La vida de Adrián Toledo pertenece a la categoría de las historias que se escriben con el polvo de los caminos rurales y el perfume de la uva madura. Una historia que huele a barrica, a bodega, a madrugada y a vendimia interminable. Que empezó antes de que él naciera, en la tierra de sus abuelos, y que hoy encuentra su propio capítulo luminoso con un vino que ya se convirtió en mito: Judas, la criatura enológica que también cumple 20 años y que él vio nacer, crecer y consolidarse como un ícono.
"El vino es para mí una forma de vida, una cultura, un trabajo y una herencia", sostuvo Adrián Toledo, enólogo.
Adrián es mendocino de pura cepa. De esos que no solo nacieron en Mendoza sino que nacieron del vino. Nieto, hijo y hermano de trabajadores de la vid, creció en Rivadavia, una de las zonas más fértiles del Este, cuna de miles de historias que se escribieron bajo el sol fuerte, el viento cálido de la siesta y la rutina eterna de los oasis irrigados. Y aunque no conoció a su abuelo Enrique —un viticultor que murió antes de que él llegara al mundo— su figura se convirtió en presencia constante, casi mítica, una especie de raíz ancestral que marcó a toda la familia.
Su papá, Luis Toledo, también dedicó su vida al vino. Primero como agricultor, después como encargado de una bodega importante de Junín. La escena familiar era siempre la misma: la mesa rodeada de trabajadores del vino, la radio apagada para que se escucharan las charlas, los chicos corriendo entre tachos, el olor a mosto metiéndose en la ropa como un tatuaje inevitable.
Para Adrián, el vino no fue una elección: fue un destino.
De un laboratorio del Este al sueño de la alta gama
A los 17 años, mientras muchos de sus compañeros elegían su primer trabajo en una tienda, una estación de servicio o un negocio familiar, Adrián empezó su primera pasantía en un laboratorio enológico. Vivía al lado de una bodega —literalmente pegado— y su universo cotidiano era ver cómo entraban los camiones cargados de uva, cómo el aroma de la fermentación lo envolvía todo, cómo el vino iba tomando forma mientras los días se estiraban hasta el amanecer.
“Desde los 17 años que estoy en bodega. Ya son 30 años de experiencia”, recuerda. “Soy la tercera generación de mi familia relacionada a la viticultura. Mi abuelo fue agricultor, mi viejo también. Mis hermanos también trabajan en bodega. Y yo soy el primero que lo hace como profesional”.
Ese salto —convertirse en el primer universitario de la familia— no fue menor. Estudió siete años de Enología en Don Bosco: primero la tecnicatura, después la licenciatura. “Las dos carreras que había en ese momento, las hice”, dice con orgullo.
Estudió siete años de Enología en Don Bosco: primero la tecnicatura, después la licenciatura. “Las dos carreras que había en ese momento", dijo Adrián Toledo.
Estudiar y trabajar a la vez no fue fácil. Pero cuando hay pasión verdadera, el cansancio se transforma en impulso. Mientras muchos soñaban con trabajos de oficina, soñaba con elaborar vinos de alta gama, de esos donde cada decisión importa, donde la trazabilidad no es una palabra técnica sino un acto de respeto: saber de qué viña viene lo que uno toma, quién cuidó esas plantas, qué historia hay detrás de esa botella.
“Siempre quise trabajar en vinos donde se pudiera contar el origen, donde uno pudiera decir ‘esta uva viene de acá, esta otra de allá’. Venía de la zona Este y busqué un estilo de vino que me permitiera eso: hacer alta gama”, explica. Lo logró.
2005: el año que cambió su vida
Ese año marcó un hito. En 2005, Bodega Sottano abrió las puertas de Sótano, su espacio de alta gama, y Adrián ingresó como parte del equipo fundador. Allí, sin saberlo, iba a nacer uno de los vinos más audaces y significativos de la enología argentina contemporánea: Judas Malbec.
Y ahí aparece la coincidencia que convierte su historia en una especie de poema circular: así como Judas cumple 20 años, Adrián también cumple 20 años en la bodega. Todo empezó junto, todo creció junto, todo se consolidó junto.
“Soy el único enólogo que ha tenido Sótano desde que empezó. Soy el creador del vino Judas desde el momento cero”, advierte.
