La luna se extendía en dominios en los cuales apagaba la insolencia de cualquier sonido. Si Juan escuchaba algo, lejano y efímero como un viento naciente, apuraba el paso para llegar a su casa, en el medio de la finca, con el pensamiento de su hogar hecho refugio. No hay que ver más allá de lo que regala el sol. Lo que queda, son pertenencias reclamadas por la oscuridad.
Juan de Dios, que portaba sus creencias en el nombre, sabía de la contraparte de su fe, también omnipresente y al acecho. Incluso en sus tierras, en donde parecía haberse aquerenciado su noción de felicidad.
El fuego final
Juan era un hombre de pocos amigos y muchas lealtades. Cuidaba los lazos que le habían tendido y hacía de su rutina una fiesta cuando un amigo viajaba a verlo, mucho más después de mudarse a San Luis.
Siguió la ruta que le marcó el trabajo, sin poder permitirse siquiera el dolor del desarraigo. No significaba que la distancia no lo hubiese marcado, pero no estaba precisamente forjado en las debilidades.
Por eso agradecía, con una hospitalidad sin mezquindades, las visitas de sus amigos y los agasajaba con paisajes nuevos, comidas y su compañía. La llegada de Danilo no fue la excepción. Aparecía sin invitación y sin fecha precisa, aunque siempre cuando el verano agonizaba.
Cuando Juan de Dios lo vio llegar, supo que la amistad se renovaría en el campo, en un lugar donde la naturaleza siguiera siendo benévola. Los caballos eran parte de la reducida comitiva, las riendas con la mínima tensión para que los animales se sintiesen a gusto de elegir el rumbo. Había una calculada audacia en ese alejarse de las huellas conocidas y que las pisadas de los caballos hicieran las primeras marcas en tierras que no conocían.
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El único límite era el fin de la tarde, con sus heridas sangrientas derramándose desde el cielo hasta la línea del horizonte. Era el momento de mirar el entorno, elegir el terreno para hacer una fogata y repartir las mantas, innecesarias por el calor, pero propicias para mitigar los daños en el cuerpo de la tierra compacta y sus imperfecciones, nacidas de piedras y ramas.
Juan de Dios advirtió los trucos de la luna, que jugaba a iluminar sus rostros con un aura espectral. No hay como el fuego recién encendido para despejar las visiones fantasmales que escribe esa luz, engendrada en las tinieblas. Danilo y Juan volvieron a reconocerse cerca de las llamas, sumando la chispa de un vino añejo que apuraba las confesiones. Nada los hizo pensar que cada palabra, cada gesto, cada acción premeditada o imprevista, sería materia de reproches, interrogantes y dolor. Danilo se llevó la última llama de cordura cuando se perdió en la noche.
Oscuridad melodiosa
Juan se entendía con la naturaleza. Por eso, advirtió que poco después de comer, el entorno se apagó de repente. Podía jurar que el crepitar de la fogata se desvaneció y sólo quedaron dibujos de fuego, de colores cambiantes, en completo silencio.
Danilo hablaba e incluso reía, con los gestos vacíos, con las palabras disueltas, con la risa muda. Juan hizo un gesto para interrumpir a su amigo cuando de repente, el pentagrama silencioso se agrietó y escucharon, lejano y repentino, un silbido.
Lo escucharon los dos, con la incredulidad en los rostros. Un simple sonido disolvió la fantasía de ser los primeros en tierras desconocidas, sin dueños ni poblados cercanos. Danilo respondió también con un silbido, más breve y con un tono más alegre que el que había surgido desde la oscuridad.
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Se estableció un diálogo extraño, donde se encadenaban sonidos y no palabras. Danilo se había puesto de pie, las pupilas dilatadas tratando de ayudarse con la luz blanquecina de la luna para captar algún movimiento, una sombra que delatase al inesperado bromista.
