Margarita García Robayo, íntima: "Los matrimonios son una gran patraña. El amor no resiste la sobreexposición"

Radicada desde hace dos décadas en Argentina, la colombiana Margarita García Robayo, es autora de El Afuera un ensayo al que ella califica como un texto híbrido de no ficción

Pareciera natural que una colombiana que se dedica a las letras como Margarita García Robayo (Cartagena, 1980) haya sido parte de la Fundación García Márquez.

Su trabajo y su empeño la llevaron por distintas latitudes hasta que finalmente recaló en Argentina, donde vive desde hace dos décadas.

Sus novelas, cuentos y microrrelatos le han valido distintos reconocimientos y traducciones al italiano, inglés, francés, danés, chino, etcétera.

Pero su libro más reciente en llegar al país, y que ha despertado un verdadero interés, es El afuera, un breve ensayo que ella se resiste a lo califiquen como tal. Lo llama, simplemente, “un texto híbrido de no ficción”.

Impulsada, finalmente, por la pandemia, transformó antiguos apuntes en este texto en donde reflexiona sobre la difícil relación entre lo privado (el adentro) y el espacio público (el afuera). Pero también sobre el complejo rol de la maternidad, la obsesión sobre los hijos, los dramas de la clase media latinoamericana o la imposibilidad de mantener vivo el amor en una relación matrimonial, entre otros asuntos de la vida llana.

Sobresale también, en su libro y en esta entrevista, la mención de su padre, un juez de gran prestigio, pero que terminó su carrera sin el dinero necesario para sobrevivir.

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La escritora colombiana Margarita García Robayo.

La escritora colombiana Margarita García Robayo.

Desde Buenos Aires, su lugar de residencia, Margarita dialoga con el programa La Conversación de Radio Nihuil.

-Hola Margarita. Sos una colombiana que vive en Argentina, como tu connacional, Miguel Rivas, a quien venimos de entrevistar hace unos días.

-(Ríe) ¡Ay, Miguel Rivas! Si está escuchando, le mando un saludo. Hace mucho que no lo veo. Me encanta, me fascina cómo escribe. Es un tipo excepcional.

-Miguel nos contó que está enamorado de una poeta mendocina. ¿Vos por qué estás también por estos pagos?

-Estoy en Argentina hace veinte años ya. Un montón. Y me vine, primero, por trabajo.

-¿Qué hacías?

-Trabajaba en la Fundación García Márquez, que queda en Cartagena, mi ciudad. Veníamos a hacer muchas cosas acá a Argentina. Y en una de esas vueltas me ofrecieron trabajo.

-¿Te enganchaste de inmediato?

-No me vine enseguida. Antes pasé por otras ciudades. Viví en Barcelona un tiempo, pero, bueno, me terminé quedando. Una cosa lleva a la otra.

-Como suele suceder...

-Después, por supuesto, tuve una vida afectiva larga y ahora tengo dos hijos argentinos. Me instalé.

-El afuera se trata de un libro chiquito, pero muy potente, que ha levantado bastantes comentarios, ¿no?

-Sí, sí, sí, por suerte sí. Dicen que es un ensayo. A mí me cuesta llamarle ensayo.

-¿Por qué?

-Porque a mí la palabra ensayo me viene con una carga académica de la que carezco. Pero, además, no me interesaba explorar en este texto.

-¿Qué te interesaba? ¿Y de qué manera?

-Digamos que es como un texto híbrido de no ficción, basado en buena parte de cosas que conozco de cerca, en la experiencia. Y sí, es un libro que me tiene muy contenta porque siento que tiene mucha libertad, tanto en la creación como después en la lectura. Cada quien le puede llamar como quiera.

-Cabría perfectamente dentro de la autoficción, un género en auge, que hemos analizado, entre otros, con Julia Coria.

-Mirá, es loco porque, además, justo escribí un artículo sobre autoficción para una editora que admiro y quiero mucho, Leila Guerriero.

-¡Leila, una de las preferidas de este programa!

-Ella tiene una edición especial de una revista con diferentes artículos acerca de literatura latinoamericana. Y me pidió a mí el de autoficción.

-Qué buen dato. Encastra todo.

