Allí entra, por ejemplo, la nefasta costumbre de creer que podemos hacer populismo en el mercado, ese mercado mundial donde tarde o temprano, por un milagro que siempre es argentino, van a subir los precios de nuestras principales materias primas y en donde China va a salir al mundo con la gran billetera a comprarnos y a darnos una mano, falacias acomodaticias que, sin vueltas, son sólo hambre para mañana.
Es cierto que hay aquí una gimnasia social para adaptarse a los vientos de la mala política, pero eso no nos ha hecho más sabios. Quizás, sí, más chantas, ventajeros o codiciosos. Si no, ya seríamos Canadá, Australia, o esos países como Noruega y Finlandia, que Alberto Fernández suele poner como ejemplos, a pesar de que ninguno de ellos se identifica con lo nacional y popular, sino con un liberalismo social inteligente en el que no temen definirse como capitalistas. Acá siempre creemos que podremos echar mano a la polenta de la clase media, que se mantiene a flote a pesar de sus crecientes signos de decadencia. O aprovecharnos de la paciencia de los menos favorecidos. Con éstos últimos, la ladina política argentina ha consolidado y sacralizado el "pobrismo". Como si ser pobre fuera un mandato divino y no una calamidad urdida por décadas de políticas canallas.
Por un lado nos pavoneamos diciendo que tenemos un supuesto gen argento que nos permite pasar como avispados y elevarnos por sobre la medianía en cualquier lugar del mundo. Huevadas. Pero por otro lado comprobamos que tenemos una clase política con el secundario incompleto, quedada en el tiempo, enferma de populismo. Son esos políticos que creen que ellos hacen la riqueza del país.
La riqueza la hacen los ciudadanos, la actividad privada, los emprendedores, los que dan trabajo genuino. Ello no debe esconder que existe alguna dirigencia empresarial poco afecta a correr los riesgos que exige el capitalismo real. O poco dispuesta a innovar, aunque sí afecta a arroparse en las prebendas del Estado.
Lo distintivo
La otra parte llamativa del artículo de The Telegraph es la que habla de cómo la extensa cuarentena argentina ha eliminado la vida social y cultural de Buenos Aires, que es uno de los rasgos que la distingue de otras grandes capitales del mundo.
Dice el diario inglés que hay ciudades famosas por sus playas, por sus cascos históricos, por sus rascacielos, pero casi ninguna tiene 700 teatros y espacios culturales de la variedad de Buenos Aires. Hasta los artistas callejeros tienen sus particularidades distintivas. Y ni hablar de los cafés y del tiempo que los porteños le dedican a la charla con amigos."Si el Covid-19 elimina esta riqueza cultural y social quedará muy poco para disfrutar en Buenos Aires", dice The Telegraph al marcar con claridad cuál es para ellos "la opulencia" que se le suele criticar a la capital argentina.