La novela Aguafuerte es para Simón Soto como un bastión, una robusta ciudadela donde ha concentrado gran parte de sus recursos literarios.
La novela Aguafuerte es para Simón Soto como un bastión, una robusta ciudadela donde ha concentrado gran parte de sus recursos literarios.
Tiene una base histórica, la Guerra del Pacífico, que su país, Chile, libró contra sus vecinos Perú y Bolivia, en la segunda mitad del siglo XIX.
Sobre ese telón de fondo, sobre esa condición humana donde la guerra domina todo como un dios terrible, los significados y los mensajes se abren en varias direcciones: el abismo metafísico que ronda la vida y la muerte, la pasión y las ambiciones que mueven los destinos, la religión y la fe como bálsamo o como maldición; y también el trajinar del pueblo liso y llano, con sus costumbres, sus comidas, su lenguaje de barricada, sus infinitas borracheras.
Los chilenos “somos de los más curados de Latinoamérica” admite Soto, esbozando una sonrisa irónica.
Todo esto envuelto en el expreso homenaje a algunos de sus maestros, como Steven Spielberg o Comarc McCarthy. O su declarado amor por los autores argentinos, entre los que figura Antonio Di Benedetto, la gran pluma de Mendoza.
Desde Santiago de Chile, en un día soleado y tranquilo, Simón, escritor, guionista, profesor universitario, se despliega a sus anchas y se confiesa con el programa La Conversación de Radio Nihuil.
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-¿Qué te movió de entrada, Simón, para darle el tono general a tu Aguafuerte, que es el nombre de una especie de agua legendaria para los protagonistas?
-Me interesaba contraponer el imaginario del desierto con la idea de una especie de elixir mítico. Todo esto con el trasfondo de la guerra entre Chile y la Confederación Perú-Bolivia.
-¿Ha dejado muchas heridas esa contienda en la relación con los países vecinos?
-Yo creo que sí. Por ejemplo, acá, en la historiografía chilena, eso se conoce como la Guerra del Pacífico. Es un poco extraño para los extranjeros porque, a su vez, la Guerra del Pacífico es parte de la Segunda Guerra Mundial, con Japón, Estados Unidos, etcétera.
-Claro, nada que ver una cosa con la otra.
-Para nosotros, para los chilenos, los peruanos y los bolivianos, la Guerra del Pacífico es la de 1879, por el territorio de Antofagasta, donde había salitre. Fue una larga disputa, una larga tensión.
-¿Con qué tipo de secuelas?
-Es algo que se estudia en el colegio. El 21 de mayo, que es la conmemoración del combate naval de Iquique, los niños se disfrazan. Entonces es algo que está muy presente en el imaginario nuestro.
-La acción, en tu libro, comienza con un desembarco, muy cruento, en Pisagua, en el norte de Chile. Como escena bélica remite directamente al desembarco en Normandía de la película de Spielberg Rescatando al soldado Ryan. Por otra parte, fue un hito de la guerra moderna, ¿no?
-Lo que pasa es que esa fue la primera operación anfibia de la historia militar moderna. Entonces, guardando las distancias y las proporciones tecnológicas, etcétera, fue algo muy parecido al desembarco en Normandía. Es, además, el inicio de la campaña terrestre, porque esa guerra comenzó en el mar. Duró muchos meses en altamar y en las costas chilenas, peruanas y, en ese entonces, también bolivianas.
-¿Cómo lo trabajaste, desde el punto de vista narrativo?
-Esa es la parte más conocida de la guerra. A mí me interesaba descubrir algo nuevo que narrar. Y ahí apareció.
-¿Cómo le fuiste dando forma?
-Investigando descubrí que era muy parecido en términos de estrategia militar a lo que había pasado en el desembarco en Normandía. Vi ahí una oportunidad narrativa. Y, la verdad, vi muchas veces el arranque de Rescatando al soldado Ryan, un logro fílmico súper, súper tremendo. Me dije, entonces: voy a citar esto, obviamente, en el contexto de esa batalla que había ocurrido acá.
-Claro. Se entiende, así, como antecedente directo.