-Debatimos esto mucho con Leila, acerca de cómo era un género que, aparentemente, para quienes lo hacemos, sentimos que se lo considera un género menor. Está bastante desprestigiado.

-Es uno de los puntos que toca, precisamente, Julia Coria, en su libro El ombligo del mundo. ¿Cuál es tu postura?

-Yo siento que uno puede llegar a unas instancias usándose de lupa o de amplificador de ciertos vicios de la sociedad, algo que una tercera persona no te permite. Entonces, cuando uno acude a esa fórmula, a ese recurso, es porque tiene algún tipo de solidez o de sostén. No es caprichoso. La primera persona se usa siempre y cuando te sea funcional para señalar ciertas cosas que te son cercanas.

-¿Por qué este recurso es intransferible?

-Yo tengo una especie de eslogan personal que todo el tiempo les transmito a mis alumnos. Y es que me gusta mucho cuando esa primera persona del singular, o sea, el yo, tiene la vocación de ser primera persona del plural, un nosotros, un yo que aspira a ser un nosotros. Y eso es un poco lo que a mí me gusta experimentar cuando hago ese género.

-En materia de autoficción, hablás de vos misma, por supuesto, pero también, por ejemplo, de tu gente cercana. Decís que tu hermana es "blanca leche" y tu hermano es "negro sin matices". ¿Cómo es eso?

-Es un poco Colombia (ríe), es un poco Cartagena. Soy del Caribe. Todos tenemos una mezcla increíble. Los tres crisoles que le llaman.

-¿Cuáles tres?

-Los españoles blancos, los indígenas que estaban ahí y luego los esclavos africanos. La mayor parte de la población del Caribe viene de los esclavos; por supuesto, yo también. Entonces, en esa mezcla se producen estos fenómenos raros. A nosotros nos decían los hermanos Benetton cuando éramos chicos.

-Sí, claro, lo dice tu libro.

-Porque éramos exactamente eso: mi hermana, casi fotofóbica de lo blanca que es; yo estoy como en la mitad, como un café con leche amarronado, más café que leche; y mi hermano es completamente negro, tipo Mario Baracus (risas).

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Margarota se define como de rasgos de

Margarota se define como de rasgos de "un café con leceha amarronado".

-Vos contás que, por tus rasgos aindiados, tus compañeras del colegio te llamaban Pocahontas.

-(Ríe) Sí, sí. Fue mi apodo toda la vida, Pocahontas. Encima, allá tenemos toda una historia con una especie de Pocahontas local, la India Catalina, que fue tomada por los españoles, catequizada y después devuelta, para que los ayudara a conquistar a su pueblo.

-Todo un apodo, el tuyo, entonces.

-Era gracioso porque yo interpreté toda mi vida escolar a la India Catalina en los actos del día del idioma. Pero Disney nos ganó y entonces me terminaron llamando Pocahontas.

-Tu trabajo se titula El afuera porque alude al espacio público, en contraste con el adentro, con el espacio privado, que se potenció con la llegada de la pandemia. Ahora bien, no es lo mismo haberla transitado solo que con hijos. Por eso, el peso de ser madre es como la línea central del libro, ¿no?

-Sí, absolutamente. Para mí, al menos, fue como un antes y un después. Lo que pasó en la pandemia, y es un poco la tesis del libro, es algo que veníamos trabajando con bastante consistencia las familias clasemedieras.

-¿Qué cosa?

-Esta especie de tendencia a encerrarnos por considerar que todo lo externo era una amenaza. Y en la pandemia esto se pone en escena de manera casi caricaturesca, pero real, porque en verdad el afuera era una amenaza.

-Ocurrió lo tan temido.

-Es la profecía autocumplida, digamos. Hicimos casas confortables en lugar de ir a la plaza. Yo tengo una hija de siete, casi ocho años, que cuando va a la casa de un amigo que tiene columpios y no sé qué, me dice. "¡Ay, pobrecito! Pobrecito talcito que no puede ir a la plaza porque ya la tiene".

-Necesidad del aire libre...

