Análisis y opinión

Laura Alcoba exorciza en "La casa de los conejos" su drama infantil de dictadura, clandestinidad y exilio

La escritora y traductora platense, radicada en París, contó sus vivencias de niña en Argentina, reflejadas en uno de sus libros, ahora reunido con otros dos en un solo volumen

Laura Alcoba, cuando dialoga, transmite dulzura, jovialidad y un sereno juicio sobre las vicisitudes de la vida. Nada parece llevar, en ese primer contacto directo, al drama infantil que, una vez superado con los años tras un lento proceso emocional, la forjó como la calificada escritora y traductora que es hoy.

Nació en La Plata. Su niñez, sobre el final del gobierno de Isabel y López Rega, la encontró como integrante de un núcleo familiar de militantes montoneros. Rápidamente aprendió a vivir en la clandestinidad, a callar, a disimular su nombre, a moverse en las sombras. A asimilar las muertes que se iban extendiendo a su alrededor. Rápido, también, le acontecieron la cárcel de su padre y el exilio, junto con su madre, en Francia. Llegó a París a los diez años de edad y allí vive desde entonces.

Fue, como ella misma dice, “una nena que no eligió estar ahí”. En esa situación estremecedora.

Así lo dimensiona ahora al reflexionar sobre los tres volúmenes que la han ubicado en un sitial de preferencia de la literatura internacional. Arrancó con la publicación en francés de Manèges. Petite histoire argentine, en 2007. Poco después, con traducción de Leopoldo Brizuela, pasó a llamarse en español La casa de los conejos. Le siguieron El azul de las abejas y La danza de la araña. La trilogía hoy se encuentra en las librerías reunida en su solo volumen bajo el primero de los títulos.

Desde la capital francesa, Laura Alcoba afronta un nuevo ejercicio de memoria y de lucidez existencial en La Conversación, el programa de Radio Nihuil que compartimos con Esteban Tablón y Paula Jalil.

-Hola, Laura. ¿Estás en París en este momento?

-Sí, estoy en París, con un frío tremendo, por eso sorprende mucho lo que están viviendo allá con el calor. Esperamos por acá ya el fin del invierno porque se pone difícil.

-¿Hace cuánto que estás en tu domicilio actual?

-Hace mucho que vivo acá, como unos quince o dieciséis años. Y como todos los espacios en París, es muy pequeño mi departamento, pero, bueno...

-Pero no siempre estuviste ahí.

-Cuando llegué a Francia, siendo una niña, viví cierto tiempo con mi madre en las afueras. Esto aparece mucho en mi trilogía, sobre todo en El azul de las abejas y en La danza de las arañas.

-Por eso mismo te preguntaba. Tanto en el segundo como en el tercero de los libros, el espacio que habitás, los barrios de la periferia de París, están muy presentes en la narración. De hecho, en La danza de las arañas las torres que la protagonista mira todo el tiempo, las Mercuriales, son su punto de referencia.

-Efectivamente, las teníamos ante nosotros en el departamento en donde yo viví, en Bagonet, con mi madre y con el personaje que aparece como Amalia. Y tenían también todo un simbolismo. Por eso quería que arrancara la tercera novela con esas dos torres que deberían haber sido cuatro.

-¿Por qué cuatro?

-Estaban la torre del este y del oeste. Y el conjunto tenía que ser como una brújula, pero la del norte y la del sur nunca se construyeron porque hubo una quiebra de la empresa que las construía. Por eso la brújula era la mitad de una brújula.

-¿Y por qué le asignaste tanta importancia a esa circunstancia?

-Para mí era importante que arrancara con esa imagen la última parte de la trilogía porque esa brújula truncada, la línea que faltaba, era la que llevaba a mi padre, la que llevaba al sur.

-Desde que llegaste a Francia, exiliada, siendo muy jovencita, hasta que decidiste contar tu experiencia en La casa de los conejos, pasó un largo tiempo. ¿Qué te motivó? ¿Qué hizo que decantara tu necesidad de narrarla?

-Yo tenía la sensación desde hacía mucho tiempo que, si en algún momento me decidía a escribir, si me decidía a construir algo literariamente, tenía que empezar contando la historia de La casa de los conejos. Eso lo tenía muy presente. No totalmente verbalizado, pero sí presente en mi mente.