-Lo que yo quería era citar esa crudeza que está tan bien en ese arranque, dramáticamente, físicamente, en términos de tensión narrativa. Y, claro, la verdad es que lo cité así, sin ningún pudor.
-Acá se nota, además, la doble conciencia tuya, como escritor y como guionista. En la tensión que contagia ese capítulo está detrás el ojo entrenado cinematográficamente.
-Sí, sí. Es una especie de doble militancia mía, debido al oficio. He hecho una carrera más o menos extensa escribiendo guiones, sobre todo para telenovelas. También he escrito cine, series. Es una disciplina que me gusta mucho también y que, inevitablemente, ha contaminado mi prosa literaria; y viceversa.
-Y, desde ahí, apostate muy fuerte desde tu primera escena.
-A mí me interesaba que fuera algo muy sensorial. Ojalá se acercara lo más posible a algo tangible. Es lo que me propuse en ese momento de la novela.
-A vos se te podría ubicar, entre los escritores, en la categoría de “los duros”. Eso lo corrobora el epígrafe que abre todo el relato: “La guerra es Dios”. ¡Nada menos que de Cormac McCarthy! Ese sí era un duro de verdad.
-¡Sí! Es uno de mis escritores favoritos. Lo he leído con mucha pasión. Y cuando empecé, para la primera idea de Aguafuerte, tuve una especie de epifanía o de visión.
-¿Qué viste?
-Vi en mi imaginación una patrulla chilena perdida en el desierto bajo el tono de los westerns de Cormac McCarthy. Con mucha crudeza, mucha sangre. Un horror casi como metafísico o cósmico. Entonces, dije: acá hay algo. Además, me ocurrió leyendo Meridiano de sangre, que es una de mis novelas favoritas y que releí luego, muchas veces, mientras estaba escribiendo Aguafuerte.
-Te atrapó de una manera muy envolvente, se advierte.
-Quería que la mía se impregnara lo más posible de ese relato, que es muy importante para mí, no solo como escritor sino como ser humano. Soy muy fan de esa novela.
-Se desprende de ahí el tono general que le imprimiste a Aguafuerte.
-La vocación de la novela siempre estuvo muy marcada por la crudeza, por la violencia, por el horror. El horror también entendido en una dimensión religiosa. Es esta ambivalencia que posee la guerra, ¿no?
-Hablando del western, hoy está muy en boga un magnífico escritor, el argentino Hernán Díaz, autor de A lo lejos. ¿Lo has leído?
-Sí, por supuesto. Leí A lo lejos. Me gustó bastante. Me parece muy sofisticada en su tratamiento del género. Aunque siento que se distancia un poco de mi trabajo porque en esa novela de Hernán Díaz hay una dimensión espiritual más pura en este personaje que se pierde. A mis personajes, en cambio, me interesaba llevarlos, empujarlos a la violencia y al horror desmedido, digamos.
-Claro, vos sos más brutal. Empezás con aquella frase de McCarthy y, a vuelta de página, en un preludio apocalíptico antes del desembarco, lo primero que se lee es: “Sépase: los días de Jesús el Cristo están obsoletos”. Y un poco más abajo: “Las enseñanzas evangélicas de Cristo, palabra muerta. Tenemos un nuevo mesías”. ¡Un golpe al mentón de movida!
-Sí, sí. Eso es un interés mío de largo tiempo con la fe como una dimensión humana más allá del credo.
-¿Cómo se entiende ese más allá?
-A mí me interesa mucho la fe en cuanto a la búsqueda de algo que supere lo material. Eso me parece muy interesante. Y es algo muy antiguo de los seres humanos. Casi como que aprendimos a narrarnos en la historia de las grandes y viejas religiones.
-¿Y de qué manera ese interés se fue colando en tu trabajo?
-Yo siempre trabajo primero la dimensión estructural. Eso lo dejo cuajar mucho, tomo mucha anotación para ver adónde va a ir. Y en este trabajo empezó a emerger esto casi de manera natural.
-¿Natural cómo?