-Y yo me siento tan feliz. Digo: qué bueno que ella todavía siga prefiriendo ir a la plaza. Pero este es un fenómeno, para mí, de las familias de clase media acomodadas, muy de las capitales latinoamericanas. Un sector social en el que pongo el foco en el libro. O sea, en esta clase media con cierto acceso, pero tampoco demasiado pudiente, porque si fuera pudiente entonces no tendría ningún problema.

-Exacto, el foco está puesto en el entorno familiar.

-Porque creo que el hecho de reproducirse te vulnerabiliza. Por eso, entre las críticas que me han hecho, me dicen que le doy muy duro a la clase media, que al final es la que más trabaja, la que se esfuerza tanto.

-Porque, aun así, le encontrás aspectos para poner una mirada más crítica.

-Es que yo creo que, en la medida que uno se reproduce, se vuelve un poco más mezquino y más egoísta, porque te parece que el hecho de tener hijos te ampara y te justifica. Y dices, bueno, todo lo que me importa está dentro de estas cuatro paredes y lo demás que se pudra, ¿no?

-La clase media es el ámbito donde vos te movés. Incluso apelás mucho al adjetivo "clasemediera". Digamos, sabés que tenés ciertas ventajas sobre otros sectores sociales y eso en algún momento te jode.

-(Ríe) Sí, sí... Claramente, otra cosa que pienso del libro es que está lleno de contradicciones.

-Por eso.

-Es un libro en el que la narradora, en todo caso, se hace cargo de esas contradicciones porque es un dilema, la verdad, ser parte de un sector que te provee ciertas cosas de comodidad, sobre todo cuando tienes familia, insisto; pero, al mismo tiempo, ves que cada vez se cierra más en sí mismo y se olvida de que hay una afuera, de que hay personas que viven por fuera de esa especie de vida gregaria que llevan las familias de este sector social.

-Una cosa no quita la otra, ¿no?

-Para mí se trata de un fenómeno que no es gratuito tampoco porque, previo al abandono de los sectores más acomodados del espacio público, hubo un abandono estatal; o sea, un abandono anacrónico de los estados del espacio público, hasta el punto de que la gente que puede no transitarlos, prefiere no transitarlos.

-Da la impresión de que vos vivís todo esto con una especie de complejo de culpa oculto, porque otro de los grandes temas tuyos, en este y en tus otros libros, es la desigualdad social. A lo mejor sentís que, aunque no seás rica ni parte de la aristocracia, estás por encima de varios.

-Bueno... yo me considero de clase media. Creo que mi entorno es de clase media acomodada. Siempre se le pone ese adjetivo de más porque es verdad que yo no voy a trabajar todos los días a una oficina por un salario que no me alcanza para llegar a fin de mes. Estoy una escala un poquito más arriba que eso. ¡Pero tampoco tanto! Uno también la padece, ¿viste?

-O sea... ni tanto ni tan poco.

-Es verdad que, al afincarse en esa línea, por lo menos acá en Argentina, yo siento que es un colchón bastante amplio, todavía; vamos a ver qué queda de eso. Mientras que en otras capitales latinoamericanas es una línea muy delgada, que te pone de un lado o del otro.

-Son mundos más nítidamente separados.

-Era el miedo de nuestros padres, en todo caso, que sí eran clase media, porque lo que sí hubo en mi generación es una especie de avance cualitativo. No solo en mí. Mis hermanas viven mejor que mis padres. Yo también.

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Margarita con sus libros.

Margarita con sus libros.

-¿Qué recordás de aquella sensación de tus padres?

-Lo que pasaba con nuestros padres de clase media trabajadora, era que el peor temor, el mayor miedo de su vida, era descender en la escala social y de repente ser pobres. O sea, estaba clarísimo que nunca iban a ser ricos, porque nuestros países no nos permiten ese crecimiento; pero les daba terror ser pobres.

-A propósito de esto, el tramo más emotivo del libro es cuando, cerca del final, hablás de tu papá quien, después de muchos años de ejercer como juez, era muy respetado. Hablaban de él como se habla de un sabio: un tipo muy inteligente, un ser superior. Sin embargo, no tenía el dinero necesario para vivir, lo cual llama poderosamente la atención. ¡En nuestro país los jueces no acostumbran ser pobres!

