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Las primeras veces, Alejandro lo vio sin sorprenderse, pero como luego se transformó en una figura recurrente en esos paseos, le preguntó a su tío quién era ese vecino tan particular y ahí supo que se llamaba Benítez y era el contratista de la finca vecina.
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Imagen generada con IA / Gonzalo Ponce.
Cuando lo veía pasar, tenía la tentación de saludarlo para ver su reacción, ya que su recorrido era tan exacto que parecía ensayado y al niño esa simetría le molestaba. Nadie puede andar por la vida sin pisar alguna vez el caos y Alejandro pensaba que un saludo podría romper el esquema circular del vecino apresurado.
Nunca respondió. Nunca se desvió un milímetro de su camino ni apartó la vista de la tierra. Años más tarde, Alejandro supo el porqué de esas actitudes. Don Benítez ya no entendía los códigos de la cordialidad ni ningún otro desde que había muerto, varias décadas atrás.
Equilibrio imperfecto
Braulio Benítez había enviudado muy joven y no tuvo hijos. Por eso, cuando la conoció, supo que todavía tenía tiempo de formar una familia, como un acto de resistencia ante su desdicha. Ella era tan deslumbrante que en el instante en que la conoció supo que era inalcanzable. No concebía que una mujer así accediese a pasear de su brazo y mucho menos prestarle atención, ni siquiera como amigo. Pero esa fue su revancha, la otra cara de la moneda que la vida le había reservado y lo imposible se hizo amor correspondido.
Se casaron y sentaron las bases de su convivencia en una situación emocional y económica sin turbulencias. Ni pasión excesiva ni lujos. Ese equilibrio que los unió hablaba mucho de sus personalidades y el tipo de vínculo que habían construido y deseaban mantener.
Esa estabilidad se puso a prueba cuando Braulio perdió su empleo. Ella era ama de casa, con lo cual él era el único sostén de la casa. Su despido fue un sismo en la pareja que, sin haber compartido tanto tiempo juntos, no estaban preparados para enfrentar las adversidades antes que las bonanzas.
Los meses que tardó en encontrar trabajo fueron el prólogo para lo peor, que fue encontrarlo. Braulio había trabajado en fincas desde pequeño, porque su padre era contratista, pero no tenía planeado volver a un empleo tan sacrificado e ingrato. Tuvo que aceptarlo porque fue su única alternativa.
Ella fue a ver la propiedad y la casa que les tocaba en suerte. Inspeccionó cada palmo de esos muros de adobe, en buenas condiciones y las dependencias amplias y frescas. Le comunicó a su esposo que por ningún motivo dejaría su casa en un barrio de Maipú para mudarse a esa pocilga. El marido negoció verse solamente los fines de semana porque pensó que el malestar de su mujer duraría pocos días, pero pasaba el tiempo y ella se mantenía irreductible, anclada en el trato inicial.
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Con el pasar de los meses, Braulio advirtió que la lejanía no era sólo geográfica. Los momentos en que estaban juntos ella estaba irritable, inquieta y cualquier sugerencia o plan para una salida en pareja era rechazada de plano. Le creció una soledad indescriptible. Era testigo de ver a esa mujer, ahora sí inalcanzable, en la plenitud de su belleza, que no sólo lo rechazaba como hombre, sino que advertía un germen de desprecio detrás de sus acciones y palabras. Y eso lo destrozaba.
No servía de nada su incesante ir y venir entre los olivos, el combate desigual con la naturaleza que estaba dispuesto a librar con tal de que a ella no le faltase nada y sobre todo, que pudiese vivir en la casa que había elegido, aunque eso fuera pactar con su desgracia.
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Mentir para sobrevivir
No quiso escuchar las habladurías. En esa época, en 1945, no era bien visto que una mujer viviese sola y que de tanto en tanto la visitase un hombre. Braulio solamente se limitó a aclarar en los comercios cercanos que frecuentaba (la carnicería y verdulería, por ejemplo), que estaban casados, una unión ante la ley y Dios -como debía ser- y hasta se explayaba en los motivos por los cuales vivían separados casi toda la semana. Incluso la justificaba, mintiendo al decirles que su esposa tenía asma, condición que se agravaba con la tierra y que la joven sufría por tener que quedarse sola en casa, pero su salud era la prioridad. Les contaba lo que había llorado su compañera al darse cuenta que no podría vivir en la finca con él. Lo decía con tal convencimiento, que estaba casi seguro de que eso era lo que había sucedido.
