu anterior libro. ¿San Martín lo llegó a saber?
- San Martín no llegó a enterarse de esta infidelidad, sí de otras. Por eso la envió de regreso a Buenos Aires.
- En tu libro se deja ver que Monteagudo era una figura complicada, no todo el mundo lo quería e incluso hasta hoy se podría decir que su figura molesta ¿Estás de acuerdo?
- Claro, fue un hombre inasible, difícil de clasificar. Una suerte de killer al servicio de la revolución. Monteagudo fue el primer revolucionario, defendió sus ideas a toda costa, nunca estuvo dispuesto a negociar.
¡A confiscar todo lo que se pueda! Caballeros, ¡aquí no queda nada! —ordenó, iracundo, don Joaquín Belgrano.
A ninguno de los allí presentes se le ocurrió vacilar. So- plaban vientos de furia en Buenos Aires. Las contrariedades entre las dos facciones de la Logia Lautaro se habían con- vertido en una guerra sin cuartel. Habían dejado de discutir estrategias, prefirieron ejecutar un golpe.
El 3 de abril de 1815, el general Ignacio Álvarez Thomas se había sublevado en la posta de Fontezuelas1. Envalento- nado, el Jefe del Ejército había enviado un comunicado al Cabildo y al Director Supremo, anunciando que, si este no dimitía, se vería obligado a reunirse con las fuerzas que res- pondían al oriental José Gervasio Artigas para avanzar sobre Buenos Aires, y así liberarla del tirano Carlos María de Alvear. La ciudad —controlada desde la distancia por su otrora dilecto camarada, José de San Martín— se había plegado a la revuelta y al joven Director de 25 años no le había queda- do otra alternativa que renunciar. Y con él, cayó también la Asamblea que se había instalado en 1813. Uno de los más fervorosos propulsores de aquella junta había sido Bernar- do de Monteagudo. La facción de Alvear fue perseguida y encarcelada.
Los comisionados entraron a la casa de Monteagudo li- derados por el Alcalde de primer voto del Cabildo y próspero comerciante, don Joaquín Belgrano. Debían deshacerse de todo, que el reo bien guardado se encontraba.
—Pero estas habitaciones difieren completamente de lo que nos anunciaron —murmuró uno de los oficiales.
Habían recibido la orden de que debían hacerse de la cuantiosa fortuna que escondía el tribuno de Chuquisaca en su casa.
—¡Dejen de perder el tiempo y comiencen con la pesqui- sa! —gritó Belgrano y se secó el sudor de la frente.
Monteagudo vivía modestamente. Nada más lejos de lo que decían sus enemigos políticos: que aquel arribista era de temer, que la codicia lo pintaba por entero, que lo único que quería era acomodarse, tránsfuga, negro, impostor y ladrón. Belgrano miró a su alrededor. Los muebles daban lástima. Lo remitían a una celda de monasterio más que a una casa de familia. Abrió algunos cajones, más desiertos que un páramo; ni un céntimo escondido, ni una saca encubierta. Hizo un inventario veloz, con ese mobiliario no llegaba a los 200 pesos.
Se acercó al modesto ropero de madera tallada. La puer- ta chirrió al abrirla. Don Joaquín bufó impaciente, despreciaba la desidia. Le resultó extraño que el dueño de casa, con la fama que se había ganado, hubiera vivido en semejante precariedad. Y volvió a decepcionarse. El vacío de allí aden- tro encegueció su mirada. Esperaba encontrar alguna de las ropas que gustaba de ostentar el jacobino. Pero nada.
—¡Señores! ¿Pero qué ha pasado aquí? ¿Cómo es posible que esto parezca tierra visitada por Atila?
—¿Habremos llegado tarde, usía? —se atrevió uno de los oficiales.
Seguían sin entender qué había sucedido en la morada de Bernardo de Monteagudo. Continuaron con la requisa, los oficiales se dirigieron hacia la biblioteca que albergaba varios libros.
—¡Nómbrenme a uno y cada uno! —reclamó Belgrano.
—Con toda seguridad aquí encontraremos algo.
A viva voz, fueron dando el título y autor de la corta lista de publicaciones. Don Joaquín Belgrano se sentó en la úni-ca silla que había y desplegó el papel sobre la mesa. Mojó el plumín en el tintero y esperó con la frente en alto; ahora sí dejarían a ese demonio sin fuerza, masculló.
—¡Hay algunos en francés, inglés y latín, usía! —vocife- raron sin entender lo que leían. —El resto en español.
