Había llegado a mi casa y a mi última morada.
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Imagen generada con IA/Gonzalo Ponce
Destino elegido
Allí tuve dos hijos más. El mapa interno de mi pequeño mundo se escribió a requerimiento de mis sentidos, porque con solo escuchar el llanto de uno de ellos, a oscuras, con el sueño trizado, podía llegar sin tropiezos a la habitación indicada. Sus paredes eran suaves senderos en las noches, para alcanzar mi destino de cunas y biberones, de canciones susurradas, de sosiego al acunarlos en la cadencia de mis latidos. Eran mi elección y mi destino.
Mientras crecían, la cocina se convirtió en un aula abierta. Ángulos rectos, sumas, restas, sujetos y predicados competían por un espacio en la mesa generosa, confinados de a ratos por la puesta en escena de desayunos, almuerzos y cenas.
Ejercí la paciencia y el enojo, la calma y la desesperación entre esas cuatro paredes con esos cuatro niños que eran mi imperfecta y armoniosa felicidad.
Cuando pienso en los días y noches que me entregué a la coreografía de sus comidas, de sus horarios escolares, de ser su compañía en partidos de fútbol o de llevarlos al cine, creo que multipliqué mi vida por cuatro. Pero estaba condenada a vivir una sola.
Ella y yo
En principio, ellos marcaron impiadosos el paso del tiempo, con la exigida independencia de la adolescencia y con la libertad conquistada de la adultez.
Cuando murió mi marido, sólo quedaba la menor en casa, que tardó un par de años en comprender que su vida no estaba atada a la mía y que tampoco era la albacea de mi voluntad, por eso mantuve mi decisión de no abandonar esa casa, mi casa. No negaba que era demasiado grande, pero nunca admití que representara un trabajo excesivo ni permití ayuda externa alguna. La había cuidado durante décadas y sabía que en la nueva soledad íbamos a llevarnos bien.
Es más, en esa naciente realidad podía concentrarme en los detalles que antes, por falta de tiempo, quedaban rezagados. En las primeras semanas cambié los muebles de lugar, vacié armarios, ordené juegos de vajilla que no recordaba tener y miré una por una las fotos que encontré en varios cajones.
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Era yo esa que sonreía desde mi juventud, con la arrogancia intacta de creer que el tiempo era lento. En las fotos cambiaba de ropa, de peinados, de maquillaje, a veces con una sumisión inexplicable a una moda más inexplicable aún. Nunca hasta ese instante había advertido que mi rostro y mi cuerpo cambiaron también, en una metamorfosis que sentí injusta y aterradora.
Soledad en construcción
La mesa de la cocina era un naufragio infinito, apenas salpicado por un plato, cubiertos y un vaso desembarcados en una de sus orillas. Me ubicaba en el lugar habitual, en la cabecera, con el cuidado que siempre dispuse cuando la mesa era para seis.
Se me iban las mañanas en insistir en la perfección, tanto en la limpieza como en el orden. Un par de azulejos del baño tenían los bordes ennegrecidos y combiné productos de limpieza como si de alquimia se tratase, hasta que di con la fórmula perfecta para desterrarlos. A veces sólo entraba al baño para corroborar que mi obra, reluciente, permanecía intacta.
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Imagen generada con IA/Gonzalo Ponce
Prefería esas tareas a concentrarme en mis dificultades, en los dolores que al principio eran esporádicos y después una compañía cotidiana. Tenía las manos de una anciana y seguramente mi rostro luciría igual. No lo sabía. Abandoné la necesidad de reconocerme en el espejo.
Nuestra lealtad
La muerte tuvo la gentileza de buscarme en casa. Cuando todo indicaba que mis días estaban contados, la insistencia de mis hijos de permanecer hospitalizada fue rechazada con tal vehemencia, que no dejé lugar para reclamos.
