Cuentos de terror

Testimonios del más allá: "El objeto más preciado"

Este cuento recrea lo que le sucedió hace dos años a Miguel, oyente de radio Nihuil, cuando fue al cementerio con su pequeño hijo a visitar la tumba de su padre. Un encuentro entre dos niños y dos mundos

Miguel se quedó mirando las dos fechas. La segunda encriptaba su desolación. Frente a la tumba miró el inasible resumen contenido entre el día del cumpleaños de su papá y el de su fallecimiento, números plenos de significados.

Los primeros eran una manifestación de la benevolencia del tiempo. Las celebraciones, los regalos, la reunión de la familia alrededor de la mesa, los nuevos integrantes que se sumaban.

Esa fecha se transformó mientras Miguel crecía. De muy pequeño significaba mirar a su padre con un sentimiento que luego llamó admiración, que no se nubló en la adolescencia, aunque las motivaciones de ambos parecían ir en direcciones contrarias.

Miguel registró el recuerdo de las canas de su padre, apenas perceptibles en las penumbras de la cocina, cuando sonreía con la melodía atemporal del cumpleaños feliz, entonado por un coro de voces diversas y cambiantes. Fue testigo de las variables que los años imponían a su papá, mientras su espíritu se rebelaba incorruptible, ajeno a cualquier declinación.

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La segunda fecha en la lápida era una marca vital. Cualquier suceso, importante o trivial que atravesaba el día a día de Miguel se contabilizaba en los términos de “fue unos meses después de su muerte” o recordaba episodios que se desencadenaron “dos años antes de que falleciera”. Esas efemérides lo constituían. Lo que sucedió entre esos extremos, era nada más y nada menos que lo más difícil de cuantificar o agradecer con palabras: la vida de su padre.

Cercanos

Con la marca de su partida, en el año 2017, quedaron sucesos que no pudieron compartir. Miguel se casó y tuvo un hijo, que crece conociendo a su abuelo por fotografías y ensamblando un rompecabezas de recuerdos familiares. Aunque es pequeño, está aprendiendo lo que muchos debemos enfrentar en algún momento: amar en ausencia.

Ese día, el niño distribuyó las flores sobre la tumba de su abuelo, sin discernir lo que su acción implicaba y sin perder la noción de juego y aventura. En ese cementerio parque de Junín, el terreno verde apenas se interrumpía con las piedras opacas ubicadas a simétrica distancia, con los nombres y las fechas de ese resumen injustamente escaso de una vida, como la del padre de Miguel.

Los movimientos se han repetido como en anteriores ocasiones. El matrimonio se sienta junto a la placa gris, al principio en un silencio extraño, inmersos en una cercanía inquebrantable, una noción de hogar que no respeta los límites de la existencia. Después, las cuentas de un rosario de historias, frases y recuerdos se deslizan desde los labios hasta las manos de Miguel, que ensaya una caricia en las briznas del césped, un gesto cargado de tanta tristeza como ternura.

El niño en cambio tiene su propio derrotero en esos espacios. Al principio llegó en brazos de sus padres, para luego ensayar los primeros pasos en la superficie verde, bastante amable con su andar dubitativo e irregular.

Ahora, con tres años, está inmerso en descubrir los bordes de su libertad. No se conforma como antes en sentarse junto a sus padres, sino que se aleja de a poco, sin dejar de mirarlos de reojo para corroborar si puede alargar un poco más la distancia, aunque no lo suficiente como para sentirse perdido. No sabe que en cada paso que da, ellos ríen con la audacia que el pequeño empieza a conquistar.

Por su corta edad, tampoco está sujeto al miedo que muchos tienen a estos lugares. Para él es un parque con infinitas posibilidades de juego, no una reserva de almas en pena o espíritus acechantes.

Por eso, cuando advirtió que un poco más allá un globo se agitaba imperceptiblemente con el viento, vio en ello una invitación. Y fue, sin dudarlo, a su encuentro.

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La invitación

No había nada que pudiera inquietarlo. Las flores se parecían a las que momentos antes dejó en el lugar donde sus padres siempre insistían en quedarse un largo rato. La única diferencia era el globo, la blanca superficie interrumpida por el dibujo de un auto rojo, sonriente, agitándose en el viento como si disputara una carrera inesperada, sin pista, adversarios o trofeos.

Se quedó unos segundos de pie, dispuesta la atención en el auto rojo, en el globo moviéndose, al alcance de la mano, sin nadie que lo reclamara. Ya era suyo en el deseo y el gesto de su mano completaría la posesión. Tiró de la cinta con la que estaba sujeto a la lápida, sorprendido por el esfuerzo que tuvo que hacer, como si estuviera anclado a una roca colosal. No iba a darse por vencido tan fácilmente, después de todo era su nuevo juguete. Su grito anticipó que no era su legítimo dueño.

Mejor no saber

Lo vieron correr hacia ellos, con mucho más que prisa en los pasos cortos, que trataban de agigantarse para llegar lo antes posible a refugiarse en su padre. Miguel lo abrazó, con la certeza de que algo inusual había provocado ese grito. El niño temblaba, como si esa cálida tarde se hubiese corrompido en hielo y con sus palabras, esas que está descubriendo, le dijo que el nene no le quiso prestar el globo, que no se lo quiso dar.

En ese momento, Miguel y su esposa entendieron que en los sollozos de su hijo había más que decepción por no poder quedarse con el globo. En las palabras sueltas, en el grito, en la agitación de su respiración había miedo. Como una niebla, envolvente y enceguecedora, el terror también los alcanzó. Sin mediar palabra, huyeron de una amenaza invisible y concreta.

No quisieron preguntar quién era el niño que yacía en esa tumba. Indagar en los detalles o buscar certezas no siempre traen tranquilidad o alivio. A veces, es mejor no saber.

Valiosa posesión

Para el pequeño, las fechas en su lápida no tienen ningún sentido. ¿Cómo significar la vida, cuando la muerte no tarda en ser presencia?

Su infancia fue breve y su sufrimiento extenso, aunque todo desapareció en el último suspiro. No hay dolor, no hay aflicciones, pero tampoco la evocación de alegrías, que seguramente las tuvo. Quizá, una cierta forma de deidad ha sido piadosa con él. La tierra no cobija a un niño para perpetuar su tormento, sino para adormecerlo en una calidez sin memoria ni tiempo. Sus vivencias se destierran y nada le queda de este mundo. A veces, es mejor no saber.

El niño es huérfano de padres, hermanos, familia y recuerdos. Pero ese globo que marca su tumba, es una inconsistencia, una minúscula isla de memoria. Se ve a sí mismo en una cama, rodeado de aparatos que emiten sonidos extraños y cables que vulneran sus brazos. Todo es blanco o gris, excepto por el globo, que estalla en el rojo y en la sonrisa de un auto. Es una fortuna verlo, entre tanto frío. Es su consuelo y su más valiosa posesión.

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Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-6177997.

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