Cuentos en vacaciones

"Vinchucas": cómo la necesidad, la viveza y el azar alteran hasta las mejores ideas

Un barrio del oeste mendocino, vinchucas que acechan y una infancia que terminó sin avisar

Se siente un ardor matizado, distinto. Enseguida te das cuenta de que lo que te picó mientras dormís no es un mosquito.

Si pegás el manotazo, puede que escuches su revoloteo pesado en la oscuridad de tu pieza. Y si -como me pasó a mí- encendés la luz, puede que la encuentres en el suelo, la pared o bajo tu almohada, con su sigilo de vinchuca, buscando las sombras donde se siente segura.

La vinchuca no ve bien. Pero en sus antenas hay sensores de temperatura que la hacen temible. Podés esconderte, taparte con las sábanas. Igual tu cuerpo emite calor y el insecto lo va a detectar: cuando estés dormido, se acercará para chuparte la sangre.

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"Son madrugadas de odio y vigilia..."

Así que te levantás con ese ardor raro y te ponés a buscar. Sabés que algo te picó y no te acordás si te rascaste dormido, lo cual es un problema porque cuando te rascás es que metés dentro de tu cuerpo la bosta del bicho y tal vez te contagiás el mal de Chagas, que no tiene cura.

Son minutos horribles. Si te mordió, la vinchuca estará inflada con tu sangre y le va a costar huir. De lo contrario, será más ágil. Incluso volará.

Es verano y pasás madrugadas de odio y vigilia, chancleta en mano, revisando placares a deshora y temiendo que, si no lo encontrás, el bicho vuelva al ataque y con él la posibilidad de que te infecte.

II.

En los '90 a las viejas de El Ruiseñor no les importaba la religión, pero hacían pasar a los mormones a las casas solamente para coquetear un rato mientras sus maridos estaban en el trabajo.

Veías de a dos a esos yanquis altos y blancos que iban golpeando puertas, sus camisitas planchadas y sus corbatas. Inmediatamente se asomaba una vieja que estaba viendo la novela pero les abría medio ruborizada, entre guiños a las otras vecinas y risitas.

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Las viejas interrumpían la novela y charlaban con los gringos.

Las viejas interrumpían la novela y charlaban con los gringos.

Los gringos traían su Libro del Mormón de regalo y cada tantos meses los veías volver y perder tardes enteras entre las casas del barrio, a veces caminando, a veces en bici. Siempre de a dos. Buenos tipos, en general.

-¿Tu cree que este libro es verarero? ¿Quiere bautizar el sábado?- decían después de muchas horas de diálogo esforzado, y levantaban el librito, y vaya a saber si convencieron a alguien.

Lo seguro es que allá por el noventa y cinco aquellos mormones fueron la avanzada de otros estadounidenses que pasaron por nuestras esquinas.

Les siguieron los de la ONG “Friendly Hands/Manos Amigas”. De ellos les quiero hablar.

III.

Los de la onegé, como les llamábamos, eran un grupo de rubios medio progres y pelilargos que llegaron de California, instalaron un gazebo y a veces salían a repartir folletos donde se veían fotos de las vinchucas y los lugares donde había que buscar para eliminarlas del hogar.

Había un tipo de unos cuarenta años, Aaron, que parecía el jefe de la organización. Los domingos ponía un mesón al lado de la única iglesia que había en la zona, a medio camino del barrio Foecyt, con ganas de integrarse y hablar con todo el que se cruzara.

-¿Puede hablar usted un minuto? Mí quiere contar un poco sobre vinchucas- decía Aaron, que se empecinaba especialmente con los vecinos que tenían “ cara de Chagas”, como decíamos por entonces para referirnos a los infectados: ojeras moradas, la faz hinchada por la insuficiencia del corazón que se forzaba hasta reventar. La zona estaba llena de enfermos que además no se trataban, por lo que morían jóvenes. Era un problema grave de salud pública.

A Aaron le gustaba que los argentinos nos tocáramos todo el tiempo al conversar, y él intentaba emularnos dándonos palmadas y haciendo chistes malísimos que sin embargo lo hacían caer simpático. A los seis meses de instalar la carpa, ya todo el mundo conocía a Manos Amigas y hasta de vez en cuando invitaban “al Arón” a algún asado o cumpleaños.