-Tardaste mucho, como vos has reconocido. ¿Cómo se destrabó la cosa?

-Necesité, para escribir el primer libro, volver a la Argentina. Y ese proceso emocional, mental, fue lento.

-¿Fue un volver cómo?

-Fue un volver al lugar donde transcurre esa primera historia, una casa en la que yo viví de niña, siendo muy chica, con mi madre, que estaba clandestina. Yo estaba ahí, sin haberlo elegido. Y había una imprenta clandestina.

-¿Qué recuerdos tenías?

-Recuerdos muy fuertes de esa experiencia y, si bien, yo tenía entre siete y ocho años, guardaba imágenes, sensaciones. Tenía el recuerdo muy fuerte de que no debía decir mi nombre fuera de la casa, de que estábamos en peligro. Eran cosas que se habían quedado grabadas en mí de manera muy, muy potente. Y, al mismo tiempo, no tenía ninguna foto. Digamos, tenía imágenes mentales, pero ninguna huella. Tampoco ninguna verbalización porque es un episodio que con mi madre nunca podíamos evocar por las emociones fuertes que le generaba a ella.

-¿Entonces?

-Por lo tanto, era una cosa que llevaba adentro, pero que necesitaba explorar, entender. Tardé mucho en decidirme a hacerlo. Volví por primera vez a esa casa en la que yo había pasado meses, en el ’76. Fue en 2003, o sea, muchísimo después.

-Una casa con una carga emotiva muy especial, ¿no?

-Es una casa en donde ocurrieron cosas muy violentas después de nuestra partida. Hubo un ataque y las personas que estaba presentes fueron asesinadas.

-Tu mamá ya se encontraba en Francia ¿y vos?

-Es una historia muy complicada. Mi madre me había dejado con mis abuelos, pero ellos, a su vez, me habían dejado en otro lugar y me recuperaron luego, en La Plata, después de esto. Yo no estaba en Francia porque, en ese momento, no tenía papeles. Estaba como escondida esperando recuperarlos

-La historia del ataque a la casa está descrita en tu novela. Recordanos cómo fue.

-Fue muy impresionante. Hoy la casa se transformó en un modesto lugar de memoria. Hoy es una casa-museo, pero cuando yo volví por primera vez se estaba ocupando una asociación de rehabilitarla. Todavía llevaba inscripta en las paredes, en lo que quedaba, lo que había ocurrido ahí, pues esa casa fue atacada de manera muy violenta, con bombas incendiarias. Y la familia la había conservado en ese estado, con las huellas de lo sucedido, huellas de las balas, del tiro de mortero terrible que agujereó la casa completamente.

-¿Y el contacto con esos restos qué te movió interiormente?

-Fue muy impactante porque a pesar de la situación tan difícil y complicada, recuerdo haber vivido parte de mi infancia en ese lugar, haber jugado…

-Apuntemos que La casa de los conejos se llama así porque había conejos de verdad que actuaban como la tapadera de un “embute”, de una instalación clandestina donde funcionaba la imprenta que imprimía los ejemplares de Evita Montonera. Era una manera de justificar los movimientos que demandaba distribuir los paquetes de la publicación.

-Exactamente. Era una cobertura para justificar las idas y venidas que, en realidad, estaba generadas por el hecho de que ahí se imprimía. Y había en un espacio secreto definido por una palabra de la jerga de la época: “embute”. Entonces, habían tenido la idea de montar un criadero de conejos, que actuaba como cobertura de lo que pasaba detrás. Después de la pared, al final de la casa, había un lugar suplementario donde estaba la imprenta.

-Con la historia de los conejos te metés en los años setenta, un tema siempre complejo que sigue provocando opiniones encontradas. Tu narración es muy equidistante, no carga las tintas para uno u otro lado. ¿De qué manera, en lo personal, te han llegado los ecos de este intenso debate nacional?

-Es verdad que yo no lo abordo de la manera tan apasionada con la que se suele abordar en la Argentina, una manera muy partidaria.

-Exacto. A favor o en contra, sin posiciones intermedias. Vos lo tratás de modo bastante aséptico, no digamos objetivo, porque eso no existe en este tipo de obras.

