Esa es la historia que yo conozco, un pueblo entero subido a un barco. Según mi madre, el de mis ancestros fue el Pricipessa Mafalda, que uno o dos viajes después de que ellos llegaran, se hundió.
De todas maneras, la vida en esos barcos fue un capítulo inabordable para mi familia materna. Nadie quería recordar los barcos, ni a quienes se habían quedado del otro lado del mar.
La pobreza los empujó de ese pueblo entre montañas a la Argentina, y aquí hubo más que puertas abiertas para ellos, una bienvenida que lamentablemente, no es recíproca en la actualidad para quienes quieren emigrar hacia allá buscando un futuro mejor.
Pero la realidad de los años 20’ en América era otra y mis abuelos y bisabuelos vinieron para quedarse y no irse nunca más. Y de aquí surge esta historia, de uno de los mejores personajes que conocí en mi familia, mi tía abuela Vicenta, o como a ella le gustaba darse a conocer, “Vicenta P de P”.
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El pueblo de Viggiano, ubicado en la provincia de Potenza, región de la Basilicata, en el sur de Italia. De allí proviene mi familia materna y en este pueblo nació Vicenta, a comienzos del siglo XX
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Vicenta P de P
No sé por qué razón, últimamente los recuerdos más lejanos me llegan repentinos como destellos, o suaves como un bote que el agua mece cerca de un muelle.
Así y aunque parezca una contradicción, me llegaron algunas de las más añejas imágenes de mi vida, las de mi tía abuela, Vicenta P de P.
Vicenta, por Vicenta. Y P de P por Pittella de Putalivo, su propio apellido y el apellido de su marido Antonio.
Qué cosa esto de andar revolviendo recuerdos. Tiene el mismo efecto que la caja negra de un mago: empezás a tirar de uno y salen cientos, anudados unos con otros, hasta convertirse en una cuerda infinita que amarra el pasado.
Así empecé a recordar a mi tía abuela.
Cuando yo era niña, para mí Vicenta P de P era “la Tía”.
No pasaba muy seguido, pero cuando pasaba yo celebraba: venía mi mamá y me decía “la tía Vicenta se va a quedar en la casa de la Nonita”, a mí esa reunión me daba alegría y curiosidad en iguales proporciones.
La tía Vicenta era la cuñada de mi abuela, y su relación, que era de un intenso amor –odio, fue de las primeras cosas que me hizo reír en la vida, allá lejos y hace tiempo, cuando descubrí que el sentido del humor era mi sexto sentido.
dos ancianas italianas discutiendo. una es un poco más gordita que la otra. Ambas tienen el pelo teñido -una más rubia y una morocha- corto y batido. están vestidas de negro y al menos cada una tiene 80 años.jpg
No son ellas, pero podrían serlo: estas dos señoras representan la imagen de la relación entre la tía Vicenta y mi abuela, Ana. Está visto que se llevaban bárbaro
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La reina del stand up
Además de ser exagerada y tragicómica, Vicenta P de P era la tía preferida de mi mamá y como yo amaba todo lo que mi mamá amaba, también amaba a la Tía.
Mi abuela y ella peleaban de una forma constante, para mí fueron los primeros stand up que vi en mi vida.
Las anécdotas de Vicenta P de P alegraron mi infancia.
“No sabés lo que hizo la Tía Vicenta, se fue a quejar al municipio porque no le levantaban la basura y se volvió a su casa en el camión con los recolectores”, “La Tía Vicenta le dice ‘el presidente’ a su yerno”
“la Tía Vicenta tuvo un ataque de lumbago y se quedó dura, la tuvieron que trasladar en la mesita del televisor, que tiene ruedas”, “la Tía Vicenta se confundió la plata del taxi, le dio plata de más al taxista, porque no sabe el valor de los billetes, solamente dice que son unos largos y otros cortos”.
Así de inagotables eran las andanzas de Vicenta P de P.
Lo que más me gustaba de las estadías de la tía Vicenta en la casa de mi abuela era que yo podía verla en un ámbito que me resultaba amable, porque ir de visita a la casa de la tía era para mí una pesadilla infantil.