-Sentía que había una especie de espejo negro, de espejo oscuro en lo devastadora que es una guerra versus la fe, el credo. Y me encontré, por ejemplo, con mucha correspondencia, muchas cartas de soldados en conflicto.
-¿Qué había ahí, que encontraste?
-A lo que se aferran ellos, como el hecho de decir pidámosle a Dios que nos proteja en el campo de batalla, por resumirlo de alguna manera. Y eso me parecía muy atractivo. Los militares tienen eso. Por lo menos acá el Ejército de Chile es devoto de la Virgen del Carmen.
-¿Con qué tipo de manifestaciones?
-Acá hay un templo gigantesco, el templo votivo de Maipú que erigió O’Higgins en honor a la Virgen del Carmen. Entonces siempre está entrecruzado el horror máximo que hemos pensado los seres humanos, que es la guerra, de la mano del credo, que es como una especie de antítesis de esto. Esa dimensión espiritual fue creciendo a medida que yo pensaba en la novela, siempre.
-Como complemento de lo que decías de O’Higgins, acá en Argentina la Virgen del Carmen de Cuyo es la patrona y generala del Ejército de los Andes, justamente.
-Claro. Y el Ejército de los Andes fue muy importante para la independencia de Chile.
-En tu relato hay guerra, permanentemente, pero también otros hechos de sangre a cargo de cuchilleros, malvivientes y todo tipo de personajes bravos. Eso es parte del horror cósmico que sobrevuela el conjunto, ¿no?
-Sí, siempre. A mí me interesaba también que la novela no fuera solo una novela histórica; que tuviese una dimensión literaria; que fuese más amplia que simplemente utilizar el contexto de la Guerra del Pacífico, lo cual me parecía atractivo, pero insuficiente en términos literarios.
-Esa combinación es lo que le da un toque muy particular, muy propio.
-Esta suerte de horror cósmico, entrecruzado con el devenir de esta especie de compadritos, que mencionabas, de cuchilleros de clases bajas o de clases proletarios, era también algo que a mí me interesa mucho.
-Se nota en tu obra…
-Yo, en mi novela previa, Matadero Franklin, relato un poco eso. Es algo que aprendí muchísimo de Borges, por ejemplo. Soy un gran aficionado a la literatura argentina. Me gusta muchísimo, desde El matadero, de Echeverría. Leí muchísimo, también, y me robé muchas palabras de Aballay, esta especie de novela breve de Antonio Di Benedetto.
-¡Un grande! El más grande de escritor de Mendoza, valga la coincidencia.
-Un groso, ¿no? Y me gusta mucho Juan José Saer. También el libro de Josefina Ludmer sobre el género gauchesco es muy importante para mí. Entonces destaco la literatura argentina y la construcción que ha hecho del hombre proletario, del cuchillero, etcétera, todo lo cual tiene relevancia en mi trabajo.
-Puede ser un detalle menor, pero llama la atención de que varios de tus personajes, ya sean de la ciudad o del campo, y hasta un cacique mapuche, el lonco Ñancucheo, tomen mate. No éramos conscientes de que fuera una costumbre tan arraigada en Chile.
-El mate lo tomamos de manera distinta a como lo beben ustedes.
-¿Cómo es eso?
-Se toma mucho mate dulce acá, más que el amargo. Se hace hervir, la pava, la tetera. Pero, sí, se ve muchísimo en Chile; en el campo y en el sur, sobre todo. Es un brebaje que siempre ha estado.
-¿De qué procedencia?
-Yo creo que debe tener algún tipo de relación, probablemente, con los mapuches. También por parte de la frontera de Argentina, con el intercambio que siempre ha habido por ese lado.
-Otra cosa que llama poderosamente es ¡cómo chupan, cómo beben esos cristianos! Desde la primera tregua en el desembarco de Pisagua, en adelante, todos tus personajes toman alcohol sin parar en cada una de las circunstancias. Y su bebida preferida no suele ser el vino, sino que le entran al pisco y al aguardiente.
