El fin de semana me he atosigado de columnas de opinión y de informes periodísticos sobre política y pandemia. Pero también he hecho y cocinado tartas y empanadas de verdura, escuchado música, intercambiado imágenes y whatsApps con mis nietas, releído algunas páginas de libros que tengo subrayadas, y sacado con pala importantes deposiciones caninas en la entrada a mi hogar.

También he caminado una y otra vez en un circuito que va del comedor de casa a las dos habitaciones y de ahí al patiecito, enviado y recibido mails de colegas y amigos, escuchado al Presidente y terminado de ver la segunda temporada de la serie After Life.

La mancha

Si usted me pregunta que es lo que más recuerdo de todo eso le diría que, por un lado, el olor y la textura del brócoli que cociné y luego sofrité para hacer una tarta que salió bastante buena.

Y por otro lado, el  impresionante arranque sonoro de El anillo de los nibelungos (o del nibelungo, según las traducciones), de Richard Wagner, logrado por una orquesta que dirigió el argentino Daniel Baremboim, y que encontré en el sitio digital  de Horacio Verbitsky El cohete a la luna.

 Esa música figuraba al pie de una nota firmada por ese ínclito kirchnerista acerca de lo que se considera que es la mancha de tuco del músico alemán, su antisemitismo, tan en boga mucho antes de que naciera Hitler, y que, admite Verbitsky, nunca contaminó la impresionante obra musical de Wagner.

Agárrense de las manos

Está claro que mi rescate de esas cosas no tiene que ver con ninguna jerarquía de temas periodísticos, ni privilegia el brócoli sobre los anuncios presidenciales, ni pone a la música de Wagner por encima de la peste. Tiene que ver con sensaciones muy singulares que, estimo, están favorecidas por el aislamiento social de 40 días.

En casi todas esas columnas leídas el fin de semana hay un leivmotiv : el de que estamos en un momento bisagra de la humanidad.

Según la alemana Angela Merkel, no ha habido desde la Segunda Guerra Mundial un suceso que haya producido el impacto global que el coronavirus está teniendo en la economía de todos los países.

¿Alguien imaginó alguna vez que se podían llegar a cerrar todos los aeropuertos del mundo y las fronteras de los países? ¿De que los comercios de las ciudades iban a bajar sus persianas, de que no habría fútbol en todo el planeta, ni clases, ni cines, ni hoteles, ni telos, ni recitales, ni cumpleaños, ni fiestas de casamientos, y que el Ministerio de Salud nos iba a pedir que mejor tuviéramos sexo virtual.

Cambia, todo cambia

El coronavirus, afirman, “acelerará la historia” y algunos prometen revoluciones en varios naciones reacias a los cambios.

Lo que se viene –aseveran- es una etapa de reformulaciones en las empresas, en los partidos políticos, en los sindicatos, en los medios de comunicación, en la enseñanza universitaria. Cambian o mueren, plantean los más osados.

También nos anotician que la genética adquirirá una importancia superlativa porque se convertirá en el principal campo de los avances científicos.

 Las próximas generaciones, señala el empresario periodístico Jorge Fontevecchia, quizás lo resuelvan mejor porque el ADN social se encargará de traspasarles esta información como la nueva normalidad.

Nuevos miedos

Hay ahora miedos sociales que no eran comunes. Por ejemplo, el de morir sin la compañía de ningún ser querido. El miedo de los sanos a no poder despedirse de los parientes o amigos que enferman.

El miedo de los médicos y enfermeros a ser estigmatizados o acosados por vecinos que de pronto no los quieren en su entorno barrial pese a que al principio los aplaudían desde los balcones.

¿Cómo se van a evaluar ese tipo de daños cuando se haga un balance sobre el descalabro económico que nos dejará la pandemia?

Digo yo, para ir terminando: ante todos esos cambios que, nos aseguran, vendrán tras la peste ¿podremos conciliarlos con  el disco duro de la condición humana?

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