-Sí.

-A continuación, dibujás una escena en la que, después de perder la casa, estás en una galería, hamacándote junto a tu papá cuya mirada triste refleja el sentimiento de esa pérdida, por lo que ya no va a volver a tener.

-Sí. Eso a mí me sigue. Te juro que a veces hablo del tema y todavía me sigue pegando muy duro.

-¿Por qué? ¿Dónde te pega?

-Porque yo vi el trabajo de mi papá y de mi mamá; pero de mi papá, sobre todo. Las familias estaban un poco conformadas de una manera en que era el hombre el que salía y hacía el trabajo y traía el dinero.

-Un trabajo que no era liviano, ¿no?

-Fue un trabajo arduo y consistente toda la vida, para al final no tener ni una casa. Era muy duro verlo, atestiguarlo, siendo hija y ahora a futuro.

-Así y todo, él no había perdido la esperanza.

-Pero en realidad nunca más pudo tener una casa, después de perderla. Fue imposible. Y es un poco lo que digo respecto de lo que veo en ciertos sectores.

-¿Gente cercana a vos?

-Yo tengo un montón de amigos y amigas, profesionales, formadísimos, como era el caso de mi papá, que no pueden comprarse una casa. De hecho, te diría que la mayoría de la gente que conozco no puede. Podrá alquilarla o no sé qué, acceder a ciertas cosas, por ahí algún viaje, pero el tema de adquirir una propiedad es tan lejano en nuestros países para quienes no heredaron algo que, entonces, como clase, yo la llamo la clase formada y frustrada.

-Qué precisa esa categoría.

-O sea, es gente que, aun con toda la formación que pudo haber tenido, su calidad de vida y sus posibilidades de acceso a bienes de consumo y todo siempre van a ser insuficientes. ¿Y eso qué genera? Un individuo completamente frustrado. Y un poco en esa clase también nos movemos. Todos pensamos que estamos para más.

-Pero hagamos hincapié en esto. Tu papá de clase media era un tipo honesto, porque, de lo contrario, gracias al prestigio del que gozaba, podría haber tenido mucha plata, ¿o no?

-Claro. Nosotras, a veces, con mi mamá hacemos la revisión del tipo: "Ay, ¿te acuerdas de tal tipo que era colega de tu papá? Bueno. Tiene cuatro casas, una isla y no sé cuántas cosas más".

-La gran diferencia. Típica.

-A mi papá, pobre, nunca se le ocurrió meter la mano en ningún lado. Era un tipo muy respetado, la verdad. Pero nos queda eso también. Nos queda el recuerdo de eso que fue. Yo cada vez que vuelvo a mi ciudad me dicen: "¡Ah, eres la hija de tal!". Esa es la herencia que te dejó, también me dicen. Prefiero eso a que me haya dejado una isla.

-¿Cómo se llama tu papá? Pregunto porque no ponés ningún nombre propio en todo el libro.

-Nunca los pongo (ríe).

-¿Por?

-No sé. Fue una cosa que hice desde muy temprano. Tratar de construir los personajes sin nominarlos, de manera que, primero, no aludieran a nadie directamente.

-¿Por qué, otra vez?

-Porque está muy pegado a la realidad casi todo lo que escribo y he tenido bastantes problemas (ríe). Es algo que nos pasa siempre a los escritores. Entonces trato de dibujar las identidades más reconocibles. Y además se me convirtió en una marca de estilo. O sea, ¿cuál es la importancia del nombre?

-¿Por qué te parece poco?

-Alguna vez hablé de esto con otro escritor que quiero y admiro mucho, Fabián Casas. Creo que él incluso tiene un texto sobre los nombres, sobre porqué les damos tanta importancia, cuando los nombres realmente no hacen, digamos, ni a la persona ni al personaje. Y un poco me agarré de su teoría. En casi ningún libro mío hay un nombre propio.

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"En casi ningún libro mío hay un nombre propio", revela Margarita García Robayo.

