Llevaba semanas sintiéndose raro, como desconectado del mundo.

Las distracciones no eran lo suyo, tampoco los olvidos. Sin embargo, una tarde se vio echándole sal al café con leche y a la mañana siguiente salió dejando todas las luces encendidas de la casa que lo tenía como único habitante.

La puntualidad lo había caracterizado siempre hasta que empezó a llegar tarde a todos lados, incluso a las implacables reuniones de directorio.

Ni siquiera recordaba dónde quedaba la lavandería ni el número de la cochera que alquilaba.

...

-Tenés que hacerte ver –le aconsejó el portero del edificio, tras escuchar de boca del muchacho cómo habían sido esos comportamientos.

-¿Será para tanto? –preguntó y se preguntó.

-Vos sabrás –contestó como quien clava una intriga.

Dos días después, ya en la sala de espera del médico de confianza, trató de resolver un crucigrama –una de sus debilidades– pero no acertó ni una palabra.

-Ahora mire hacia arriba– le pidió el clínico mientras le revisaba las pupilas-. Bien, ahora hacia abajo.

Un golpecito en cada rodilla demostró que los reflejos estaban intactos.

-Sáquese la remera y tome asiento.

Los pulmones funcionaban bien, pero el médico frunció el ceño nomás apoyó el estetoscopio a la altura del corazón.

-Espéreme un momento –dijo y sacó del armario otro aparato, idéntico, que ubicó sobre el costado izquierdo.

Pasaron segundos que al paciente le parecieron meses.

-¿Todo bien, doctor?

-Ni bien ni mal –contestó.

-¿Qué?

-No quiero apurarme antes de dar un diagnóstico; déjeme que hagamos otro tipo de chequeo. No se vista todavía. Venga.

La sala contigua estaba repleta de aparatos de todo tipo y tamaño. De pie y manuales. Cableados todos. Y un par de pantallas en blanco y negro y a todo color.

-Acuéstese en la camilla. Respire hondo. Bien. Ahora le pondré un poco de gel en el pecho; va a sentir frío, pero no es nada malo.

-No me asuste, doctor.

-Es sólo para revisar la frecuencia cardíaca.

El muchacho cerró los ojos para no mirar y puso toda su atención en una imagen mental agradable, misma estrategia que usaba cada vez que estaba en el sillón del dentista.

-Vístase y espéreme en el consultorio.

-¿Y?

-Como le dije recién: ni mal ni bien.

...

Más tarde, el médico se sentó en su silla, jugueteó con la lapicera y lo miró fijo a los ojos.

-Podría decirle que está todo bien.

-¿Pero?

-Vea; yo lo noto bien, muy bien, diría, pero hay algo que no entiendo.

-¿Qué cosa?

-Nunca antes me había pasado en casi cuarenta años de facultad, residencia y atención de pacientes, incluso en guardias hospitalarias. Ni en terapia intensiva había visto un caso así. Y eso que atendí cuadros gravísimos.

-No me asuste. ¿Qué tengo?

-El problema no es lo que tiene; el problema es lo que no tiene.

-¿Qué?

-Como lo escuchó. Usted -y perdóneme que sea tan directo para decírselo- usted no tiene corazón. Y no estoy usando una metáfora.

-¿Está seguro?

-Totalmente.

Desolado, el muchacho volvió a su casa en tren y apenas se sentó en el sillón se dio cuenta de que había olvidado el auto en el estacionamiento de la clínica.

Fue directo al baño, se desnudó y se miró cuidadosamente al espejo. Puso la palma de la mano derecha sobre el costado izquierdo del pecho y comprobó que el médico tenía razón. Ni un latido.

Problemas del corazón, tecleó en internet en busca de un especialista, pero todas las opciones tenían que ver con cardiólogos, así que cambió los parámetros de pesquisa.

La frase Corazón ausente fue inútil pero después la palabra Descorazonado le mostró dos links distintos que conducían a la misma persona. Y allá fue.