Juan no estaba cómodo con lo que estaba sucediendo. Ya era inquietante imaginar qué hacía una persona en medio de la nada que ellos creían haber descubierto. Ni qué pensar de sus intenciones, al no acercarse abiertamente a ellos.
Danilo parecía despreocupado, sin ningún otro propósito que seguir el juego al ocasional visitante que lejos de escucharse más cerca del fuego que los amparaba, se hacía más lejano.
Juan le advirtió que no fuera hacia la oscuridad, que forzara la aparición del intruso quedándose en el lugar. Danilo, una vez más desoyó las advertencias y su amigo lo vio perderse entre árboles negros, para luego escuchar los pasos apagándose y extinguirse los silbidos. El silencio absoluto fue la peor y más siniestra respuesta.
Lo buscó casi inmediatamente, a los gritos, hasta que la garganta se le astilló en lamentos. Usó la linterna que llevaban siempre al campo y cuando se quedó a oscuras, lo buscó a tientas, arrastrando los pies y el miedo por el terreno irregular, espinoso, inclemente.
El amanecer trajo una certeza: tenía que buscar a la policía y ampliar la búsqueda. Cuando llegó a un pueblo del que ni siquiera sabía el nombre, las campanadas de la iglesia lo arrancaron de la niebla que había reemplazado sus pensamientos. Llamaban a misa, pero para él sonaron como el toque de los muertos.
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Cadena de horrores
Perderse en una vivencia en etapas. Primero sobreviene el desconcierto. El lugar que recorremos en un instante se vuelve desconocido y hay más sorpresa que miedo al descubrir que tal vez no sepamos a ciencia cierta dónde estamos.
Luego sigue una ligera alteración, volver sobre los pasos, una incredulidad que empieza a teñirse de alarma. Después, con la certeza de reconocerse extranjero en ese espacio, todo lo que queda es volver. Pero yo no pude.
Hay una dimensión que no reconocí. Es como si el tiempo hubiese desaparecido junto con el camino de regreso. Tenía una extraña tranquilidad, surgida de la convicción de que me estarían buscando. Tarde o temprano Juan iría por ayuda y todo quedaría en una anécdota para reírse en el futuro.
Sin las prisas del tiempo, sólo resta esperar. Fue en ese momento donde a lo lejos pude distinguir la inconfundible luz del fuego, con los colores cambiantes y su invitación a acercarse. Pensé en Juan de Dios, en su alivio cuando me viera de nuevo, pero no era él. Un grupo de chicos, bastante numeroso, estaba bebiendo y cantando junto a otra fogata, no la nuestra. No quise aproximarme demasiado, para no asustarlos. Ellos podrían ayudarme. Eran mi pasaporte al regreso.
Junto al árbol más cercano, los saludé. Se callaron al instante al escucharme. Intenté explicarles mi situación, pero fue imposible. Mis pensamientos estaban claros, pero al querer transformarlos en palabras, todo se volvió confuso. Yo hablaba y solo un sonido idiota, reiterado y grotesco se formaba en mis labios. Un silbido grave, surgido de mi boca que se negaba a articular algo diferente, un graznido infame y vergonzante.
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Uno de los jóvenes se puso de pie y avanzó hacia mí. Retrocedí, ganado por la vergüenza, porque cuando más quería explicarme, más se replicaban esos sonidos ajenos y lo que es peor, el chico empezaba a contestarme de la misma forma, como si esto se tratase de una broma.
Me alejé hasta que ya no escuché nada más que sus pisadas. Iba detrás, asustado y confuso, ambos sin la posibilidad de comunicarnos, hasta que en un momento, ya no volví a verlo. Me dolió como si hubiese perdido a un hermano.
No pude pedirle perdón, aunque no me siento del todo culpable. Estamos encadenados a esta sombra atemporal e incierta, hermanados en el desarraigo de la vida y el desencuentro eterno. Yo no pude volver, él tampoco podrá hacerlo. Soy la herida y la daga en este dolor infinito, que no conoció el principio y no conocerá el fin.
Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-6177997.