Cuentos en vacaciones

"Para matarlo", un relato hecho con pedazos de realidad

A veces, los momentos más intensos no son los de calma, sino aquellos donde la tormenta nos encuentra al lado de alguien inesperado. Un texto de ficción inspirado en vivencias personales

La voz de la chica al otro lado del teléfono sonó atropellada, mezcla de moco y falta de aire. Sabía quién era, pero me descolocó su desesperación. Adiviné lágrimas detrás de la frase:

-Díganle a Don Torres que se vaya de su casa ya mismo. Mi papá salió para matarlo.

La piba cortó, entre palabras incompletas. Como si la empujaran, o como si no hubiera podido sostener el tubo porque le temblaban las manos.

Vivíamos a 20 metros de lo de Don Torres. Lo conocíamos desde la inauguración de aquellas casas que el IPV había entregado a principios de los ‘90, como parte de las políticas sociales que pretendían disimular el desembarco de la economía global en este confín del mundo.

Y la nuestra era la única línea telefónica en diez cuadras a la redonda, dentro de un barrio en las afueras que, entre la poesía y la pompa, la Municipalidad de Godoy Cruz había bautizado El Zorzal.

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"Teníamos el único teléfono en diez cuadras a la redonda".

"Teníamos el único teléfono en diez cuadras a la redonda".

Por eso la gente pedía nuestro teléfono a cualquier hora, estuviera o no mi madre en casa. A veces alguien -el verdulero de la manzana H, o la vieja de enfrente- golpeaba con recato la puerta, pedía hacer “una llamada cortita” y después charlaba a los gritos con un pariente o entre susurros con su amante durante media hora, mientras mis hermanos y yo mirábamos McGyver en la tele y comíamos pan con manteca en la misma sala de cuatro por cuatro. Cuando se iban, dejaban el teléfono caliente y húmedo.

Otras veces la línea servía para que nos dejaran mensajes de cierta urgencia, como aquel ultimátum para Don Torres.

***

Yo tenía 15 años. Vivía con mi madre, mi hermana de 12 y mi hermano, que era todavía un bebé.

Aquel mediodía habíamos empezado a almorzar y sonó el teléfono. Dado que mis hermanos eran niños, el que atendió la llamada fui yo.

-Que Don Torres se vaya ya mismo de su casa. Mi papá salió con un revólver. Lo va a matar- insistía la chica al otro lado de la línea.

Colgué y me quedé mirando al aparato, como si fuera a sonar de nuevo y alguien me fuera a aclarar qué pasaba. Pero eso casi nunca se da. En general la vida sigue y uno acumula dudas mientras encaja su historia como puede.

Le avisé a mi madre: ma, lo quieren matar a Don Torres. Desde la mesa, olla en mano, ella intentó una sonrisa descreída. Mis dos hermanos dejaron de pelearse como todos los malditos días para ver qué íbamos a hacer con aquel asesinato inminente.

Debatimos. Había que avisarle al tipo. Rápido. O no hacer nada, no meterse y ver qué onda.

“Puede ser un chiste”, dijo mi hermana. A lo mejor había algo que no estábamos entendiendo.

***

Los noventa y sus dilemas. Hoy parece absurdo, y además nadie lo va a admitir: la realidad es que aquel delirio urbanístico llamado El Zorzal y otros, como el barrio La Calandria -quedaba al lado, era un pajarerío la zona-, obedecían a una idea optimista sobre la forma de “curar” a las afiebradas sociedades latinoamericanas.

Quiero decir que los que vivíamos ahí éramos cobayos de un experimento y no lo sabíamos. Los sociólogos de la época calculaban que si metían a una familia de clase media a vivir cerca de tres o cuatro familias marginalizadas, el resultado iba a ser que los pobres iban a sentir impulsos aspiracionales. Los chimbas iban a copiar a los chetos y, con el correr del tiempo, todo el vecindario cambiaría y se iría desplazando “hacia arriba” en la escala social.

Pasaba lo contrario. Mi madre había empezado a comerse las eses, tomaba vino barato en sachet y sacaba de mi cajón los calzoncillos para usarlos cuando ella se quedaba sin bombachas. En la calle, los blanquitos de cada cuadra éramos bulineados y no sabíamos cómo defendernos, ni cómo descansar durante las noches en que alguien ponía la cumbia tan al palo que hasta los vidrios en las ventanas vibraban al borde de trizarse.

