Análisis y opinión

Si vas a ver The Crown, hacé pis y tomá agua antes

La cuarta temporada de la serie sobre el reinado de Isabel II ratifica la excelencia en todos sus rubros, pero en particular en sus guiones. Ratas en el palacio y una reina en camisón

Concluye un nuevo episodio de la cuarta temporada de The Crown (La Corona) y con mi mujer nos damos cuenta de que no hemos abierto la boca en una hora, casi tiesos, con la mirada fija en la historia. En el principio de los tiempos el brujo de la tribu juntaba al grupo alrededor del fuego para narrarles historias. Ahora el fuego es un smart TV y los brujos son dos británicos llamados Peter Morgan, creador y guionista de este relato, y Stephen Daldry, productor y director de cine y teatro, entre otros hacedores de la serie.

Tras apagar el tele respiramos profundo y exclamamos cosas como "¡Mamá!", que quiere decir qué guachos estos cosos, qué habilidad narrativa, qué bien planteada y mantenida que está la tensión, qué rigor en la ambientación y en la puesta en escena, con qué felicidad los actores y las actrices juegan sus roles, qué edición de relojería. Y varios elogios más.

Las series de TV basadas en personas y hechos reales (en este caso el reinado de Isabel II de Inglaterra desde 1947 hasta nuestros días) corren con la desventaja de tener que armar personajes a partir de los originales de carne y hueso, muchos de los cuales están vivos y son -o han sido- muy famosos y, por lo tanto, han generado amores y odios que aún están calientes.

Es decir: para generar empatía, esos personajes reales deben coincidir en algo con la "ficha" que el público ya tiene de ellos. ¿Quién no tiene algún tipo de posición tomada sobre la Thatcher, el "huevas" del príncipe Carlos, la tragedia de Lady Di o la Guerra de las Malvinas? Por lo tanto es muy complejo para el equipo creativo contentar a audiencias tan distintas como la argentina o la inglesa.

Pero ahí están un coreano, un mexicano, un norteamericano, un ruso o un argentino viendo The Crown y emocionándose con gente que no tiene que ver con sus realidades. ¿Reinas? ¡Ni en Vendimia! Y sin embargo, ahí nos tiene a los que no creemos en monarquías prendidos de una historia llena de fastos y protocolos.

Rata y cepillo gastado

¿Entonces? Entonces pasa que hay que caer rendidos ante la habilidad de los Morgan y los Daldry para sugerirnos que las coronas y las capas son, en el fondo, cotillón, y que lo que nos emociona es que nos hablen de los seres humanos que las portan.

La intimidad del baño de la reina con su cepillo de dientes gastado, una rata que pasa por medio de la escena durante una reunión de la familia real, la princesa Diana que vomita los atracones de comida con los que pretende esconder su angustia, los celos entre sí de los hijos de estos reyes, los chistes bobos en la sobremesas, la crueldad de esconder a parientes con enfermedades psiquiátricas, son en The Crown, parecidos a los de cualquier casa de súbdito.

Siempre he creído que no hay historias más potentes que las de padres e hijos. Ahí es donde se destapa la más profunda humanidad. Una reina que parece sentir más cariño por los caballos que por los hijos, pero no por maldad sino por mandato del protocolo real, es algo que revuelve el estómago. Algo similar produce la manifiesta preferencia que la Thatcher, que no es de la realeza, exhibe sobre su hijo varón en desmedro de su hija mujer.

Ese, el de los hijos ninguneados, es uno de los dramas contra los que se rebela Lady Di, además de saber desde el primer día que su marido, el príncipe Carlos, está enamorado de otra mujer con la que no se podía casar porque Camila Parker Bowles ya estaba casada con otro señor.

Benditos guionistas

Hacer un buen guión para asuntos como éstos y resumir 73 años de historia es una tarea de titanes. Pero además la serie tiene el atractivo de que en todos los episodios hay un hecho conmocionante de la vida real como telón de fondo.

Por ejemplo, aquel que cuenta la historia del tipo que se queda sin trabajo durante los duros años de ajustes de Margaret Thatcher y que se inmiscuye dos veces en el Palacio de Buckingham hasta que en el segundo intento logra hablar con la Reina, nada menos que en su dormitorio y con ella en camisón, para ponerle las quejas de que no hay plata para generar empleos y sin embargo sí hay millones de libras disponibles para embarcarse en una guerra como la de Malvinas.

Cuando yo era chico y en mi casa se contaba algún suceso vecinal extraordinario, mi madre solía repetir: "¡Y después dicen que esas cosas pasan nada más que en las películas!"

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