-Está bien eso de ponerse a salvo porque solés mandar al frente a cierta gente de manera incómoda. Por ejemplo, contás que en Francia te recibió un matrimonio muy progre, pero que ellos eran bastante sucios, poco afectos al aseo. Luego una amiga te hizo ver que eso es una marca de la izquierda. Para ellos la limpieza estricta es propia de los ricos.

-(Ríe) Claro. Es toda una teoría que desarrolló mi amiga. Me decía: fijate, toda la gente limpia es facha. Analizá. Una especie de teoría acomodaticia. Es peligroso porque te podés encontrar con la verdadera inclinación ideológica de alguien por cómo tiene sus casos.

-Al final, no dijiste el nombre de tu papá.

-El nombre de mi papá es Gabriel García Díaz Granados.

-¿Y tu mamá?

-Mi mamá se llama Emilce Roballo.

-Tu madre también es protagonista aquí, teniendo en cuenta que te fuiste de casa muy joven. Decís “mi madre y yo somos muy distintas en esto. Ella siempre quiso ser más hija que madre”.

-Sí, absolutamente.

-¿Cómo lo entendemos?

-Mi madre tenía muchos hijos. Éramos tres, de madre y padre. Y después teníamos dos hermanas mayores, que eran hijas de un matrimonio previo de mi padre, que enviudó muy rápido, pobre. Entonces se casó con mi mamá.

-¿Y cómo se distribuía tu mamá en ese entorno?

-Mi recuerdo de ella, como madre, es que siempre fue una mujer muy sobrepasada, muy agobiada. Y siempre vi que encontraba refugio en la casa de su mamá.

-Es decir, en lo de tu abuela.

-Claro. Ella, indefectiblemente, todos los días iba a la casa de su mamá, que la recibía con la sopa y tal. Y nos cuidaba mucho a nosotros mi abuela. Por eso siempre me pareció que tenía esa vocación de hija. De hecho, estuvo con mi abuelita hasta que murió en pandemia, justamente, como he contado en el libro.

-¿Qué le has reprochado, en definitiva?

-Creo que ha habido momentos en que ella podría haber elegido estar más con un hijo o con una hija que con su madre. Pero ha elegido a su madre. No es algo que resienta, ¿eh? Me parece que es una característica.

-¿Y vos qué?

-Debo haber encarnado a la madre naturaleza misma, porque me encanta ser mamá. Mis hijos son mi regalo en la vida. No sé. Suena muy cursi, pero realmente siento que lo de la madre, que realmente no era algo que yo hubiera planeado en mi vida previa a la maternidad, me sale.

-Esta era una pregunta importante. Te encanta ser mamá, pero ¿vos querías ser mamá o te cayó de arriba o te descuidaste? ¿Cómo fue?

-No, no fue que me descuidé. Yo no quería ser mamá a priori. Nunca fue un deseo para mí, como sí he visto a gente que dice: ¡ay, si yo no soy mamá, no sé qué!... A mí nunca me pasó eso. De hecho, yo me fui muy joven de mi casa, viví en varios lugares, tuve un montón de parejas. Nunca fui el prototipo de: quiero armar una familia y tener hijos. Nunca.

-Hasta que se dio.

-Creo que fue una sorpresa para mi familia cuando dije: ¡Ay, voy a tener un hijo!

-No era para menos. ¿Qué te decidió?

-Cuando conocí al papá de mis hijos, en ese momento nos planteamos que ya éramos grandes. Teníamos, no sé, treinta y dos, treinta y tres años. Ahí saltó la pregunta: ¿y si tenemos un hijo? Listo. Hagámoslo. Uno nunca piensa que, con solo decirlo, sucede de manera tan inmediata. Pero así fue. Y la verdad es que fue un antes y un después para mí, en el mejor de los sentidos.

-¿Cuál es ese sentido?

-Que encontré un lugar en el que me siento, no solamente cómoda, sino habilidosa, algo que no me pasa en casi nada en la vida (risas).

-Una curiosidad. El sábado próximo vamos a charlar con Fabio Morábito.

-¡Ay! Lo adoro, lo adoro. Soy muy fan.

-Bueno. En el primer cuento de su libro Jardín de noche, dos vecinas suelen comunicarse a través de una cerca. Una de ellas quiere tener hijos, pero no puede; y la que sí puede, no tiene ningún interés. Entonces la primera la odia sin remedio. ¿Hay mucho conflicto entre las mujeres por estas diferencias? ¿A vos te pasó?