Una casa de pesadilla
La casa de Vicenta P de P me resultaba de pesadilla. Tenía techos altísimos, muebles muy viejos, y un cuadro del Sagrado Corazón que era el terror mismo. Yo pensaba que si lo miraba fijo, ese hombre con el corazón afuera del cuerpo, envuelto en una corona de espinas, iba a anunciar el fin del mundo. Por eso ir a su casa no era un plan que me pusiera feliz. Más bien me daba dolor de panza.
Cuando Vicenta visitaba a mi abuela, además de pelearse todo el día y hablar fuerte, la Tía hacía cosas que me resultaban rarísimas y fascinantes: tenía un librito de esos que se usan para rezar. Cuando se levantaba, muy temprano en la mañana, se tomaba el trabajo de acomodar una estampita al lado de otra haciendo una larguísima fila de imágenes de santos, como si estuviera jugando a las cartas con Dios.
Me gustaba su pelo batido como un algodón de azúcar, y en sus ojos y en su sonrisa podía captar los pocos recuerdos que me quedaron de mi abuelo Pepe, que para mí siempre fue, es y será “el Nonito”.
Los versos de Vicenta P de P
La Tía Vicenta recitaba versos de amor y también algunos que para mí eran prohibidos para menores.
“Señorita, señorita deme un beso.
No me diga, no me diga usted eso.
Señorita, señorita deme dos,
Ya le he dicho, ya le he dicho a usted que no.
Señorita, señorita, deme tres.
Qué atrevido, qué atrevido que es usted.
Señorita, señorita deme cuatro.
Pase usted, pase usted para mi cuarto”.
Mi mamá me contó que lo recitaba, pero en rigor a la verdad, yo nunca lo escuché de su boca.
Tenía un clásico verso de amor, que decía más o menos así: “Te vi por vez primera, tan puro y candoroso, y al verte tan hermoso, en ti mi amor cifré.
(el verso seguía acá pero no me acuerdo de todas las estrofas)
El remate era fatal: “Perdón no lo merezco y en vano te lo pido, contigo ingrata he sido, no tengo ya perdón”.
Como la vergüenza había muerto el día que la tía Vicenta nació, ella lo recitaba cada vez que un señor le parecía merecedor de su declamación, obviando el detalle de si el señor era casado, viudo, separado, o no le interesaba recibir cumplidos de mujeres, a ella no le preocupaba en lo más mínimo. Su deber era decírselo y ya.
Ahora que lo pienso, qué atrevida qué atrevida que fue usted, Vicenta P de P.
Con el cuadro del Sagrado Corazón al más allá
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La imagen tenebrosa del Sagrado Corazón que la tía Vicenta se llevó a la tumba era muy similar a esta.
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Su vida también tuvo capítulos tristísimos, que no vamos a contar aquí, porque Vicenta era un carnaval, una tía imprescindible para recordarla riendo.
Era un jolgorio escucharla hablar a los gritos y llorar en medio de una conversación que después retomaba a las carcajadas.
Además, ya lo dije, mi mamá la amaba y ese era todo el currículum necesario para que yo también lo hiciera.
Su muerte me sobrevino muy pronto. Un día se enfermó, al otro era una viejita muy viejita. Y al tercero, se murió.
A decir verdad, no sé si fueron tres días. No sé qué le pasó. Sólo me acuerdo que la vi con el pelo sin teñir y sin su batido de copo azucarado y supe que ya no le quedaba mucho tiempo.
Yo tenía diez años, mi mamá me dijo que ya se había muerto y que debía ir a despedirse. Pero yo no fui. Mejor, porque ahora la recuerdo viva y discutiendo en su clásico acento italiano que partía la tierra y con unos modos que hubieran sido una delicia para un director de teatro.
Lo único bueno de su partida al más allá, fue que se llevó con ella el cuadro del Sagrado Corazón, el que si lo mirabas fijo, se le movían los ojitos y empezaba a hablar, para anunciarte el fin del mundo.