Algunas madrugadas me acurrucaba en mi cama de la cucheta -la de arriba- porque se escuchaban tiros y tenía miedo de que una bala entrara por la ventana y me diera. Después, en algún momento, me quedaba dormido.

Y sin embargo, de un extremo al otro de la paleta humana que componíamos, nos unía la sensación de que para los de afuera nada de lo que nos ocurriera era verdad. Ni los tiros, ni los muertos, ni los amores. Mucho menos los sueños. Todo, como había dicho mi hermana, podía ser un chiste. Incluso en ocasiones nos veíamos así entre nosotros: como simples ironías.

A los ojos de alguien del centro de Mendoza, lo más notable que le sucedía a una pibita como las de mi barrio era que le crecieran las tetas. Luego venían los hijos, la madurez desdentada, las filas en el hospital público, el abuelazgo y un féretro de pino.

Con los pibes lo mismo. La juventud era el camino que, cualquiera fuera el carril que tomaras, desembocaba en el mismo destino: convertirte en alguien que de lejos se veía igual que otro ganapán del montón.

***

Como dije, Don Torres vivía a dos casas de distancia. Era empleado municipal y también tiraba las cartas para apalancar sus ingresos a partir de la superstición ajena. En fin, rebusques. Viudo pero todavía bastante joven -andaría por los 45 o los 50-, portaba esa forma de ser pelado que hoy está casi extinta y que consistía en no disimular el vacío en la parte superior de la cabeza, con dos largos mechones a los costados que crecían al estilo de Larry, el de Los Tres Chiflados. Con una particularidad en el caso de Don Torres: una de sus mechas laterales destacaba porque era completamente blanca.

-No son canas, es pura suerte. Nací con ese mechón blanco- explicaba él.

En la punta opuesta del barrio vivía otra de las familias de clase media baja que, como nosotros, había sido arrojada al experimento de vivir entre pobres. Y, como nosotros, eran propietarios de una línea telefónica, así que supongo que también ellos tendrían la fila de llamadores todos los días en su puerta. La mujer era rubia y tenía los ojos azules. Se llamaba Marcela. Siempre que venía a charlar con mi madre -eran amigas- dejaba tras de sí una estela dulzona de alcohol, sudor y tabaco. El olor de la trampa. Marcela, para hacerla corta, era lo que hoy llamaríamos una MILF.

A su marido le decían el Turco.

Marcela y el Turco tenían dos hijos. La Ana, morocha y flaca como una astilla, una de esas caritas que se repiten en todo el planeta; y un pibe, el Gonza, que tenía los mismos ojos azules de la madre pero por flacucho y delicado -aparte de por quedarse siempre adentro de su casa- contrastaba con el resto de los malandrines de aquellas esquinas, más propensos a los piedrazos y los picados sangrientos que a los algodones del hogar.

***

Ahora casi todo cambió y nadie recuerda cómo era cuando al Oeste de la ciudad sólo había montañas. Si soplaba viento Zonda, quedabas en el ojo de un huracán de arena; y durante las tormentas de verano la lluvia y el viento parecían un ciclón tropical.

Fue justamente en una de esas tormentas veraniegas que ocurrió lo que ahora voy a contar; un episodio que anuda de algún modo la trama deshilachada de este relato.

Era principios de diciembre, tarde. Yo simulaba patear la pelota contra un portón, coartada obvia para esconder lo que en realidad quería, que era espiar el patio de mi casa, donde Marcela, la MILF de la otra cuadra, fumaba unos puchos con mi vieja. Sus tetas surcadas por volutas del tabaco en la penumbra.

Marcela acababa de irse cuando empezaron a caer esos goterones que hacen burbujas en el asfalto caliente. De los goterones, el cielo pasó a lanzar baldazos y después vino una especie de huracán. Me metí junto a mi vieja y mis hermanos a la casa para ver si había algo en la tele. Pero la luz se había cortado.

Debían ser las dos de la mañana y la tormenta no cedía. Empezamos a escuchar un torrente, una mini catarata que se diferenciaba del rumor general de las gotas. Mi vieja se asomó al patio y vio que al tanque de agua de nuestra casa se le había volado la tapa y no sólo eso: estaba inclinado, a punto de caerse sobre el techo con sus cientos de kilos.

De ahí venía la catarata: el viento había inclinado al tanque y se estaba vaciando. Si se caía, nos iba a destrozar la membrana. El viento era más fuerte. Y más.

Ya dije que tenía 15 años. Simulaba ser adulto pero por dentro era un nene. Agarré una escalera, me subí al techo y vi, como quien contempla a esos barcos inclinados a punto de hundirse en el océano, que el tanque oscilaba más con las ráfagas.