Veinte años después, Judas es un vino de culto. Un vino que resignificó su nombre prohibido y lo convirtió en un símbolo. Un vino que se atrevió a desafiar narrativas y que encontró un público fiel en todo el país.
Para Adrián, más que un logro profesional, es un logro humano. Es la prueba de que las raíces importan, de que el trabajo obsesivo vale la pena, de que la tradición familiar puede transformarse en obra, en legado.
El vino como forma de vida
Hay una frase que él repite varias veces, como si necesitara recordarnos que su profesión no es un oficio: es un destino emocional.
“El vino es una forma de vida. Si realmente no amás esto, no podés hacerlo. Te cansa, te persigue, está en todas las conversaciones, en todas las reuniones. En cambio, cuando te gusta… no te pesa nunca”.
¿Y cómo no entenderlo? En una provincia donde la cultura vitivinícola es identidad, trabajo, paisaje y lenguaje, dedicarse al vino es más que una tarea: es pertenecer.
"Crecí entre conversaciones de tierra, cultivos y uvas. No podría haberme dedicado a otra cosa y estoy orgulloso de ser el primer profesional enólogo de la familia", dijo Adrián a Diario UNO.
La vendimia, por ejemplo, es su época más intensa. Tres o cuatro meses sin fines de semana, sin feriados, sin pausas. La vida deja de ser calendario y se convierte en uva. Pero él lo define como placer.
“La vendimia es lo que esperamos todo el año. Es el momento donde culmina el esfuerzo del viñedo, donde todo lo que imaginamos se vuelve concreto. Es sacrificada, sí, pero es apasionante”, destaca.
En esas madrugadas eternas se cruzan generaciones: su abuelo que no conoció, su padre que le transmitió el amor por la tierra, sus hermanos que siguen compartiendo oficio, y él mismo, sosteniendo un legado que ya tiene un nuevo capítulo.
El vino que abrazó un nombre prohibido
Hacer un vino ya es un acto creativo. Pero hacer un vino que se atreve a llevar un nombre cargado de historia, polémica y simbolismo es otra cosa. Sin embargo, Judas nació así: en la cornisa.
Desde su primera cosecha en 2005 fue distinto. Audaz, profundo, misterioso. Un vino que sabía que la única manera de existir era trascender.
Judas Malbec se compone de tres terroirs excepcionales: Perdriel (Luján de Cuyo), Altamira (San Carlos) y Gualtallary (Tupungato). Tres geografías, tres almas, tres capítulos dentro de una misma botella. A lo largo de las dos décadas, el universo Judas se expandió, pero para Adrián, más allá de los lanzamientos, Judas sigue siendo lo mismo: un vino que se hace con tiempo, dedicación y una obsesión hermosa por cada detalle. “Que un vino siga siendo un emblema después de 20 años es señal de que hicimos las cosas bien”, dice. “Es uno de mis grandes orgullos”.
Su abuelo cultivó uvas, su padre trabajó en bodega y sus hermanos siguen la tradición.
Él se convirtió en profesional, en enólogo, en creador.
Y lo hizo desde Mendoza, tierra que no solo produce vino: produce cultura del vino. Produce identidad, legados que se transmiten como se transmiten los rituales: de generación en generación.
La de Adrián es una historia grande que nació en un lugar pequeño. En una casita humilde del Este, pegada a una bodega, donde un niño escuchaba desde la ventana cómo los trabajadores hablaban del color, del grado, del rendimiento. Donde el vino era futuro, presente y conversación.
Hoy, ese niño convertido en enólogo mira hacia atrás y entiende que cada paso, cada noche sin dormir, cada fermentación complicada, cada vendimia eterna lo trajo hasta acá.
Su vino, Judas, cumple 20 años. Adrián también ese tiempo en la empresa. Es una coincidencia, sí. Pero también es un símbolo de algo más profundo: cuando las pasiones son verdaderas, crecen con uno, maduran con uno, se transforman con uno.
Judas es un vino de culto, sí. Es un ícono, sí. Pero antes que eso, es el resultado de una vida dedicada al vino. Una vida que empezó en una bodega chica del Este, que atravesó estudios largos, madrugadas infinitas, vendimias inolvidables, terroirs que se volvieron
Adrián Toledo no se considera solo un enólogo, sino un heredero, un trabajador del vino, hijo de la tierra mendocina y contador de historias enológicas.