Cuando llegaba a esa parte del relato, en la cual su mujer era una dolorosa víctima de una enfermedad que la obligaba a permanecer lejos de su esposo, advertía cierta burla o lástima en sus interlocutores. Era claro que el único que creía ese cuento era él y no tardó demasiado en darse cuenta por qué. Los chismes eran ciertos y por eso, con un último ápice de esperanza, decidió probarse a si mismo que nada de lo que escuchaba era cierto, que ese hombre del que hablaban, que permanecía en su casa largas horas con su mujer, era también una invención, de los otros, pero macabra.
Llegó un día de semana, sin avisar, para comprobar que lo único inventado había sido el amor de esa mujer. Cuando los encontró juntos, ella lo miró como si hubiese esperado largo tiempo por esta revelación. No fingió estar avergonzada o dolida, ni siquiera arrepentida. Los dejó hacer, como un titiritero que mueve con destreza los hilos.
Los gritos eran viscerales, como si la visión del otro les hubiese abierto una herida que los atravesaba. Eran dos animales disputando el territorio de la tierra prometida y de las amenazas iniciales pasaron a ponerle el cuerpo al conflicto. El amante se llevó la peor parte y supo que se estaba jugando la vida frente a ese rival que había perdido todo, lo cual lo hacía infinitamente temible.
Escapó de la casa, ante la mirada de los vecinos que luego de confirmar con sus propios ojos las sospechas, disfrutaban del espectáculo del escarnio ajeno, en esa tarde que arrancó aburrida.
Braulio la siguió por toda la casa, pidiendo explicaciones a los gritos, con el rostro enrojecido por la furia y por la sangre. Ella se dejó seguir para terminar lavando dos platos y dos copas en la cocina, como si estuviese sola, como si un fantasma le gritara al oído con sonidos que sólo el espectro podía escuchar.
Estaba absorta en las burbujas que resbalaban por los platos y en esa soledad de las acciones cotidianas se permitió sonreír. Esa sonrisa le confirmó que la había perdido para siempre, si es que alguna vez había tocado los sentimientos de esa criatura perfecta, incluso en su crueldad. Nunca más volvería a verla y de esa casa no se llevó ninguna pertenencia. Sólo el desprecio y el silencio de la mujer que amó.
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La rueda del olvido
Braulio regresó a la finca y a una soledad a la que ya estaba acostumbrado. Se había vuelto excesivamente riguroso en su trabajo y por alguna razón, había desarrollado una malsana obsesión de que alguna plaga invadiera los olivos. Los revisaba, miraba las hojas, ramas y troncos de distintos ejemplares de dispares hectáreas y si no hacía esto dos veces al día, no podía dormir por las noches. Incluso bajo los imperfectos reflejos de la luna salía a caminar los callejones internos de los olivares, porque el sonido del viento entre los árboles lo tranquilizaba.
Por eso, cuando ese viernes el amante lo fue a buscar, con su hombría todavía agraviada por los golpes, frenó el impulso de ser sigiloso en la entrada de la casa de adobe, porque lo vio salir. Lo siguió entre los olivos, esas figuras de luto prolijamente alineadas y fue temeroso en sus primeros pasos, pero más adelante, no supo mantener el mismo silencio. Braulio no lo advirtió. Estaba ensimismado en sus propias palabras, en su caminar demasiado veloz para llegar al medio de la noche.
Cuando se acercaron al límite de la finca con otra propiedad, el acechante tuvo miedo de ser visto por algún vecino. Los turnos de riego propiciaban el deambular de los hombres a horas inusuales.
Braulio llegó al final de sus dominios y emprendió el regreso, con sus olivos como testigos. Allí lo sorprendió el puñal, que invadió la carne en dos heridas, concentradas en unos pocos segundos. Fueron las primeras las que lo derribaron. Las otras sólo replicaban el frío de la hoja traspasando la ropa y la última barrera, la de su piel, para derramarse en la tibieza de la sangre, en la tierra propia. ¿Qué les pasaría a sus olivos, cuando no recibieran agua, sino ese alimento impropio, teñido de dolor? Sintió el agua, la tierra, la sangre, el sufrimiento y el inevitable abandono final.
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El último engaño
Han pasado décadas, pero Braulio sigue atado a ese paraje y los que lo ven, le temen, la mayoría de las veces porque lo confunden con un ladrón. Hay barrios nuevos en las tierras que fueron rurales y él sigue ahí, ajeno a los cambios y al paso del tiempo. Deambula los viernes, el día difuso en el calendario, ese que lo encadenó a su tierra, con la prisa de llegar a un lugar en el medio de la noche y sin el recuerdo fresco de la muerte.
Ahora ella ya no está, pero antes la visitaba en la casa que alguna vez creyó un hogar posible. La perseguía por las habitaciones, reía junto a ella, lloraba o le gritaba su furia, su dolor. Algunas veces ella sonreía. Y él quería creer que al menos por esa vez, esa mujer estaba feliz de sentir su presencia.
Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.