Vida cotidiana

Rock, pañales y una versión personal de "Nace una estrella"

Décadas de tocar mal la guitarra parecían en vano, hasta que una noche, con su hijo en brazos, descubrió que toda su vida había sido un ensayo para ese momento

Andaba por los 13 años y mi profesor de guitarra se amargaba por verse obligado a soportarme como alumno. Todas las semanas me daba para ensayar unos ejercicios horribles y a los siete días me tenía otra vez frente a su mesa, intentando pulsar las cuerdas, con un nudo en la garganta. La escena terminaba siempre igual: el tipo decía "un desastre" y después nos poníamos a charlar hasta que se hacía la hora de irme.

Y volvía a casa mientras caían aquellos inviernos mendocinos; preguntándome cómo podía ser que algo tan hermoso como la música se relacionara con una experiencia tan angustiante como esas clases.

Es cierto que yo tocaba y cantaba pésimo. Tan malo era, que más tarde -cuando armé una banda y participé en conciertos- esos toques terminaban en un torbellino de vergüenza colectiva. Incluso tuve una novia que asistía a los recitales pero se escondía en el baño hasta que terminara el "show".

II.

Igual insistí. A los 18 me fui de Mendoza para vivir en las pensiones más mugrientas de Buenos Aires.

Tenía en mente formar otra banda, esta vez en serio. Y lo hice. El líder de nuestro grupo era Piru Giménez, un paraguayo que aseguraba haber sido parte de la movida skinhead en los suburbios fabriles de Londres -algunos skins no eran nazis- y había vuelto rapado, con un trip poético y un tatuaje de escorpión que inquietaba a los kiosqueros.

Hicimos nuestra primera y última presentación en el bar de las Madres de Plaza de Mayo, cerca del Congreso Nacional, casi completamente solos. No vino ni la Hebe. Cada vez que terminábamos un tema, un jubilado culposo que estaba al fondo aplaudía solo; y pasado un rato él también se fue.

Quedaron las sillas vacías y nosotros ahí arriba, tocando para nadie.

Una tarde agarré un casete virgen y decidí grabarme cantando solo con la guitarra, para comprobar -a cara de perro- si realmente yo era tan malo. Puse play y se me rompió el corazón: del parlante salía el aullido de alguien a quien parecía que le estaban cortando el escroto con una tijera de podar. Era mi voz.

Ese día dejé la música. Seguí tocando un poco, pero la idea de generar algo en los demás se marchitó. Esa rendija de maravilla que une a los humanos a través de una canción comenzó a cerrarse. Y pensé que todas aquellas horas de ensayo habían sido al pedo. Que a veces no tiene sentido dedicarse al arte si uno no tiene el talento.

Entré en la madurez, me disfracé de grande. Empecé a planificar cada día por hora, por minuto, al compás de melodías que muchas veces eran ajenas.

Llegó un punto en que todo fluía equilibrado. No iba a ser estrella de rock, okey, pero tenía un laburo que me gustaba, vivía con mi novia en una linda casita que construimos y por las noches veíamos una o dos pelis de Netflix en la paz de nuestro hogar.

Mi vida adulta estaba encaminada: trabajo, casa, Netflix. A mi chica le habían dicho que si queríamos tener hijos iba a necesitar tratamiento. Además tomaba anticonceptivos: imposible que se sumara alguien a ese mundo tan afinado.

Pero a mediados de 2024 nos enteramos de que estábamos embarazados de cuatro meses.

III.

Así fue como una madrugada de diciembre me encontré con mi hijo recién nacido en brazos, con el mismo desconcierto que si me hubieran gritado "atajá" y me lo hubieran tirado desde una nube.

Al lado, en la cama del hospital, su mamá dormitaba después de la cesárea, los calmantes y la peridural. Los tres habitábamos esa escena primordial; animalitos hechos un ovillo en el centro de la noche.

El pequeñín lloraba y se me dio por cantar bajito. Amadeo, mi hijo, me clavó la mirada. Dejó de gritar y pareció atender, interesarse.

Le canté De mí, de Charly. Le canté Tumbas de la gloria, de Fito. Fui un oso arrullando a su cría, mientras juntos nos deslizábamos por un tobogán temporal que conectaba con mi adolescencia y con aquellos años de bohemia.

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"Una madrugada de diciembre me encontré con mi hijo recién nacido en brazos...".

Hoy estoy convencido de que si para algo ensayé alguna vez; si cargué amplificadores en fletes que recorrieron laberintos sin salida y si estudié acordes spinettianos, fue para sonar bien durante ese rato en que por primera vez te canté, hijo, las canciones de las que estoy hecho, las que me marcaron como ser humano. Lo hice lo mejor que pude.

IV.

Ya sé, no están de moda las moralejas. Pero -mal que les pese a los posmodernos- a veces hacen falta y a lo mejor esta historia contiene un par.

La primera es que tal vez las grandes vivencias estéticas de esta época no figuren en las redes ni las pantallas. Ni siquiera en los escenarios. Se esconden en ámbitos que se han vuelto semiclandestinos: en una madre acunando a su niño, en dos amigos que se pasan el mate mientras discuten si Viñas tenía razón en bardear tanto a Borges, en un pintor viejo que dedica su tarde a poner un graffiti en una calle vacía de Bermejo.

Quizá el arte más potente de hoy se refugie en esos lugares secretos.

La segunda moraleja posible es que hay experiencias sin sentido hasta que, sin que nada lo anticipe, te llega ese segundo que revela de golpe y para siempre el significado profundo que tuvieron décadas enteras de tu vida.

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