-Sí. Acá los chilenos le llamamos ser curado, ¿no? Son las personas que toman muchísimo. Bueno, las tasas de alcoholismo en ese periodo y siempre han sido altísimas. Y la verdad es que la historia popular nuestra siempre ha estado atravesada por los índices alcohólicos. De hecho, a principios del siglo XX, las tasas de alcoholismo infantil, en niños de ocho a diez años, era brutal.
-Siempre ha habido esa sensación general sobre tu país, pero no con tanto detalle.
-Es algo que ha estado muy presente y sigue estando. Seguimos siendo muy curados los chilenos.
-¿Sí? ¿Todavía?
-Muy curados. Quiero creer que somos de los más curados de Latinoamérica (risas). La borrachera chilena es muy brava y tomamos hasta el agua del florero, como se dice acá. Nos tomamos todo. Bueno, yo fui muy curado también.
-¿También!
-Yo ahora soy abstemio. Me tuve que hacer un tratamiento para dejar de tomar. Entonces es una cuestión que está muy presente en mí personalmente. Lo ocupo siempre, también, en mi trabajo literario; es decir, lo que provocan el alcohol, la distensión y la evasión; puede llegar a ser muy brutal.
-Hay un individuo en tu historia, que no se caracteriza por ser gran tomador y que sobresale, tal vez, por encima de Romero, tu personaje principal. Se trata de Espanto, un cuchillero excepcional, una figura de enorme potencia.
-Sí, claro.
-A Espanto le corresponde una definición tremenda de Dios cuando le hacés decir que es una figura “múltiple”, para añadir que “Dios es la guerra y el corazón triturado por la bayoneta suya, Dios odia y ama al mismo tiempo, destruye y crea”. Y, entre otras cosas, le tira al pobre matarife de Sanhueza una palabra difícil para definir a Dios: “oxímoron”.
-Sí, ese es un personaje que apareció prontamente en mi imaginario. Y, en verdad, voy a ser súper honesto. Cuando yo empecé a pensar la novela, guardando las distancias, me gustaba, para que trascendiera la mera condición histórica, que hubiese alguien como el juez Holden, este personaje siniestro de Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy.
-Un enorme catalizador.
-Una especie de suprahumano, una especie de místico. Un místico espantoso. Entonces, lo que yo quería era configurar otro personaje, pero que representara un poco concretamente esa dimensión mística oscura que quería para la novela.
-Medio chamánico.
-Por supuesto, una especie de brujo.
-O monje negro.
-Monje negro, sí. No se entiende bien qué edad podría tener. Es andrógino, una especie de brujo inidentificable y que encarna la dimensión horrorosa de la guerra. Siempre supe que tenía que ser muy importante e ir configurándolo lentamente, además; no quemarlo de buenas a primeras, sino que sobrevolara la novela hasta que fuese creciendo, tomando protagonismo y fuese representando ese sentido místico, místico oscuro.
-Una anécdota no menor. El presidente de Chile asistió a la presentación de Aguafuerte. ¿A qué obedeció esa distinción infrecuente para un escritor y qué opina Gabriel Boric de tu novela?
-Lo que pasa es que el presidente Boric siempre ha tenido una profunda relación con las artes y, sobre todo, con la literatura. Es un muy buen lector. Muy buen lector de poesía. Muy ávido.
-¿Conocía tu obra?
-Había leído mi trabajo previo, mis libros de cuento, mi otra novela Matadero. Lo había posteado, de hecho, hace varios años ya. Siempre había sido muy generoso, aunque no nos conocíamos personalmente.
-¿Pero cómo apareció en tu presentación?
-Acá hago una especie de infidencia. Unos grandes amigos míos, muy queridos, Román y Felipe, son muy cercanos al Presidente. Entonces ellos le cursaron la invitación directamente sin saber si iba a ir.
-Y fue.
-El Presidente llegó, pues. Así que fue una cuestión súper, súper emocionante igual. Era el presidente de la República, ¿no? Muy generoso de su parte.
-Debe ser un privilegio, en cualquier país, tener un presidente culto y lector.
-Sí. Y me imagino ahora, sobre todo, con el espanto que ustedes tienen allá ahora.
