Por Manuel De Paz
He visto las tres temporadas de la serie The Crown (La Corona). Y ¡chapeau, man! Me voló el sombrero. En una primera lectura podría pasar como una especie de curso introductorio a la vida de la realeza británica en el último siglo. Pero, obvio, es muchísimo más que eso.
Para mí, fue una lección de política. Además, claro, de una historia contada como Dios manda, es decir mostrando tanto las bondades como el culo sucio de gente cuyo catecismo asegura que han recibido la gracia de Dios para ser lo que son.
Eso, para nosotros, nos suena a huevadas, pero para otros, con siglos y siglos de cultura monárquica, las reinas y los reyes son lo que para algunos argentinos es el peronismo: algo "natural". Cultura, tradición, modos de vida. Llámalo equis, o como quieras.
En los países como el nuestro, generados a partir de constituciones republicanas y a base del ideario democrático liberal, eso de la monarquía nos huele a frazada apolillada.
Sin embargo nos cuesta oler naftalina en, por ejemplo, la tradición católica en la que decimos abrevar, pese a todas las trastadas de esa institución milenaria, famosa por sus Reyes Magos y sus curas abusadores de niños.
El cotillón monárquico
Nuestra cultura política no acepta la monarquía, aunque sí la registra y reproduce en la cotidianidad por otras vías, casi sin darse cuenta. Van ejemplos: desde la Fiesta de la Vendimia con sus reinas disfrazadas, pasando por los reyes de la Vendimia Gay, y concluyendo en las películas del emporio Disney con su cohorte de princesas y príncipes.
Bajo el signo de la monarquía, Gran Bretaña fue potencia mundial y dueña de los mares con sus piratas y corsarios. Estos últimos tenían permiso real para afanarle sin asco a otras embarcaciones, así como después el espía James Bond tuvo licencia para matar. Las Malvinas son el ejemplo más cercano que tenemos los argentinos de la fe inglesa por las posesiones ajenas.
Hace mucho tiempo la Corona británica fue de las primeras en avivarse de que la política diaria debía estar en manos de un parlamento de representantes populares. Así, durante siglos, la Corona ha servido como reaseguro para una clase política que ha dado algunos crápulas, pero también a hombres notables, como Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial.
En ese escenario, en los últimos 100 años la Corona acentuó un protocolo real ya muy estricto para salvar la herencia, en particular luego de que uno sus miembros, el rey Eduardo VIII, abdicara del cargo para poder casarse con una norteamericana, Wallis Simpson, que era divorciada, algo prohibido por las normas monárquicas.
¡A cubrirse!
Ese suceso traumático dio paso al ascenso de Isabel II en febrero de 1952 quien todavía detenta el cargo, al que se encuentra aferrada como garrapata. A esta mujer le ha pasado de todo en estos 70 años, en particular con su familia.
Todo ello está muy bien contado en The Crown, serie de la que ya se prepara la cuarta temporada. En particular es muy interesante ver cómo ésta Isabel aprendió política del contacto con los primeros ministros que fueron surgiendo en Inglaterra del voto popular, hoy conservadores y mañana laboristas.
Isabel afrontó escándalos de todo tipo. Los de su alocada hermana Margarita. El sonado divorcio entre su hijo Carlos, el primero en la línea de sucesión, y Diana,"la princesa del pueblo", quien luego falleciera trágicamente, y ahora con la "independencia" que se han decretado a sí mismos mismos el príncipe Harry, sexto en la línea de sucesión, y su esposa, la ex actriz norteamericana Meghan Markle, a quien no la querían en la Corte por su pasado de candilejas y porque su piel es morenita.
Guardate la corona, abuela, o haz con ella un transformer, parece haberle dicho el pelirrojo a su abuela eterna y jodida.
Cada vez que en el último siglo la Corona quedó en medio de estos temporales familiares, muchos vaticinaron que eso era el comienzo del fin de la monarquía inglesa.
Dése un baño con The Crown y verá que la cosa no pinta para ese lado.