Cuentos de terror

Testimonios del más allá: "Regresar no es imposible"

Un encuentro inesperado, un hombre misterioso y un pedido de auxilio. La historia que dio lugar a este cuento sucedió en Mendoza y la contó un oyente de radio Nihuil

Hay paisajes definidos por la soledad. La montaña es uno de esos escenarios, que minimiza su impacto en el día, cuando el sol intenta atenuar la desolación, incluso en esos inviernos donde la nieve esconde trampas bajo su superficie inocente.

En las noches, el cielo de sombras se hunde en la blancura corrupta de hielo y barro, donde nace la amenaza del paisaje hostil e impredecible. Pero peor que ese abandono impuesto por los cerros es creer que se está a salvo en medio de la nada. Y darse cuenta que no es cierto.

Siembra de hielo

Se llamaba Rubén, pero como sus compañeros eran mucho más jóvenes que él lo llamaron desde el principio “el viejito Faundez”, apodo impulsado no por la burla, sino por el afecto y el respeto.

No sólo los doblaba en edad, sino en experiencia. Había nacido en Chile y por eso la montaña se mantuvo como la columna vertebral de su destino al mudarse a Mendoza. La cordillera no era para él una frontera, sino el hogar que lo abrigó en el hielo, porque su trabajo siempre estuvo ligado a ella.

A principios de los años 80, era conductor de una de las máquinas pisanieves de un centro de esquí. En invierno, las pistas que los deportistas disfrutaban eran la materia prima de sus labores nocturnas.

Comenzaba su rutina al caer la tarde. La pausa llegaba a la hora de la cena, para reanudar la faena del campo nevado hasta las 2 ó 3 de la mañana. La quietud descendía como la nieve y había algo intimidante en la marcha solitaria del vehículo por la oscuridad compacta, sólo lastimada por las luces desmedidas de la máquina, en esos senderos reconocibles en la memoria y desdibujados en la tierra.

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Era como sembrar frío y cosechar silencio, porque el asiento del acompañante de su vehículo nunca iba ocupado. Rubén y sus compañeros siempre trabajaban solos, por eso no era inusual que para mitigar el aburrimiento -y rindiéndose a la nostalgia- escuchara música de su Chile natal, por si las montañas se hacían permeables y trascendían la melodía al otro lado de la frontera y de sus recuerdos.

No había más que esperar de esa noche: canciones conocidas y vientos nuevos como única compañía. El viejo Faundez estaba a punto de descubrir que ninguna rutina es inquebrantable.

La sonrisa del desconocido

Se animó a tararear una ranchera y ya a la medianoche tenía muy adelantado el trabajo. El contorno del frío en su cuerpo no le impidió imaginar la calidez de la cama que lo esperaba.

La música se atropelló en el estéreo. La naturaleza se hizo un cuarto cerrado y el asiento del acompañante se despegó de la oscuridad con una inesperada luminiscencia. El viejo Faundez sintió la agitación de su respiración antes de verlo, porque el miedo a veces se anticipa a la misma contemplación del horror.

En el vehículo, sentado a su lado, había un hombre de tez blanca, cabello rubio y unos ojos azules que junto a su sonrisa, dulcificaban su expresión. Rubén no tuvo dudas de que se trataba de alguien fuera de su realidad, fuera de este mundo y creyó que era un ángel que por alguna azarosa razón, le estaba haciendo compañía. Pensó después en los engaños del Maligno, que todos asocian a lo monstruoso y abyecto, aunque disfrute de ocultarse en las trampas de la belleza y la mansedumbre. Al pensar que el diablo mismo podría haberlo encontrado, detuvo la marcha del vehículo y de rodillas, con el viento helado como testigo, empezó a rezar en voz alta.

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El aliento del miedo merodeaba sus palabras al balbucear las viejas plegarias enriquecidas por la desesperación. Mantuvo los ojos cerrados mientras oraba, como para cegar la imagen que había visto con inexplicable claridad. Lo que fuera que trajo su devoción, ya fuera calma o raciocinio, le permitió volver a entrar en la máquina pisanieves, en su soledad habitual.

A los pocos metros entendió cuán rápido se destruye la esperanza: el hombre estaba nuevamente a su lado.

Intentaba no mirarlo, no dejarse tentar por lo angelado o demoníaco y olvidó las pistas nevadas, el trabajo por hacer y puso rumbo al refugio, símbolo del amparo en medio de la persistente sombra que lo rodeaba. Antes de llegar sucumbió a la curiosidad de volver a mirar ese rostro amigable, sereno y vio lo que el hombre llevaba en las manos: un nido vacío de pájaros y plumas, pero lleno de significados.

Perdido

A los pocos días llegó su jefe a buscarlo. Ya le habían contado que el viejo Faundez había terminado un turno nocturno mucho antes y quería saber qué le había pasado, porque nunca se iba a dormir sin concluir el trabajo.

Rubén no intentó inventar ninguna excusa y simplemente le contó la verdad, desde la perplejidad y el miedo. Le describió muy minuciosamente la apariencia de ese hombre que se le apareció en medio de lo inaudito y el rostro de su jefe empezó a mostrar preocupación, no porque no le creyera, sino todo lo contrario.

Tenía los diarios en la mano, buscó una página específica y tapando el titular de la nota, le mostró una fotografía a Rubén.

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“¡Es él, es él!”, dijo con la inquietud de tener una prueba concreta y externa de la existencia de esa persona.

La crónica periodística decía que ese hombre era un andinista austríaco que se había aventurado a desafiar el Aconcagua junto a dos compañeros polacos. Los tres se perdieron y dos de ellos fueron encontrados por la Patrulla de Rescate. El que no volvió fue el austríaco, el de la sonrisa amplia y los tranquilos ojos azules.

De regreso

Ese invierno fue particularmente cruel y el rescate del andinista extraviado en el Aconcagua se hizo primero dificultoso y luego imposible. En el verano siguiente, la naturaleza fue más piadosa y permitió que lo encontraran.

Sus ojos azules estaban cerrados a la vida. El frío se hizo muerte para él en ese lugar conocido como Nido de Cóndores. Cuando el viejo Faundez se enteró, entendió el encuentro de esa noche. El nido era un símbolo, un mapa y la última esperanza de ese hombre para regresar. En ese verano, Rubén entendió que no sólo su música podía atravesar las montañas.

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