La noticia que ya nos tenía expectantes, finalmente sucedió: murió Silvina Luna (43).
La noticia que ya nos tenía expectantes, finalmente sucedió: murió Silvina Luna (43).
"Tan linda, para qué se hizo tantos tratamientos”, "qué pena que no pudo aceptarse como era”, “qué asesino el médico”, todas declaraciones de principios, muy correctas, muy aceptables.
La mitad de esas declaraciones, esconden una realidad: Silvina Luna podría ser cualquiera de nosotras. Las que crecimos aterradas por no encajar en los parámetros que se nos impusieron desde niñas.
Yo fui la niña gorda de la escuela. Crecí soportando el acoso escolar de mis compañeros de la primaria –claramente fueron mis compañeros, varones, los más hostigadores, era gracioso eso-.
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Una nena gorda con unos tremendos anteojos, el blanco ideal, la reina del bullying.
En la adolescencia, cuando el cuerpo comienza a ser una incomodidad permanente, todo se complica.
En particular, crecí creyendo que me había equivocado de cuerpo. Que tenía que cambiarlo, que no podían aceptarme así. La equivocada, por supuesto, era yo.
Pasé por todos los tratamientos, homeópatas, pastillas, médicos, chantas, agujas, cualquier clase de dietas insalubres, no importaba. Había que lograrlo, había que lograr que me quisieran.
Hay que decirlo, decirlo de una vez: todas, absolutamente todas, podríamos estar muertas. Como Silvina Luna.
Anoréxicas, bulímicas, liposuccionadas, empastilladas, locas. Todas, alguna vez fuimos esa que no encajaba.
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Las de la belleza hegemónica también. Porque para ninguna, ser nosotras mismas jamás fue suficiente.
Los mandatos crecen dentro de nosotras como parásitos: no los notás, pero ahí están, haciéndose cargo de las funciones de tu cuerpo, y lo más peligroso y devastador: también de tu cabeza.
Me acuerdo de haber visto a Silvina Luna en las últimas etapas de su paso por Gran Hermano. Particularmente, recuerdo un compilado de imágenes que le hicieron mostrando cómo había engordado en esos meses de encierro.
La primera imagen la mostraba flaquísima y la última, era de lo más bizarra: la mostraban tratando de subirse los jeans, que no le entraban.
Era divertido porque entró divina y salió gorda. Para colmo, no ganó.
Gorda y perdedora, gran combo.
Después de eso, le perdí un poco el rastro, pero siempre la vi fluctuar y más de una vez la escuché diciendo a la cantidad de tratamientos que se sometía tratando de ser aceptada, destacar, ser bella en un medio absolutamente caníbal: la banalización infinita de los cuerpos, la glorificación de las tangas, las tetas perfectas.
Pero claro, resulta que ahora la chica está muerta. Porque no entró, nunca entró en ese molde impuesto y publicitado hasta el cansancio.
Un molde que se convirtió en su ataúd.
Ahora miles, millones se lamentan porque ella no pudo quererse como era, cuando esos mismos miles y millones sostienen aún el estandarte de la belleza, la delgadez y la juventud eterna.
Les tengo una noticia: todas, cada una de nosotras podríamos estar muertas.
Por las anfetaminas que tomamos.
Por las dietas de hambre que hicimos.
Por haber ido a consultar a cuanto médico chanta que nos prometió que esta vez sí, que esta vez nos iban y nos íbamos a querer.
Por las prótesis, las horas inauditas de gimnasios, los tratamientos, las pastillas, el contador de calorías.
A mí me salvó el feminismo. Me abrió los ojos a tiempo.
Me mostró un camino, pero no solo un camino para adelante, sino un camino para atrás: todo esto, todo lo que se me impuso a mi, a mi madre –que tuvo seis partos y solamente se vestía con un camisón hasta adelgazar- a mis compañeras, a mis amigas, no era fortuito, sino un plan, pergeñado por la mirada de los otros.
Sí, bien digo, otros. La mirada patriarcal, hegemónica, estereotipante.
El problema es que nosotras hemos aceptado, durante mucho, mucho tiempo, formar parte y hasta sostener ese patriarcado. Muchas veces hasta colaboramos en reproducirlo, el que nos dice que la gordura y la vejez son una afrenta imperdonable y que un culo duro y perfecto es la llave del éxito infinito.
"Sos tan linda de cara, que es una pena que estés gorda”, así me dijo una vez una compañera, creyendo que me halagaba.
Seguramente, de alguna u otra manera, también se lo dijeron a Silvina Luna. Qué pena que no encajes, tenés casi todas las condiciones para que te agreguemos al book de las mujeres -objeto de lujo.
Pero claro, a ella en el "casi” se le fue la vida.
Muchas de nosotras, no nos morimos de casualidad, porque no teníamos con qué costear esos tratamientos. Pero está claro que los hubiéramos hecho.
No estoy en contra, ni me interesa, ni me parece mal que las mujeres se hagan cirugías estéticas, vayan al gimnasio, tomen litros de agua y duerman haciendo la vertical para no envejecer.
Lo que quiero decir es que hemos crecido sometidas a un modelo al que no siempre se puede acceder sin poner la vida en peligro.
Por eso, yo dejé de criticar a otras, por cómo se ven, si engordaron, adelgazaron, tienen rollos y estrías, arrugas, por qué ropa se ponen, si les queda mal o bien.
La que se dejó las canas, la que se tiñe hasta las pestañas.
La única realidad es que quiero un mundo sin mandatos para mi hija, para nuestras hijas.
Un mundo en el que se puedan amar y elegir, no aceptar y tolerar.
Querer nuestros cuerpos, también incluye mostrarlos como son.
La tarea que nos queda a las feministas, nuestro último bastión a conquistar es terminar con un mundo donde los cánones de belleza incluyan ataúdes hechos a nuestra medida.