El diablo anda suelto. Luisa lo supo esa noche de noviembre de 1974 cuando el aire se despedazó en el grito de su madre. La mujer corría hacia ella y detrás, rezagado, iba uno de sus hermanitos, los pasos dubitativos por un miedo que quería desconocer.

La niña estaba regando los alrededores de la casa familiar, sin otra guía que la luz de un foco distante. Tampoco hacía falta, podría haber llevado el agua de la acequia a cada palmo de la tierra sedienta con los ojos cerrados. Nunca más volvió a conocer un lugar que fuera tan suyo.

La mujer la abrazó, los latidos abriéndose camino en el pecho, dispuesta a todo, a dar batalla para que nadie se la llevara. La niña aceptó el gesto inesperado de su mamá, la desesperación que al contacto de esos brazos, se volvió suya.

“Vi la sombra de ese monstruo con cuernos, detrás suyo”, dijo la madre. Las manos temblorosas recorrían la fragilidad del cuerpo de su hija, para asegurarse que estaba a salvo, que había llegado a tiempo.

“El diablo”, pensó Luisa. El mismo que se había llevado hace un año a esos dos niños.

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El pequeño abismo

Esa sombra fue una revelación: no estaban a salvo. Luisa, con 12 años, intentaba recuperar la normalidad en sus quehaceres cotidianos, para no mostrarse débil ante sus hermanos menores ni temerosa ante los que le llevaban algunos años.

Su madre había quedado viuda muy joven, con siete niños a su cargo y con su juventud como único capital. No sabía más que trabajar en el campo y cuando llegaron a la finca de Ugarteche entendió que esquivarían el hambre. Mientras tuviera unas parcelas donde cultivar papas, pimientos, tomates, estarían a resguardo de aquella realidad que les había legado la muerte.

Los niños tenían en esa tierra su lugar de trabajo y patio de juegos. A los más pequeños la madre les enseñó a sembrar, las manos suaves regando semillas, para recibir a cambio la promesa de futuras llagas y asperezas. Los mayores cosechaban para la venta y la comida de la casa, atentos a comprender de la voz materna y la propia experiencia, la expresión de la vida en brotes, frutos y pestes.

No había lugar para las letras en esos años. Con la urgencia de comer la escuela se puso en pausa y eso los diferenciaba de algunos niños que vivían en las propiedades cercanas. Pero no había distinciones a la hora de recorrer las fincas abandonadas, que se situaban lejos de la vigilancia materna y muy cerca de sus particulares nociones de libertad.

El preferido era un terreno que había conocido la prosperidad muchas décadas antes. El follaje espinoso había brutalizado el paisaje, tal vez como una manera de desalentar a los pequeños invasores que insistían en no respetar las domésticas fronteras.

Particular atractivo les presentaba el pozo de agua en ruinas, con su tentación de pequeño abismo, donde los niños lanzaban piedras para escuchar el sonido lejano que ascendía por su húmeda oscuridad. Corrían a su alrededor, con el miedo a la caída desterrado del cuerpo, que imponía a sus juegos una audacia nueva, no exenta de rebeldía.

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Cuando la noticia de que dos niños de 6 y 7 años habían desaparecido, los adultos esparcieron el rumor por los caminos probables de escape. Algunos eran callejones internos, de comunicación entre las fincas, que anduvieron para ver si los pequeños se habían demorado al buscar a otro compañero de juegos. Luego recorrieron los externos, los más transitados y por ello más cargados de amenazas. Nadie los había visto.

Fueron los amigos de los niños quienes sugirieron buscar en la finca abandonada, la del pozo, sacrificando el secreto del refugio compartido. Lo importante era encontrarlos.

Así llegaron hasta ese hueco profundo como el miedo que los iba conquistando y que se hizo brutal con lo que vieron. Junto a los bordes del pozo estaba, prolijamente doblada, la ropa de los niños. Los padres de los pequeños mancharon sus gritos con el peor de los presagios, el que tenían que confirmar en las aguas hostiles del pozo. No estaban allí y nunca más los encontraron.

