A un par de décadas de su llegada, las necesidades lo habían alcanzado y la finca en la cual era encargado multiplicaba el trabajo, mas no la recompensa. Los hijos mayores -entre ellos Octavio- se iban sumando a la rutina de soportar heladas o calores extremos, con la esperanza intacta de una buena cosecha.
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Godoy Cruz iba creciendo de a poco, apoyándose sobre todo en una prometedora industria vitivinícola, pero Octavio no era un hombre paciente ni afecto a los sacrificios que exigía el campo, que por otra parte, siempre era ajeno.
Por eso se escapaba cuando podía al casco urbano, alrededor de la plaza salpicada de comercios y algunas calles empedradas. Veía a los hombres ricos -seguramente alguno sería dueño de unos campos como los que él trabajaba- con sus trajes oscuros, impecables en el porte y en el andar. Tenían la piel pálida, no como la suya, curtida por el aire y por el sol.
Las comparaciones al principio lo deslumbraban, pero luego comenzó a albergar un profundo desprecio por esos seres que disfrutaban lo que para él era inalcanzable.
Volver al campo, a la rectitud de las hileras y al empeño de mantenerlas sin malezas, era un ejercicio que alimentaba su rencor. Después, como si una metáfora se adueñase de su conciencia, entendió que allá afuera, lejos de ese campo, nada era tan recto ni tan sacrificado. Y en las malezas de esa injusticia sí estaba dispuesto a trabajar.
La otra vida
Los primeros robos fueron en solitario. Entraba en esas casonas donde vivían los hombres impecables, siempre asegurándose de que no hubiese nadie. Abrigado por la oscuridad, se regodeaba en la fantasía de que esa era su casa, sus muebles y los amplios jardines, su espacio favorito para descansar.
Se merecía esa vida, mientras sostenía la pantomima de ser un jornalero obediente. Sus amistades del campo y la ciudad le aseguraban saber el día de paga en las distintas propiedades, fábricas o molinos y así se fue tentando a golpes más audaces, en los cuales fue sumando a otros que como él, le exigían a la vida una paga más generosa.
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En un par de años, sin dar muchas explicaciones, le dijo a su padre que se iba a trabajar en su propia finca, en la que no tardó en construir una casa que no estaba a la altura de las que había robado, pero que al menos era suya. Era un buen comienzo.
El vínculo impuesto
La primera vez que lo vio, apoyado en la pared cercana a la puerta, Cristian gritó con fuerza para alertar a su padre de la presencia de un extraño. El hombre se sacudió el sueño y buscó por las dependencias de la casa, incluso en las distintas habitaciones que daban a la amplia galería y al jardín. No encontró a nadie e impulsó a su pequeño hijo, que acababa de cumplir siete años, que hiciera el recorrido a su lado.
Mientras su padre le confería seguridad a la minuciosa travesía nocturna, Cristian repasaba en su cabeza los detalles de la imagen de ese hombre, que llevaba un traje oscuro y elegante, pero extraño. Al menos eso le parecía, porque nunca había visto a nadie llevar un atuendo de ese tipo y también porque el bigote le daba un aire gracioso al rostro del desconocido, a pesar de que estaba muy serio.
Las siguientes veces que lo vio, se quedó en silencio. Observador y observado. Tenía la certeza de que si despertaba a su padre, nada cambiaría. Un par de veces lo encontró apoyado en la pared observándolo, mientras sus padres seguían despiertos. Era evidente que sólo él podía verlo y odiaba ese vínculo especial que él no había elegido.
El día y la noche
Propietario de campos y líder de una banda de ladrones. Las dos vidas de Octavio se repartían los días y sus noches, no sin despertar sospechas entre propios y ajenos.
Su esposa, por ejemplo, admiraba su talento para los negocios, pero tácitamente sabía que no todos ellos eran legales. Tuvo ciertos planteos y reparos que se disiparon con la llegada del primer hijo, porque prefería asegurar el futuro de sus descendientes que dejarse llevar por prejuicios. Después de todo, Octavio nunca admitió nada y en los últimos tiempos casi no faltaba por las noches, como solía hacerlo antes.
La mujer prefería no pensar que Octavio lideraba una productiva estructura delictiva que manejaba desde la tranquilidad de su hogar, con mano firme, cruel e impiadosa.
Esa última noche, iba a sorprender a su esposa con un traje oscuro que se había hecho con el mejor sastre de la ciudad. No sabía que una traición ya había torcido su destino
Testigo
Cuando Cristian y su familia dejaron la casa, la abuela decidió alquilar las habitaciones a un matrimonio joven con un niño muy pequeño. El hermano de la inquilina fue de visita y se quedó a dormir en la habitación de la cual había huido Cristian, apenas unos meses antes.
La única noche que pasó en esa casa, se despertó con la urgencia de sentir una intrusión al sueño y a la tranquilidad de la habitación. Entonces vio a un hombre de prolijo bigote y aspecto elegante en su traje oscuro, muy cerca de la cama donde dormía su sobrino. Había algo en la forma en que observaba al niño que fue determinante para marcar la reacción de este hombre, dispuesto a proteger al pequeño de su familia a cualquier precio.
Se abalanzó sobre el intruso, que no se defendía, mientras le gritaba, lo acorralaba contra la pared y lo golpeaba con toda su desesperación en el rostro. Cuando la mujer encendió la luz, confundida y asustaba, vio a su hermano con la mano ensangrentada y los huesos rotos, al haber golpeado una pared tan blanca como desierta.
El secreto
Octavio unió el sonido al dolor. El disparo impactó su costado izquierdo, cuando la mano derecha empujaba la hoja del portón que daba al jardín de su casa.
Los niños seguramente dormían y su esposa estaría esperándolo para cenar. Alcanzaría con sólo gritar su nombre, para obtener ayuda.
El grito despertaría también a sus hijos y lo verían allí, en la indignidad de la caída y de una herida que no sabría explicar. Como antes, el resguardo de la noche le trajo una sentencia: se quedaría allí, sin vulnerar la paz de su hogar ni el recuerdo de esos niños, lo que más quería.
Al otro día lo encontraron sentado junto a la entrada de su casa. El bigote negro era una cicatriz grotesca en su rostro apagado y el traje oscuro ocultaba la sangre que ya había dejado de fluir.
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La vida se le fue en sus dominios y quedó arraigado a ellos. Cambiaron los rostros, los tiempos y las calles, pero Octavio presiente que detrás de alguna de esas puertas, muy cerca, sus hijos todavía duermen. Sólo tiene que cerciorarse que en los últimos momentos su espíritu se mantuvo inquebrantable, que no gritó, que nos los hizo abandonar sus camas para verlo entregado a una muerte que no podía justificar. Verlos, una última vez, para saber que no descubrieron cuán siniestra era la sombra de ese hombre que para ellos era, simplemente, su padre.