-Don Jorge Luis está en el café de la esquina –le contestó el ama de llaves.

-¿Y cómo lo ubico?

-Lleva un bastón blanco.

El buscado conversaba con otros dos parroquianos.

-Buen día… –dijo el muchacho, pero el anciano lo paró en seco.

-Siéntese.

-¿Cómo sabe que lo busco?

-Sé todo.

-¿Aunque no vea nada?

-No se preocupe, desde que soy ciego veo mucho más que antes.

Los compañeros de conversación se retiraron en silencio, dejándolos mano a mano.

-¿Qué le anda pasando? –preguntó.

-Ando como perdido.

-No parece; veo que llegó hasta acá sin problemas.

-En la vida, quiero decir.

-Quédese tranquilo, todo tiene solución.

-¿Todo?

-Bueno, casi todo –concedió.

-¿Incluso si uno no tiene corazón, como me dijo un médico?

-Eso también tiene arreglo. ¿Me invita un té y le explico?

...

Sin que lo notaran, el mozo -discreto como un gato- les sirvió el té, el café y dos cuadraditos de chocolate para el anciano.

-¿Le gusta el chocolate? –preguntó Jorge Luis mientras mordisqueaba una de las porciones.

El muchacho, sorprendido por el interrogante, se quedó en silencio.

-Oiga, ¿le gusta o no? No lo piense tanto.

Más silencio.

-Ése es su problema ¿vio?

-¿Cuál?

-Piensa demasiado y siente poco.

-¿Y eso qué tiene que ver con que no tenga corazón?

-Mucho, porque sentir poco lo atrofia y pensar mucho, créame, lo aleja.

-¿Al corazón?

-Sí.

-¿Adónde lo lleva?

-Esa respuesta, aunque yo la sé, deberá encontrarla usted solito.

-¿Qué quiere decir?

-Que sólo voy a darle una pista; el resto es asunto suyo.

-Voy a anotar –dijo el muchacho mientras buscaba el celular para tomar el apunte.

-No hará falta. Ponga atención y le advierto que no es una broma. Aracataca –dijo Jorge Luis, pausadamente. ¿Entendió?

- ¿Aracataca? ¿Qué es eso?

- Le repito: es asunto suyo. Vaya, busque y de paso dígale a mis amigos que ya pueden regresar a la mesa. Tenemos que seguir arreglando el mundo.

...

Aracataca, sabría después nuestro descorazonado protagonista, se llama el pueblo donde nació Gabriel García Márquez el 6 de marzo de 1927.

Entonces, la duda fue mayor aún. ¿Qué tenía que ver el Nobel de Literatura de 1982 con su pecho vacío de corazón?

En dos días leyó con detalle Cien años de soledad y los cuentos de Ojos de perro azul, pero nada de lo publicado en esas obras le acercó una solución.

En la biblioteca central le prestaron Crónica de una muerte anunciada. Aquella noche sufrió con la tragedia de Santiago Nasar a manos de los hermanos Pedro y Pablo Vicario, en esa historia de amor que derivó en drama.

Iba a cerrar el volumen con ademán desencantado pero, sin embargo, en la solapa interior de la contratapa, pudo ver algunas anotaciones a mano. Entre otras, una que llamó su atención. Un textual. Con tinta roja. Entonces, leyó:

"Todo se reduce a la última persona en la que piensas en la noche antes de dormir..."

- Usted piensa demasiado… –recordó la sentencia del ciego.

"... Ahí es donde está tu corazón".

La frase, atribuida al escritor colombiano, fue como un hilo de Ariadna que ayudó al muchacho a salir de ese laberinto mental sobre seguro, en busca del corazón perdido.

Entonces, aquella noche, como cada noche antes de dormir, pensó en ella y cayó en un sueño profundo.

La soñó bella, perfumada y recostada sobre su pecho.

La miró a los ojos y se vio a sí mismo.

Al despertar, supo que esa mujer se había convertido, definitivamente y hasta el fin de los tiempos, en la verdadera y única dueña de su corazón enamorado.