Está cerca

A todos les dolía siquiera pronunciar los nombres de los niños, para no actualizar el dolor en cada sílaba. Las preguntas se concebían sin esperar respuestas, porque no podían entender quién tendría la crueldad de arrancarlos de sus familias y lo que es peor, ni siquiera querían plantearse el por qué. Los que se dejaron ganar por la furia entretejían entre ellos un perfil del captor y sentenciaban acerca de qué clase de ser humano podría cometer una atrocidad como esa.

Los meses pasaron y cuando algo asemejable a la normalidad había empezado decantarse, la madre de Lucía vio esa sombra, rondándola. El mal seguía cerca.

Geografía de la tragedia

La comunidad seguía cobijando con visitas y palabras a las familias de los que ya no regresaron, cuando todo volvió a suceder. Una niña y un niño de 5 y 6 años desaparecieron y lo que antes fue desconcierto y pena, se convirtió en terror. Alguien había hecho de sus tierras un coto de caza.

Esta vez, la búsqueda se disparó a ese lugar de orillas malditas, el pozo rodeado de arbustos espinosos y protagonista funesto de sus peores pesadillas. Los padres de ambas criaturas encabezaban la búsqueda y no dudaron en correr hacia la finca abandonada, con la imagen todavía nítida de la ropa sin dueños, del fin de la búsqueda y el inicio del misterio.

Esta vez fue diferente. La niña estaba sentada, con las piernas dentro del pozo, desafiando la invitación del vacío. El niño estaba a su lado, los brazos cruzados en un abrazo a sí mismo que a sus padres les costó desatar.

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Eran dos cuerpos ausentes, ajenos a los gritos y a las lágrimas, a los abrazos y al alivio. Algo o alguien los había arrancado de sus juegos y empujado a un abismo mucho más temible, donde las palabras no sirven y donde se conoce lo irremediable.

Los dos conservaron el miedo en los ojos y el silencio, por varios días. Cuando ya habían escuchado todas las preguntas, el niño sólo aceptó decir, por única vez, lo que vio. Un monstruo salió del pozo para llevárselos. No podía medir el tiempo que los mantuvo cautivos, porque no hay horas ni minutos en el infierno. Cuando los arrastraba por la tierra árida de piedad y llena de espinas, el pequeño se atrevió a mirar a su atacante. Lo vio de espaldas y las tinieblas que se arremolinaban sobre su cabeza eran como los cuernos de una bestia sin humanidad. Era el diablo, que vino a llevárselos.

Entre nosotros

La salvación se construye a veces con fragmentos de horror. Es preferible creer que lo siniestro sólo es aplicable a seres que reptan en la oscuridad, demonios menores impregnados de azufre y fuego, de sangre y muerte.

El maligno se esconde en siluetas diversas, desde la serpiente de la bíblica tentación hasta el krampus, que en vísperas de la Navidad arrastra al inframundo a los niños que se portan mal.

Qué consuelo saber que veremos en su silueta, siniestra cabra de cuernos retorcidos y colmillos sedientos, una justa advertencia. Lo más temible es cuando se esconde en su forma más atroz, porque simula ser uno de nosotros y su ataque, por inesperado, es más letal.

¿Qué nombre le daría un niño a una persona que lo lastima, cuando su vulnerabilidad es un escudo insuficiente? Monstruo. Imposible que pueda entender o darle nombre a alguien que lo hiera tanto, de manera irreparable.

Monstruo el que lo lastima, lo desaparece o mata, sin el disfraz de monstruo que nos ayude a distinguirlo. En la marea desprovista de señales, de figuras identificables con el mismo infierno, estamos a merced de ellos, que se han llevado a esos niños que vemos en fotos en los diarios, que reclaman volver y nos piden rescatarlos, al menos, de la condena del olvido.

Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.

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