Mis escasas fuerzas estaban destinadas a ella, a mi casa. Mi único pesar era abandonarla para siempre, aunque seguramente ya lo habría advertido. Intentaba mantener la imagen mental de perfección a la que aspiraba cada mañana, pero cuando entré al baño y vi esa mancha oscura, desafiante y vastamente extendida entre los azulejos del baño, lloré como nunca. Estaba perdiendo la batalla y ella lo sabía.
Propios y extraños
No pude alejarme, mucho menos irme de mi última morada, porque así lo había decidido. Vi cómo mis hijos desmantelaban todo, con el dolor todavía ardiendo y cómo extraños llegaban a mi casa, la invadían, no la cuidaban como yo sí sabía hacerlo.
Niños corriendo, platos sin lavar, paredes asaltadas por la humedad, todas eran afrentas. Nos debíamos, ella y yo, estar solas en la quietud y se los hice saber sin esconderme en el viento que cerraba las ventanas o en el desorden natural de su desaprensión.
Cerré puertas, grité para que me escucharan en el espanto de sus sueños, desparramé ropa y juguetes, quebré vasos y su sensación de estar a salvo.
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Así se sucedían los rostros, las historias que no me importaban y las mudanzas. Por varios años la casa y yo permanecimos calmas en el abandono del mundo, pero en nuestra compañía. Cuando recorría las habitaciones las veía como antes, impecables, con las ventanas sangrando luz. Los que se aventuraban a la tentación de entrar a una casa abandonada, hablaban de telarañas, suciedad, escombros y habitaciones destrozadas. Semejantes insultos a la integridad de mi casa se disipaban apenas yo aparecía y así fue hasta que ellos llegaron.
Mi nombre
Los mayores se llamaban como mis nietos, pero eran hombres y mujeres adultos. Había en esos rostros añosos, una cierta cualidad infantil que los emparentaba con esos niños que yo había cuidado, amado, protegido.
También era desconcertante la presencia de unos jovencitos que parecían ser sus hijos, que opinaban acerca de reemplazar ventanas, levantar pisos, hacer de nuevo la cocina y el baño. Sus pasos retumbaban como si las habitaciones estuviesen vacías y no podía dejar de advertirlo como una anomalía más.
Me acerqué a tal extremo, que mi pelo desordenado casi los tocaba y sentí en la tibieza de su sangre, un extraño eco cercano a mi corazón. Uno de ellos tenía algo en la mano –su nombre era aún más inconsistente, “celular”- y daba vueltas apuntando a los distintos rincones de la casa. No entendí esa conducta exótica de girar, apuntando en arbitrarias direcciones, por lo cual me quedé quieta, asustada en cercano silencio, en un rincón del living.
El joven dejó de girar y pasó el celular al hombre mayor que, sin lugar a dudas, se sorprendió al mirarlo. El grupo encadenó ese aparato de mano en mano y todos parecían asustados, pero insistían en seguir mirando algo, una imagen, en ese artefacto. Alguien dijo: “Es ella”. Después pronunció mi nombre, que replicaron los otros, como una letanía.
Uno de ellos dijo que no había razón ni explicación lógica de que yo estuviese allí. Ojalá no lo hubiese escuchado. Ellos eran las presencias no deseadas en ese, mi hogar.
Para siempre
Algunos de esos desconocidos volvieron a ver las refacciones. Yo no advertí nada, porque para mí el orden estaba inalterado, porque así lo mantuve, sin importar lo que ellos afirmasen o temiesen.
Decían que lo mejor era vender mi casa, como si tuviesen la potestad para decidirlo. Son mis dominios y nadie puede disponer de ellos, porque fueron hechos a la medida de mis sentidos.
No importa que se vea perfecta a los ojos extraños y deseen hacer de ella su hogar. Seguiré recordándoles que nunca podrán quedarse, porque es mi casa. Y lo que es más importante e innegociable: es por sobre todas las cosas de este mundo, mi última morada.
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