-Es cierto. Al contrario. Mis libros están basados en mi experiencia subjetiva, pero en la subjetividad de una nena que no eligió estar ahí. Eso, quizá, haga que sean libros diferentes respecto de lo que pueda ser cierta literatura “militante” en la que yo no me reconozco en absoluto. Se trata, simplemente, de lo que estaba viviendo. Y a partir de esa experiencia traté de construir esos tres libros. No son los libros a posteriori de una persona que estaría justificándose o, al contrario, haciendo un mea culpa, porque la decisión de la militancia no fue mía. Yo estaba ahí. Pero sí la vivencia fue muy intensa.

-La mejor prueba de lo que decís es cómo retratás a tu papá, que está preso en La Plata. Lo hacés con afecto, pero no como héroe o antihéroe, ni como víctima o victimario.

-Sí. De hecho, yo no creo en los héroes. No es para nada esa perspectiva. Fue un momento muy violento, muy duro y desde esa complejidad está contado con los ojos de una niña. Pero yo no doy respuestas hechas en absoluto. Es más, sigo con un montón de preguntas. Y creo que eso tal vez se perciba en los libros.

-¿Y no has tratado estos temas con tu mamá? ¿Ella no ha sacado cuentas o ha hecho algún tipo de meditación respecto de todo lo que pasó en estos años?

-Tal vez sí, pero no conmigo. Mi objetivo no fue, en ningún momento, pedirles a mis padres que rindieran cuentas sino utilizar la vivencia infantil para evocar ese momento como algo de un rompecabezas que siento inconcluso, que siento colectivo y muy amplio, y aún por hacer. Pero es un rompecabezas en el que también es necesario contar desde diferentes puntos de vista.

-En tu formación académica está el Siglo de Oro español. ¿El espíritu satírico de esa época se te mezcla un poco en tu narración o es una percepción equivocada?

-(Ríe) ¡Me encanta tu pregunta! Sí, creo que sí. De hecho, cuando se publicó La casa de los conejos en la Argentina me preguntaron en qué me había inspirado y les sorprendió mucho cuando yo dije el Lazarillo de Tormes, ese anónimo del siglo XVI. En realidad, mi libro tiene una estructura que es la misma que la del Lazarillo, al igual que el doble sentido y otros aspectos relacionados con muchas lecturas mías. No solo leo Siglo de Oro español sino también literatura contemporánea, que me interesa mucho. En fin, a veces se van cruzando cosas, lecturas o textos que estudié, que trabajé y que dejan su huella o sus interferencias.

-Tu trilogía está compuesta de tres novelas cortas, de poco más de cien páginas. Cada una apela a animales distintos para el título: conejos, abejas y una araña. Los conejos son reales, las abejas y la araña son metafóricos. ¿Los elegiste a propósito para darle el tono a cada relato?

-Sí, sí, completamente. Los conejos estaban, eran reales. Cuando publiqué el primer libro alguien me dijo: “¡Ay, qué linda la metáfora de los conejos!”. Me hablaban de la inocencia, de los animales blanquitos, etcétera. Y no era una metáfora en absoluto. Yo conviví con los conejos en esa casa.

-No eran Bugs Bunny.

-¡No! (ríe). Luego, lo importante para mí era salir de la realidad aplastante, angustiante, de La casa de los conejos. Se podía hacer por la literatura, por lo imaginario. Entonces, El azul de las abejas es el espacio mental en el que la narradora y el padre se encuentran a través de la correspondencia y hablan de cosas que leen o que no están, en todo caso. Por ejemplo, ¿será verdad que las abejas prefieren el color azul? Ahí se va creando el espacio mental que permite escapar de la realidad.

-Lo mismo vale para la araña.

-Poco a poco, tanto El azul de las abejas como La danza de la araña van saliendo de lo que es La casa de los conejos. Y se va saliendo por lo imaginario. Para mí era importante, también, la araña. Porque la araña en la jaula es, evidentemente, una imagen de mi padre. Él finalmente sale de la cárcel. Al mismo tiempo, jugar con esa construcción, con esa araña que va a terminar por salir, conforma un espacio imaginario que le permite a la narradora irse alejando de la experiencia del silencio y de la angustia de los conejos reales de la historia primera.

-Mucha gente ha quedado marcada por historias disfuncionales de su infancia. A vos se te nota muy bien de ánimo, con una actitud positiva. ¿Cuál ha sido tu método para curarte?

