Resultado: jornada laboral triple. Seis chats abiertos donde tenía que contar lo mismo en loop: por qué se separó, qué mascota prefiere, si le gusta el sushi o el pastel de papa. Todo repetido. Hasta que ya no sabía si le había hablado del divorcio al barbudo montañista o al runner de Godoy Cruz.
Se agotó, por supuesto y se salió de todas al mismo tiempo, casi yo diría que enojada con las redes. Sin embargo después volvió a abrir una que otra. Porque el aburrimiento puede más que la razón.
Mendoza, ese pueblo con delivery
El otro problema: esto es Mendoza. Ciudad linda, pintoresca, pero al fin y al cabo pueblo grande con más autos y casas. Todos nos cruzamos tarde o temprano. Así que los tipos que ella descartaba por bajitos, por usar Crocs con camisa abotonada o por olor a sahumerio rancio, después aparecían haciendo match con sus amigas. Y en el grupo de WhatsApp surgía la ronda de advertencias: "Ojo con ese hace yoga pero vive con la madre", "Ese habla de criptomonedas hasta en la cama", "Ese dice 1,70 pero es 1,60 con tacos"
El colmo: cruzarse en el ascensor de la Municipalidad con un ex-match nunca concretado. Mirada incómoda, sospecha mutua. “Nos conocemos, ¿no?”. Fin de las apps. Cerró todo. Mejor veterinaria, el súper o el Pago Fácil para conocer gente.
Filtro de mente y fotos: fiasco garantizado
Otra amiga —porque siempre hay más— se dio el lujo de salir dos veces con el mismo candidato sin darse cuenta. Matchearon en distintas apps, chatearon de nuevo sin recordar que ya se habían descartado mutuamente. Al menos se rieron. Pero hoy ella prefiere la picada sola, en pantuflas, viendo Badía y Compañía de los 80' en YouTube, que maquillarse para otro Tinder Fail.
El tema con las apps es ese: todos después de los 45 usamos filtro. De imagen y de discurso. El que parecía experto en geopolítica resulta ser un flaco que leyó Gente en la peluquería. El que te prometía tardes de cocina es un tacaño que divide hasta la bolsita de té. Lo que en el chat es encanto, en la vida real es embole. No siempre, claro. Pero muchas veces sí.
Las apps no son el demonio, pero tampoco te creas todo
Ojo: tampoco hay que salir a matar a las apps de citas. Todos hemos caído. Y tienen su lado cómodo: nadie te juzga si haces “scroll” de candidatos en bata de polar, tapada con tres frazadas y viendo qué hay “cerca” sin mover un músculo.
Pero no hay que comerse el cuento: chatear dos veces no es conocer a alguien. Las apps son herramientas, no milagrosas ni demoníacas. Si la gente no mintiera tanto con las fotos ni con la pose intelectual, funcionarían mejor. Pero la realidad es que son un juego donde a veces ganás… y la mayoría, perdés.
Además, seamos realistas, ¿dónde conocer gente real después de los 45?
Porque claro, tampoco es tan fácil volver al levante cara a cara después de cierta edad. ¿Dónde? ¿En el consultorio del mecánico dental, mientras esperás que te ajusten la prótesis? ¿En la fila de Anses, sacando turno para la jubilación? ¿En fisioterapia?
Por eso, bienvenida la tecnología. Hasta los bisabuelos están matcheando. Pero con cuidado: nada reemplaza el encuentro real, donde además de ver si hay química, comprobás si el otro puede agacharse sin que crujan las vértebras.