Por alguna razón nos encontramos en un café y me habló de un dolor que le quebraba la voz, por antiguo e irremediable. Escuché los detalles horribles que ella dibujaba sólo para mí, con el respeto de asistir a un acto sagrado. A fuerza de resistir, había hecho su pena indómita y suave. Ahora que lo pienso, eso la definió: tenía la suavidad de lo salvaje.
Cuentos de Terror Marcela Furlano Hasta que la muerte nos reúna 1.jpg
Imagen generada con IA-Gonzalo Ponce.
Extensa soledad
No quiso hijos y accedí incluso a eso. Fue mi última rendición y su primera trampa: nunca me había dicho que en nuestra familia sólo seríamos dos. No me sentí capaz de cuestionarla, porque sus decisiones llegaban con tal determinación que sabía eran inapelables.
Entendí la aspereza de su carácter por los quebrantos de su historia y siempre respeté su soledad, aunque me dolía y lo vivía como un injusto rechazo. Al principio se quedaba varias horas trabajando en nuestro minúsculo jardín o leyendo bajo la luz amarillenta de la cocina. Si me acercaba, algo en su salvaje suavidad se perturbaba y no se esforzaba en disimular su desagrado. En esos momentos mi presencia le resultaba intolerable, su cuerpo se tensaba y me miraba como si yo fuese un intruso en nuestra propia casa. Me alejaba y esperaba que todo regresara a una calma reconocible.
Cuentos de Terror Marcela Furlano Hasta que la muerte nos reúna 3.jpg
Imagen generada con IA-Gonzalo Ponce.
Con el tiempo, la distancia que necesitaba era cada vez más extensa. Se iba un par de días a la casa de una amiga o de su hermana y me resignaba, porque con su regreso, retornaba la suavidad a mis días. Ojalá no la hubiese amado tanto.
La noche borrada
No intento esbozar excusas, pero apenas recuerdo lo que pasó esa noche. Sé que llegué antes de lo esperado por ella y por mí.
La luz del dormitorio apenas me anticipó lo que iba a ver, sus cuerpos unidos en una afrenta. A él no lo conocía. Si lo pienso bien, a ella tampoco.
No me vieron. No medí el tiempo entre mi furia y regresar a esa puerta con el cuchillo. De lo que siguió, supongo que por piedad a mí mismo, apenas quedan astillas, imágenes distorsionadas, donde asesiné a un hombre del que no sabía ni siquiera el nombre y a la mujer que amaba.
De esos minutos me quedaron los gritos. Se trizaron las palabras en las súplicas de ambos, huecas, lejanas, impropias. Fue apenas un instante de sangre hecho eternidad en la inclemencia del cuchillo. Estaban muertos y serían mi eterna compañía.
Cuentos de Terror Marcela Furlano Hasta que la muerte nos reúna 7.jpg
Imagen generada con IA-Gonzalo Ponce.
La sentencia
La perdí a ella, a ese desconocido y a mí mismo. La condena que me impuso la justicia fue redundante. Fui sentenciado esa misma noche, donde no quedaron más que esquirlas de mi vida.
Lo peor no fue la perspectiva de años idénticos en celdas semejantes, sino sus gritos, que no me abandonaban. Al principio creía que eran de compañeros que peleaban en otras celdas, hasta que distinguí su voz, suave y salvaje incluso en su agonía. Era ella, la que tantas veces me impuso la distancia que ahora se negaba a abandonarme. En cambio, los gritos de ese hombre eran tan intensos, tan oscuros, que no entendía cómo no lo escuchaban morir en todos los pabellones. Me atormentaba que siguieran juntos en la persistencia de castigarme.
Había otros condenados por el mismo crimen. Nos encontrábamos en el patio y me saludaban como si fuésemos miembros de un mismo club o de una siniestra logia. “Ellas se lo buscaron”, me aseguraban y muchas veces llegué a creerlo. Otras tantas lo que me decían de ella era un insulto que sólo podía enfrentar a golpes y terminaba en la celda anexa del pabellón, esa que destinaban para aislar a los que causaban o sufrían problemas.
Tres, el número de la eternidad
Los guardias me tenían aprecio. Cuando mi familia me visitaba, me traían libros que repartía con ellos. Me gustaba charlar y compartir algunas historias y cigarrillos, bajo el sol del patio que era casi tan cálido como el del minúsculo jardín de mi casa.
Uno de los guardias, Julio, era amable y compasivo. Si bien nunca le conté de los gritos, parecía advertir que mi castigo iba más allá de la condena que me habían impuesto. Varias veces me llevó a la celda de aislamiento de mi pabellón con un gesto de resignación, creo que al entender que estaba en una encrucijada entre la venganza, que a veces valoraba justa y el remordimiento de saber que lo que hice no podía remediarse.
Esa noche, como tantas otras, le pedí a Julio agua para el mate. Lo hice desde el fondo de la celda, así que más que verme, respondió al pedido de mi voz. Si nunca le hablé de los gritos, mucho menos le conté que ellos venían a verme, al menos en los últimos meses. Se paraban en una esquina de la celda demasiado pequeña para uno, mucho más para los tres.
Prefería sus visitas porque se quedaban en silencio y solamente me miraban, sin reproches, sin súplicas, sin gritos.
Julio volvió con el agua y preguntó por mí a otros dos guardias. Eran casi las dos de la mañana y los tres sabían que en las noches los reclusos no podían quedarse en esa celda, porque no tenía baño.
En esa cuenta cayó Julio, que corrió a buscar la llave y entró a mi celda. Sus compañeros le dijeron que allí pasaban cosas raras, sobre todo después del suicidio del preso que había asesinado a su esposa y a su amante.
Cuentos de Terror Marcela Furlano Hasta que la muerte nos reúna 5.jpg
Imagen generada con IA-Gonzalo Ponce.
Cosas raras. Raro es que Julio entre de madrugada a mi celda y no me vea, porque a veces, como cuando le pedí agua, me escucha. Raro es que no sepa que estoy en esta celda y no escuche sus gritos, que yo no puedo arrancarme ni siquiera cuando cierro los ojos. Raro es que no nos vea, ahora que estamos, en silencio, los tres.
Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-6177997.