-No sé. Una nunca sabe. Yo creo que me ayudó mucho escribir, que mis libros llegaran a muchos lectores. Por ejemplo, cuando se publicó La casa de los conejos, recuerdo que en Argentina varios lectores me decían: “¡Ay! Gracias por haber escrito este libro. Viví algo similar y todavía no puedo contarlo”. Esas reacciones las tuve una, dos, tres, diez veces más…

-Tu relato generando un efecto curativo…

-Por eso, cuando te hablo del rompecabezas es que yo pongo la pieza que puedo poner y sé que muchas personas tienen que seguir construyendo su rompecabezas. Entonces, ahí esto cobra un sentido, ¿no? Es decir que, si bien siempre utilizo vivencias personales, pienso a partir de eso en algo que se lea como una novela porque es una manera de entregar el texto al lector y que él pueda hacerlo propio, también, que pueda meterse dentro. Entonces ahí siento como que, a partir de lo que puedan ser dolores o sufrimientos, paso a otra dimensión y ya los dejo detrás al transformarlos en literatura.

-Además de escritora, vos también sos traductora. Está buenísimo que hayás traducido al francés en estos tiempos a escritoras argentinas del nivel de Camila Sosa Villada o Selva Almada, a quienes, de paso, te cuento que hemos entrevistado en este programa.

-Me encanta hacerlo. Yo escribo en francés, pero el hecho de conectarme de nuevo con mi lengua materna y hacerlo a través de libros de esa calidad, me encanta y siento que me aporta mucho. Al mismo tiempo me entrego al texto de las demás. Elijo siempre aquellos que me parecen buenos. Y, en este caso, Camila Sosa Villada y Selva Almada son autoras absolutamente extraordinarias.

-¿Cuál ha sido el resultado?

-La recepción aquí ha sido excelente. Se acaba de publicar No es un río, de Selva Almada. Las malas, de Camila Sosa Villada, tuvo un eco muy, muy fuerte. Yo trabajo las traducciones como si fuesen mi propio escrito. Lo leo en voz alta para que suene bien en francés. Trato de pulirlo hasta en la menor coma y que tenga un ritmo. Creo que quedan bien francés porque son buenos textos.

-Por otro lado, está saliendo tu nuevo libro, Par la forêt, ¿no?

-Sí. Salió al mismo tiempo que el libro de Selva Almada.

-Por algo que se puede ver en Le Monde se trata de una historia muy fuerte también.

-Sí. Ahí trabajé no sobre mi memoria personal sino sobre la memoria de los demás. Es una historia muy dura que tuvo lugar aquí en el exilio. Fueron tres años de trabajo, de buscar esa materia, de ver cómo contarla. Esa nota de Le Monde es increíble y la recepción ha sido muy buena.

-¿El relato es acerca de un infanticidio?

-No quiero contar demasiado, pero, sí, es una historia de locura. Se trata de una familia en la que ocurrió un acontecimiento muy trágico.

-¿Cómo sería la traducción del título en español, Por el bosque?

-Sí, Por el bosque o A través del bosque.

-Suponemos que habrá publicación en Argentina.

-Espero, sí. No tengo fecha aún, pero estamos en eso, hablando.

-Hacías referencia, recién, a tu lengua materna. ¿Nunca pensaste en volver a la Argentina o eso está descartado porque aquí viviste cosas feas?

-De hecho, yo no elegí nada. Ni lo que viví en Argentina ni partir al exilio fueron decisiones mías. Yo llegué a Francia con diez años, es decir que gran parte de mi infancia y mi adolescencia, que es tan importante, tuvieron lugar acá. O sea que, en cierto modo, también me siento francesa. Yo necesito Argentina. Eso lo tengo claro. Necesito viajar, necesito estar, necesito conectarme, necesito leer, necesito nutrirme de Argentina también. Eso lo vivo de manera intensa. Y, al mismo tiempo, terminé por construirme acá, ¿no?; por lo tanto, a veces tengo la fantasía de preguntarme si podría vivir en la Argentina.

-¿Y?

-Bueno… ya construí mucho acá. Acá tengo mis hijos y ahí sería un exilio elegido. Digamos que mi vida se construyó por el azar y por la historia que me tocó vivir. Pero no fue una elección. Sería una elección muy fuerte ir a Argentina.