Estaba solo, bajo la lluvia, a tres metros de altura que tenía el techo, con un rollo de alambre en la mano y unos rayos que recortaban mi contorno contra los grises y azules de la tempestad.

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"Los rayos recortaban mi contorno contra el fondo de la tempestad".

"Los rayos recortaban mi contorno contra el fondo de la tempestad".

Don Torres debe haberme visto a través de su ventana, porque al rato noté que estaba ahí, trepando por la escalera hacia nuestro techo, con otra pinza y un rollo de alambre más grueso. Sin decir mucho subió donde yo estaba y entre los dos mal que mal empezamos a enderezar el Titanic. Empapados.

-Ajuste ahí, m’hijo- apuró Don Torres, con su mecha de pelos platinados cayendo como la estela de un cometa sobre el cráneo sin cubrir.

Mi recuerdo añade truenos, más lluvia, granizo quizá.

Mientras él daba varias vueltas de alambre al otro lado del tanque, yo apretaba por mi costado; y fuimos atando el recipiente a la estructura de hierro que lo sostenía allá arriba.

Hay un vínculo atávico, probablemente más antiguo que la amistad, que sienten los humanos cuando han compartido un trabajo que les generó cierto miedo y lograron terminarlo bien. Pienso en los soldados que comparten trinchera. En los albañiles que hicieron las pirámides, cuyos grafitis celebrando el final de la obra se hallaron milenios después, disimulados entre tumbas de faraones.

Y pienso en Don Torres y yo agarrados del alambre y de cara a la tormenta de diciembre. Años después, aquella experiencia me permitió imaginar con nitidez al capitán loco de Moby Dick blasfemando contra el cielo. No había tanta diferencia, salvo que el capitán Ahab quería satisfacer una obsesión personal y yo sólo trataba de que no cayera el tanque de agua sobre el techo donde esperaban mi vieja y mis dos hermanitos.

***

He referido todo lo anterior para volver al momento en que estábamos almorzando, sonó el teléfono -teníamos el único en diez cuadras a la redonda- y después de atender escuché la voz de la Anita, la hija flacucha de Marcela, que decía:

-Díganle a Don Torres que se vaya ahora mismo de su casa. Mi papá salió para matarlo.

Les conté a mi madre y a mis hermanos. Y en honor a nuestro tanque de agua que estaba asegurado con alambre, corté y salí corriendo hacia la casa de Don Torres. Golpeé la puerta y me atendió con cara de sueño, como atendían todos los vecinos a esa hora en Cuyo.

-¿A matarme? No sé quién será, y no veo por qué- me respondió Don Torres con las cejas levantadas. Durante cuatro o cinco segundos nos quedamos ahí quietos y callados como dos boludos- ¿Quién dejó el mensaje?

-Llamó Anita, la hija de doña Marcela y el Turco- respondí.

Don Torres levantó sus cejas todavía más y creo que casi se le salen de la cara. Me despidió aparentemente tranquilo y cerró la puerta despacio, pero al ratito lo vi pasar por la vereda a tranco ligero, los pocos pelos aún revueltos, la mecha blanca y un bolsito de mano a cuestas.

Después nos enteramos. Resulta que Gonza, el hijo de la pulposa vecina Marcela, no se parecía en nada al Turco, su marido; sino que conforme el nene iba creciendo había empezado a adquirir rasgos ajenos. Demasiado ajenos, incluida una vistosa mecha solitaria y blanca a un costado de la cabeza.

En un momento, se ve que el Turco empezó a sospechar que el pibe no era suyo sino de Don Torres, y agarró el revólver para atrapar al amante de su esposa, que vivía a pocas cuadras. El otro salió corriendo.

Desde aquel día, Don Torres volvió al barrio muy de vez en cuando. A lo mejor por miedo. A lo mejor porque ya no hubo más tempestades. O sí las hubo, pero crecí y ya no necesité su ayuda.

La última vez que supe de él fue en la Nochebuena de aquel año, que fue calurosa como de costumbre. Todos estaban brindando y cuando quise salir a ver quién encendía petardos me encontré con una tarjetita blanca, del tamaño de una esquela, que alguien había pasado por debajo de nuestra puerta. Decía, con letra casi ilegible:

“Gracias por todo Facu Felis Navidad Firma tu amigo Don Torres”.

Dejé el papel en mi mesa de luz, sin decir nada. Afuera, los cohetes estallaban en la noche.