IV.

Un día el gringo mechudo apareció por el barrio con una idea nueva. Pasó casa por casa -como los mormones-, pero esta vez para explicar que su ONG había conseguido fondos y por lo tanto iba a iniciar una nueva campaña para que entre la primavera y el fin del verano lográramos erradicar totalmente a las vinchucas en el barrio.

-Escucha bien, vos. Organización paga un dólar por cada vinchuca que usted saca de su casa y nos trae para analizar- prometía el gringo en su español bizarro, seguro de que el incentivo económico ayudaría al bien general.

En septiembre fueron llegando las primeras vinchucas a la carpa de la onegé. Adentro, dos o tres gringuitos que parecían estudiantes te recibían con amabilidad extrema, contaban los ejemplares que les llevabas y sin preguntar nada más te daban la plata en pesos, aunque con el 1 a 1 eso no importaba.

La campaña continuó. En cada casa, los vecinos empezaron a correr los cuadros y mover los muebles que estaban ahí desde siempre. Despejaron pilas de ladrillos, la leña en las churrasqueras, los yuyales en el fondo del patio. Revisaron cuartos y cocinas y metieron las vinchucas que encontraban en frasquitos y botellas de plástico.

Una vinchuca, un dólar.

En octubre y noviembre Aaron estaba exultante. Lo seguíamos viendo los domingos en el tablón que instalaba con sus folletos, y colocaba un cartel sobre la mesa: “Ya hemos capturado 3000 vinchucas”; y así iba contabilizando semana tras semana.

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"Había un tipo de unos cuarenta años, Aaron, que parecía el jefe de la organización. Los domingos ponía un mesón al lado de la única iglesia que había en la zona, con ganas de integrarse y hablar con todo el que se cruzara...".

Pasaron diciembre y enero, pasó febrero; todos meses muy exitosos porque los vecinos seguían agarrando vinchucas y llevándolas a la carpita de la ONG para recibir la compensación.

En marzo, la gente seguía llevando los frasquitos con los bichos. Y en abril, y en mayo, y en junio. Aaron y los gringos seguían pagando. El cartelito sobre el tablón ya contaba no sé cuántas vinchucas erradicadas. Miles.

V.

Ya en la primera tarde fría del otoño, estábamos terminando uno de esos picaditos de tres horas en los que ya nadie cuenta los goles y se decide definir con un “mete gol gana”, cuando -después del partido- me puse a hablar con algunos de los pibes del barrio y uno, entre risas, sacó dos vinchucas muertas y con varias patas quebradas del bolsillo de su pantalón.

-Salí, qué asco- le dije al pibe. Los demás me miraron como si yo fuera un idiota. Inmediatamente, apareció otro con otra vinchuca muerta en la mano y me empezaron a perseguir entre risas.

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"Me empezaron a perseguir entre risas..."

Esa primera tarde fría del año coincidía -lo sospechábamos- con el final de nuestra niñez. Esa época en la que salís a jugar intuyendo que puede ser la última vez. Esa mezcla de veteranía en la infancia y verdor adolescente que llaman “la edad del pavo”.

“Vamos a comprar una Coca”, tiró alguien después de varias corridas persiguiéndome con las vinchucas muertas. Yo no tenía un mango pero el resto me dijo que no me preocupara, que ellos pagaban. Me resultó rarísimo. Sabía que eran todos más pobres que yo.

-Culiado, ¿todavía no te diste cuenta? -me dijo el primero de los que había sacado el bicho muerto del bolsillo, todavía agitado, y los otros pusieron otra vez esas caras que me dejaban afuera, y entonces el pibe propuso-: Vamos a mostrarle.

No sabía qué carajo les pasaba. Pero me pidieron que los siguiera y los seguí. Los ocho que habíamos estado jugando el picadito caminamos unos metros, nos metimos a la casa de los rosos, que eran nueve hermanos, entramos al patio y lo vimos.

Al fondo, bajo un techo de chapa y dentro de varias cajas de zapatos, estaba el nuevo emprendimiento de los pibes de mi barrio: un criadero de vinchucas.

Dedicado a mi amigo Nicolás García Recoaro y a todos los que crecieron en El Ruiseñor durante los '90.

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