Todo comenzó como un juego de niños. Hugo Deans, con apenas ocho años, exploraba un bosque cercano a la Universidad de Pensilvania cuando algo llamó su atención: unas pequeñas esferas junto a un nido de hormigas. Pensó que eran semillas, así que las recogió para mostrárselas a su padre. Aquel gesto inocente fue el punto de partida de un descubrimiento que cambiaría la perspectiva de los ecólogos.
El descubrimiento de un niño que engañó a las hormigas y sorprendió a los científicos
El descubrimiento de un niño de ocho años destapó una asombrosa estrategia de manipulación entre avispas, robles y hormigas.
Su padre, Andrew, es profesor de entomología y supo al instante que no eran semillas, sino agallas de roble. Estas formaciones son tejidos que los árboles crean por la acción de algunos insectos. Lo que padre e hijo no sabían en ese momento es que esa simple observación infantil daría pie a un estudio completo, publicado más tarde en la revista American Naturalist, que redefinió ideas establecidas en las ciencias.
Un descubrimiento de manipulación triple
Cuando las avispas de las agallas necesitan un lugar para sus crías, seleccionan un roble e inyectan compuestos químicos que alteran el crecimiento de sus tejidos. El árbol, de esta forma, crea una cápsula que sirve de alimento y protección para la larva de avispa. Hasta aquí, los científicos conocían bien esta interacción entre dos especies.
El verdadero giro en la historia aparece después. Algunas de estas agallas desarrollan una especie de capuchón carnoso, de un llamativo color rosado, que resulta irresistible para las hormigas. Este apéndice contiene ácidos grasos muy parecidos a los que se encuentran en los insectos muertos, una de las comidas preferidas de muchas hormigas carroñeras.
Engañadas por completo, las hormigas recogen las agallas pensando que son alimento y las transportan hasta sus nidos. Allí, consumen el capuchón y guardan el resto de la agalla en sus cámaras subterráneas. La larva de avispa queda entonces protegida de cualquier depredador y de las malas condiciones del tiempo. Este es el notable descubrimiento: las avispas manipulan al árbol y, además, engañan a las hormigas para que cuiden de sus crías.
Andrew Deans, uno de los científicos a cargo, lo expresó con total sinceridad en una entrevista: «Lo que más me impresionó fue darme cuenta de que había pasado años estudiando insectos sin notar esta relación».
Experimentos que confirmaron la sospecha
Para estar seguros, el equipo montó una serie de pruebas que confirmaran su hipótesis. Colocaron agallas con y sin su capuchón cerca de varias colonias de hormigas y grabaron lo que sucedía. Los resultados no dejaron lugar a dudas: los insectos transportaban rápidamente las agallas con capuchón, mientras que ignoraban o abandonaban las que no lo tenían, lo que demostró el papel clave del señuelo químico en este descubrimiento.
El análisis químico fue la pieza final. Confirmó que los capuchones tenían los compuestos grasos que activan la respuesta de recolección en las hormigas. Son las mismas sustancias presentes en los insectos muertos y en los apéndices nutritivos de ciertas semillas que dependen de estos insectos para su dispersión.
Este comportamiento no es un caso aislado en la naturaleza. La manipulación química es una herramienta común en muchas interacciones, como los hongos que controlan la conducta de ciertos insectos o los parásitos que alteran a sus huéspedes. Lo que empezó con la curiosidad de un niño terminó por mostrar una de las interacciones ecológicas más complejas conocidas en las ciencias.