-Ojo con el espanto, porque él invoca las fuerzas del cielo, muy parecidas a las que empujan tu novela.
-(Ríe) Sí, sí, sí. Es cierto.
-Queda muy marcada, por otra parte, tu intención de hacer hablar a los protagonistas “en chileno”, en un lenguaje popular que, para nosotros, los mendocinos, resulta muy natural, pero, suponemos, no tanto para el resto de los lectores en español, ¿no? Está lleno de palabras como guata, cabro, fundo, roto, zancudo, cresta, pega, etcétera.
-Sí, absolutamente. A mí me interesaba que en la prosa se colara parte del habla, del lenguaje coloquial chileno.
-¿De qué manera lo abordaste?
-No hay registros sonoros, uno nunca va a saber exactamente cómo hablaban esos personajes. Pero sí uno puede construir una ilusión utilizando las palabras que ocupaban los abuelos, palabras que han pervivido en textos literarios, en la música popular… Eso también era muy importante, o sea, construir una sonoridad del lenguaje popular.
-Un pequeño detalle al respecto. Uno los escucha decir a ustedes “altiro”. No me imaginaba que la expresión se escribiera toda junta.
-(Ríe) Sí, po. Es como “de inmediato”, ¿no? Y, como te decía, me interesaba que la prosa se acercara, ojalá, lo más posible a la dicción común, a las voces comunes y corrientes. Por eso esas palabras están puestas con esa licencia ortográfica o gramatical.
-En un momento de la historia, un par de tus personajes llegan a Buenos Aires durante las invasiones inglesas, roban unas joyas y huyen hacia Chile. ¿Por qué los hiciste pasar por San Rafael, por Bardas Blancas y llegar a Talca, donde finalmente se asientan?
-Simplemente porque era un lugar que tenía una pertinencia geográfica. Agarré un mapa en internet, lo estudié pormenorizadamente y dije: por acá sería verosímil que estos gallos pudieran cruzar después de que ocurriera eso.
-¿Cuál es tu conocimiento de Argentina?
-He estado varias veces en Buenos Aires. Es una ciudad que me encanta y el país me gusta muchísimo. Tengo muchos afectos con Argentina y, sobre todo, mucha admiración no solo por su literatura sino también por su música, su relación con las artes, etcétera. Por eso me interesaba que ocurriera una parte en el Virreinato del Río de la Plata.
-Pregunta ahora para el guionista profesional: ¿cuál es tu serie preferida, tu serie fetiche?
-Mi serie fetiche es Los Soprano. La he visto muchísimas veces, la he estudiado. Bueno, yo también hago clases acá en la Universidad Diego Portales de guion y la utilizo en términos académicos.
-¿Cuáles son los principales méritos, según vos?
-Me parece que tiene cosas insuperables, sobre todo, narrativa, dramáticamente. Y Tony me parece un personaje inabordable. En su complejidad humana todavía no lo entendemos mucho, cuesta agarrarlo.
-Ahora bien, la serie en donde muere tanta gente como en tu novela es Juego de Tronos.
-Sí, sí. A mí me gustan las primeras temporadas de Juego de Tronos, fíjate. Después siento que fue perdiendo potencia en términos de calidad. The Wire, la serie de David Simon, me gusta mucho también.
-¿Tenés algún libro en carpeta que nos permita próximamente una nueva charla?
-Estoy terminando un libro de ensayos, que no sé si va a salir este año o el próximo, sobre reflexiones literarias y el oficio de escribir. Y estoy con una novela nueva, que vengo trabajando hace mucho tiempo.
-¿Sobre qué tipo de temática?
-Es una especie de policial absurdo, con el tono de los hermanos Coen. Una especie de Fargo, en el presente, en Santiago. Se trata de un crimen muy absurdo y muy brutal. Es también muy sangrienta y muy oscura. Me falta harto, pero estoy trabajando arduamente en esa novela.
-Lo que pasa es que para conseguir el clima de Fargo en Santiago te va a faltar la nieve.
-Sí. Pero en lugar de nieve hay veredas ardientes, asfalto que quema. Una especie de Fargo en la ciudad ardiente.
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