-Absolutamente. Tengo bastantes amigas que están en esa situación y, por ejemplo, congelan óvulos, etcétera. Pero no pueden. O sea, por alguna razón están impedidas o porque no tienen con quién o porque biológicamente hay algo que no está funcionando para que se produzca, etcétera.

-¿Y en la vereda de enfrente cómo se asume esto?

-Tengo otras, por ejemplo, que están embarazadas y abortan. Y entre ellas son amigas. Recuerdo una pelea brutal entre una que le decía a la otra: haz lo que quieras, pero no me lo vengas a contar acá; no me digas eso en la cara porque yo estoy haciendo un esfuerzo desmedido para tener un hijo.

-Haciendo un somero balance, hemos entrevistado a una gran cantidad de escritoras. Suele predominar en sus libros todo el conflicto con las respectivas madres o el hecho de ser madres ellas mismas. Vos hacés tu aporte cuando, al describir a tu mamá, decís que "amar y odiar al mismo tiempo es algo que nos sale bien a las hijas". Es jodida esa relación amor-odio entre madres e hijas, ¿no?

-Sí. Me parece que es una relación maravillosa para explotar a nivel narrativo, justamente por eso, porque lo principal que uno necesita, en mi opinión, para escribir, es encontrar la ambivalencia, ¿no? Y la ambivalencia es eso que te permite sentir al mismo tiempo dos cosas opuestas.

-¿De qué manera se manifiesta esto?

-Uno con la madre o con la hija siente eso. Hay momentos en que sabes que no podrías ser sin ella y al mismo tiempo la quieres matar (risas). Por otro lado, a uno se le olvida como hija y también como madre que la hija o la madre son mujeres. Y las mujeres somos complejas. Entonces, empieza como a chocar eso de que, bueno... al fin y al cabo somos mujeres.

-¡Ni que lo digas!

-(Ríe).

-Hablando de complejidad, a tu pareja siempre lo mencionás como "el papá de mis hijos". No desempeña otro rol en el libro que ser el papá de tus hijos. No tiene nombre propio, no le tirás una onda, lo tratás con una distancia tremenda.

-¿Te parece? Tiene una letra.

-Transmite un cierto desamparado su situación en la historia, si uno se pone en su lugar.

-(Sigue riendo) Solo una persona antes que tú me mencionó esto. Me dijo qué raro la distancia con la que se habla de M., que es el papá de mis hijos. Bueno, la pandemia fue un momento difícil. Yo escribí este libro enteramente en ese tiempo y hoy estoy separada de él, así que algo se estaba cocinando ahí, seguramente.

-Vos ponés una advertencia cuando decís que "el éxito de un matrimonio consiste en moverse con cautela, evitando ser desenmascarado". Y lo rematás con un golpe de nocaut: "Nunca se podrá venerar algo a lo que se conoce demasiado". ¿Fue tremendo conocerse demasiado en pandemia, al menos para vos?

-Sí, lo sostengo, absolutamente. ¿Qué se venera? A un santo. A alguien distante. No sé... Cuando uno conoce demasiado a otra persona, nadie resiste esa sobreexposición.

-¿Por qué?

-Es difícil. Se muta, en todo caso, en la relación. Y uno crece, madura y aprende a que no siempre se trata de amor. A veces se trata de otra cosa y uno lo elige igual. Pero el amor no resiste la sobreexposición. Yo estoy convencida.

-¿Hace falta, entonces, la máscara todo el tiempo? ¿O, al menos, algún un tipo de máscara?

-Sí. Por eso creo que los matrimonios, justamente, son una gran patraña (ríe), porque no hay posibilidad de sacarse la máscara si quieres que funcione bien, hay que estar todo el tiempo con eso.

-No hay chances, entonces.

-Hay otros que le llamarán de otra manera. Son un poco más eufemísticos: cuidado, cariño, compañerismo... Bueno, tienes que hacer un montón de concesiones. Y esas concesiones, muchas veces, te impiden mostrarte genuinamente.

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