Fueron armando el inventario: había libros de filosofía, historia, política. El primero que arrojaron al baúl confisca- torio fue Reflexiones sobre la revolución francesa, de Edmund Burke, siguieron con uno de los tomos de Historias, del helé- nico Polibio, el Tratado de la Legislación Civil y Penal, de Jeremy Bentham, la Historia de las Revoluciones Romanas, de Bertot, las Máximas de La Rochefoucauld, Elementos de la lengua in- glesa y un diccionario inglés-español; también había algunos ejemplares de la Quarterley Review, la Historia de los Progresos del Entendimiento Humano en las Ciencias Exactas, de Saverien, los Anales de Tácito, la versión francesa de Millot de Arengas de los historiadores latinos, el Espíritu de la Enciclopedia…
—¡Tenemos la Vida de Napoleón en seis volúmenes! —agregó uno de los jóvenes, como si hubiera descubierto la pólvora.
—No me cabe la menor duda, ya mismo al rejunte de libelos —Belgrano estaba convencido de que allí se encon- traba el origen de todos los males. Las lecturas del criminal debían ser desaparecidas para siempre. Quien se rodeaba de semejantes libros no podía ser considerado inocente. Cómo era posible que semejante mente diabólica recubierta en formas sucias hubiera sido instruido en Chuquisaca, farfullaba el acomodado de la familia Belgrano. Intruso, advenedizo, líder de revueltas malavenidas, negro trepador, los epítetos no le permitían hacer su trabajo.
—Don Joaquín, aquí hay una pila de libros prestados, no le pertenecen al convicto.
—Serán devueltos a sus propietarios. ¿Cuáles son? —y se acercó hacia donde deliberaban. Había un diccionario de la Academia Española con la firma de Hipólito Vieytes en la primera página, el tratado de Bentham firmado por Juan Larrea, un ejemplar de la Biblia y dos tomos del Sistema Social en Francia, propiedad de Carlos de Alvear.
Los separó para que fueran entregados a los familiares por la Comisión de Secuestros. Un murmullo y unas risas ahogadas lo distrajeron de su labor. A unos pasos de allí, los oficiales miraban con ojos desorbitados un libro de tapas marrones y leían, como podían, una de sus páginas.
—¿Qué está pasando por aquí? ¡A ver, señores, qué sucede! —en dos zancadas, Belgrano se llegó hasta donde estaban y les arrancó el libro.
Lo abrió y allí, arriba a la derecha, rezaba la firma de don Marcos Agrelo. Debajo y destacado, el título, La Biblioteca del Aretino. Don Joaquín trastabilló. Sabía bien quién era Pietro Aretino, aquel renacentista disoluto. Dio vuelta unas páginas y encontró los “Sonetos lujuriosos”. Y leyó.
—¡Esto es intolerable! Tengo arcadas ante este libro puramente obsceno —bramó Belgrano y deletreó en voz alta.
“…como gustan los sabios, contento estoy de que hagáis con la mía vuestro empeño. Agarradla con la mano, metéosla dentro: que tanto provecho al cuerpo sentiréis, cuanto con la medicina los enfermos…”
Levantó la vista y miró a los oficiales, uno por uno. Levantó el libro profano por los aires y volvió a la lectura:
“En el culo la quiero. —Me perdonará, Señora, mas cometer no deseo tal pecado, pues esto es como comida de Prelado, con el gusto estragado para siempre.”
—¡Esto es inconcebible! Porquería dirigida enteramente a enseñar todos los modos posibles de ejercer la sensuali- dad —y lo hizo pedazos, ante la mirada estupefacta de los comisionados.
Para evitar cualquier recelo, uno de los jóvenes le acercó los últimos libros que quedaban: Ars Amatoria, de Ovidio, y la Historia del Lujo. El inquisidor mayor no vio motivos para la hoguera.
—¡Seis reales y un peso para estos dos! —tazó Belgrano y aguardó a que terminaran con el censo.
Sabía que hallaría este material réprobo en casa del diablo. Confirmaba la verdad. Lo que tanto se decía, aquello que resonaba como eco de abismo, que Bernardo de Monteagudo era un seductor empedernido, que no conocía de límites, que además de su vocinglería terrorista y praxis letal, penetraba mentes y cuerpos tras fronteras inexistentes.
Mientras tanto, el joven revoltoso aguardaba entre grilletes y a bordo, lejos de allí, cualquier descuido. Hizo una última petición por medio de su apoderado, don Pablo Vázquez: que se le diera permiso para disponer de sus ropas y libros.
Algunos pocos desconfiaban de su vigilia animal. Monteagudo parecía una bestia dormida.