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-¿Qué edad tienen tus hijos?

-Son grandes. Ya están en los estudios superiores, en la universidad. No creo que irían a instalarse conmigo a la Argentina.

-En Wikipedia a vos te definen directamente como escritora francesa, aunque de origen argentino. ¿Cómo es pasar a ser autora en otra lengua? Hay muchos casos como el tuyo. Por ejemplo, el de los rumanos Ionesco y Cioran. ¿Cómo lo sentís?

-Para mí, la elección del francés fue algo espontáneo porque yo terminé los estudios secundarios acá. No fue una elección como pudo ser la de algunos escritores que cambiaron de idioma a los veintipico o treinta años. Y en cuanto a que se me considere una escritora francesa no lo siento como algo tan extraño porque yo escribo en francés. Ahora bien, siempre los lectores o la gente precisan el origen argentino porque es verdad que Argentina está muy, muy presente en mis libros. Como te decía, yo necesito Argentina. Necesito conectarme. Esa actividad de traducción que tengo es casi vital. De vez en cuando necesito volver a conectarme con lo que se escribe o lo que se piensa en mi país de origen y tratar de aportar lo que yo puedo para que llegue acá. O sea, que tengo un pie en Argentina, una parte de mi corazón, de manera constante.

-La versión de tu libro al español la hizo Leopoldo Brizuela, ¿no?

-Leopolo Brizuela tradujo El azul de las abejas y La casa de los conejos, pero La danza de las arañas no, porque en ese momento él ya estaba enfermo. Esta traducción es de Gastón Navarro y Mirta Rosenberg.

-¿Y por qué vos, siendo traductora, no te encargaste de esta tarea?

-La última versión, la que se acaba de publicar, la armonicé mucho, hice mucha unificación.

-¿Por qué?

-Porque al publicar los tres libros en un volumen conjunto, faltaba una unidad. Por eso, con respecto a las primeras ediciones hay muchos cambios.

-¿Y cómo te manejaste con los traductores?

-Yo siempre pido poder opinar y estar en diálogo. Me acuerdo que, cuando Brizuela encontraba una expresión de lo que yo hubiera querido decir exactamente en español, me parecía extraordinario. Otras veces, yo le proponía una palabra distinta. Por eso, para mí, estar en diálogo con un traductor es lo ideal. Pero por algo escribo en francés. La amplitud de vocabulario que tengo en francés no la tengo en castellano.

-Por otra parte, tu conciencia de la lengua, del acto lingüístico, está siempre presente en el relato. Por ejemplo, en el primer libro, te ponés a reflexionar sobre la palabra “embute”, que es el lugar donde se esconde la imprenta clandestina. Y, sobre el final, hacés entrar a un nuevo personaje, Robertito, ¡que es como llamás al diccionario Le Petit Robert!

-(Ríe) Sí, sí. Eso del embute fue muy extraño porque, cuando yo empecé a escribir en francés, la primera palabra que me vino fue esa.

-¿Y cómo la pusiste en francés?

-(Sigue riendo) La puse así, esa palabra de la jerga de los setenta, como incrustada en el texto francés, entre comillas. Y, sí, hay un juego constante entre el castellano y el francés. Tratar de encontrar la palabra adecuada y, al mismo tiempo, decir en francés lo que está grabado en mí en castellano es un trabajo que está en el centro de mi escritura.

-Finalmente, está claro que no se puede contar todo en un relato. Pero, ¿hay cosas que expresamente decidiste no contar?

-Sí, hay muchas, probablemente, porque para mí es importante que los libros puedan leerse como novelas. Por lo tanto, no se trata de una confesión, de autoficción o de autobiografía, sino que, a partir de ciertos elementos, voy construyendo. Me imagino que hay cosas que voy a poder retomar o trabajar en otros libros. Hay momentos, recuerdos, sensaciones, que no encontraron su lugar, pero que lo van a hacer, tal vez, posteriormente. Supongo.

-Para cerrar. Una oyente, Mariana Andrade, te manda un mensaje. Dice que tiene recuerdos muy lindos de tu mamá, Silvia Longhi, pues trabajaron juntas en Eureka, el parque de la ciencia de Mendoza.

-¡Claro! Me madre estuvo un año en Mendoza ocupándose del museo científico. Le encantó esa experiencia.