Durante dos años fui recepcionista de un hotel en Barcelona. En temporada alta era una locura de chicas y chicos empastillados; con hooligans y jubilados que me preguntaban dónde comprar cocaína. Un vértigo. Sin embargo, había un par de semanas de invierno en que el Barrio Gótico se volvía fantasmal. No veías turistas por ninguna parte. Entonces yo me dedicaba a conversar con Shankar.

Shankar era el dueño del hotel. Había llegado a Cataluña hacía décadas, después de juntar rupia sobre rupia para salir de algún pueblucho cercano a Bombay, en la India. A veces yo le daba de probar mate, y él intentaba que yo comiera unos caramelos espantosos. Como los dos rechazábamos el convite, no nos quedaba otra que seguir hablando mientras nuestras voces rebotaban por las piedras de la calle como ecos sobre un escenario vacío.

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Durante algunos días, las calles de Barcelona estaban desiertas. Entonces aprovechábamos para conversar. Imagen ilustrativa.

Durante algunos días, las calles de Barcelona estaban desiertas. Entonces aprovechábamos para conversar. Imagen ilustrativa.

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Y si bien no éramos amigos, nos contábamos historias de nuestra gente. Él desde sus recuerdos asiáticos, yo desde mi nostalgia argentina. Así es como, en una de aquellas tardes espectrales, Shankar me relató esta historia en su español atropellado:

"Cuando en Bombay hicieron los primeros rascacielos, la gente del campo viajaba varios días para verlos. Las esquinas se llenaban de viajeros obsesionados, que no podían dejar de mirar para arriba. Se compraban la ropa más brillosa, el maquillaje más exagerado, todo para ir a la ciudad a ver los rascacielos. Después ellos pasar hambre en la semana", repasó Shankar.

Estos visitantes de provincias -según me explicó- se creían dueños de una astucia invencible. Se tenían demasiada confianza. "Por eso muchos mumbaikars -es decir “los de Bombay”- encontraron un oficio: se dedicaban a estafar a estos recién llegados".

¿Cómo hacían? Cuando el de Bombay veía a uno de los forasteros, se le acercaba. Y el diálogo era el siguiente:

—Buen día. He notado que usted está mirando este edificio desde hace rato. Me imagino que conoce las tarifas.

—¿Tarifas?

—Ajá. Veo que usted no es de acá. Le comento: cada persona que mira los rascacielos de Bombay tiene que pagar una tasa municipal. Usted ya miró, así que voy a tener que cobrarle.

—Ah, no sabía. ¿Y cuánto es?

—Bueno, eso depende. ¿Hasta dónde miró?

Por supuesto, estos "inspectores" eran simples chantas. Y Shankar me contó que la mayoría de los forasteros mentía: habían mirado hasta arriba, pero -para pagar menos a los "inspectores"- afirmaban que sólo habían pispeado hasta el segundo o el tercer piso. Así creían burlarse de la ley pagando menos.

—Espere, señor... —respondía entonces el falso inspector, y al instante sacaba una libretita con su lista de precios— Aquí tengo los importes: usted me dice que no miró hasta arriba sino hasta el piso tres. Perfecto. Por lo tanto, piso tres...veamos…listo. Acá está. Me tendrá que pagar X rupias".

Los idiotas forasteros pagaban y encima se iban contentos, porque pensaban que habían engañado al otro. Se decían: “Qué guardia más estúpido, ¡Lo engañé! Le pagué hasta el tercer piso cuando en realidad miré hasta arriba”.

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Postal de Bombay, una de las cinco ciudades más pobladas del mundo.

Postal de Bombay, una de las cinco ciudades más pobladas del mundo.

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Shankar se reía al contarme esto: "Siempre tú crees más inteligente y siempre otro más inteligente, ¿eh?", remataba.

No sé en qué andará aquel indio loco. Debe seguir haciendo plata a montones. Por mi parte, recordé esta anécdota en los últimos días, al comprobar que a pesar de que median 15.900 kilómetros de distancia entre Mendoza y Bombay, acá también hay empresarios, políticos y funcionarios que se creen los más vivos y miran hacia los diversos rascacielos que ofrece la vida sin saber que son, en realidad, víctimas de una lógica que los terminará comiendo crudos.