Mandó construir palacios y puentes suntuosos, organizó banquetes fastuosos y gastó grandes sumas de dinero en su propio lujo, mostrando un estilo de vida opulento que desconcertaba a la ciudadanía.
Lo más sorprendente, sin embargo, fue su deseo de ser adorado como una divinidad. Calígula ordenó que se erigieran estatuas suyas en templos, y que se le rindiera culto como a un dios. Incluso llevó esta obsesión al extremo con su caballo favorito, Incitatus, al que planeó nombrar cónsul, una muestra de su desprecio por las normas y la seriedad de las instituciones romanas. Estas acciones provocaron tensiones crecientes con el Senado y la élite romana, quienes comenzaron a conspirar en su contra.
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El culto a Calígula: poder llevado al extremo
El final de emperador del imperio Romano
Además de su proclamación divina, Calígula mostró comportamientos excéntricos y crueles: castigaba arbitrariamente a sus enemigos, reorganizaba el Senado a su antojo y celebraba juegos y espectáculos para reafirmar su poder absoluto. Su reinado, aunque breve, dejó una huella profunda en la historia del Imperio romano, demostrando cómo la ambición y la megalomanía podían transformar la autoridad en actos extremos e imprevisibles.
Finalmente, en el año 41 d.C., su reinado terminó abruptamente cuando fue asesinado por miembros de la guardia pretoriana en una conspiración. A pesar de su muerte, la figura de Calígula permanece en la memoria histórica como un símbolo de exceso, poder absoluto y la delgada línea entre grandeza y locura. Proclamarse dios viviente no solo reveló su megalomanía, sino que también convirtió su historia en un ejemplo duradero del impacto de la personalidad y la ambición en la política del Imperio romano.