Supe que había elegido la ruta normal y hacerlo en solitario. Había hecho otras cumbres y cumplido con todos los requisitos, con lo cual su decisión no sólo era inamovible, sino sensata para él.
En la mitad de la travesía no regresó al campamento de altura del cual salió, ni llegó al cual se dirigía. A partir de ahí, mi único propósito era encontrarlo.
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Lejos de la tierra
Abel viajó desde Buenos Aires para medir su humana naturaleza con la colosal eternidad del Aconcagua. El montañismo lo eligió a él, de eso estaba seguro, porque nadie en su familia había oído hablar de eso y casi les exigió a sus padres practicarlo. No hubo caídas, raspones o contusiones que lo desanimaran.
Ante cualquier dificultad, sólo le bastaba recordar que en la cima era dueño de sí mismo y de todo lo que sus ojos registraban. En ese lugar, donde el viento tiene la voz más ronca y una presencia casi física, Abel se quedaba con el silencio. No importaba cuántos cristales rompiera el aire a su alrededor, todo en él era quietud y sólo esa experiencia, inefable, justificaba el riesgo.
En la tierra, al ras, vivían sus padres. No recordaba cómo eran antes del divorcio y no podía imaginarlos enamorados. La sola idea le resultaba tan absurda, que hasta le daba risa. Es que nunca había visto un gesto no digamos de afecto entre ellos, ni siquiera de cordialidad.
Cuando Abel era chico –varias décadas antes de la invención de los celulares- se mandaban mensajes sobre el único hijo que tenían en una especie de cuaderno de comunicaciones, igual al de la escuela, pero forrado con papel de diferente color.
Lo dejaban o iban a buscar a la casa del otro y al llegar al hogar de destino abrían el cuaderno. “Ya cenó”. “Comprar zapatillas”. “Tiene que estudiar matemáticas”. “Comprar cartulinas verde y azul”.
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La mayoría de las oraciones eran unimembres y precisamente el sujeto, el hijo, estaba suprimido. Toda una ingeniería lingüística puesta al servicio de casi no tener que hablar entre ellos. Y en el medio de esas dos montañas silenciosas e indescifrables, creció Abel.
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El sujeto asciende
Abel no sabía por qué estaba recordando el curioso canal de comunicación de sus padres en ese momento. Había empezado bien el día, pero a tan solo dos horas de ascenso empezó a sentir un cansancio excesivo. Tal vez estaba padeciendo los esfuerzos de los días previos y la noche anterior no había comido demasiado, no tenía hambre. Le pareció que el desayuno fue lo suficientemente potente como para recomponer sus fuerzas, aunque tuvo que obligarse a terminarlo. Sentía algo de náuseas.
No tardó mucho en darse cuenta que estaba agitado. Sabía que no era una buena señal y pensó que estaba ascendiendo demasiado rápido, con lo cual disminuyó el ritmo para controlar su respiración.
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No entendía por qué el recuerdo de sus padres en este viaje se estaba volviendo invasivo. Probablemente por la discusión que tuvo con ellos –por separado- sobre ir al Aconcagua. No estaban de acuerdo y por eso ni siquiera estuvieron dispuestos a financiar el viaje o la expedición. Ya demasiado se habían preocupado por cumbres menores. Pero Abel tenía sus ahorros y la seguridad de su propósito como respaldos, así que el Aconcagua lo esperó. Si lo pensaba bien, debe haber sido la única vez en que sus padres se pusieron de acuerdo.
Antes de irse les advirtió que si algo le pasaba, quería quedarse para siempre en el Aconcagua. No dijo palabras como “desgracia”, “accidente” o “muerte”, pero quedó claro. Los padres se estremecieron, por separado.
Sintió unas molestias primero y luego dolor en las manos. En un intento por no entrar en pánico, se dijo que se estaba sugestionando y que por eso creía que otras partes de su cuerpo también estaban adoloridas. El viento le susurraba con una persistencia muy similar al miedo. En definitiva, los dos pueden socavar las más antiguas resistencias, por eso hay algo tan profundamente humano en el llamado de las montañas. Y Abel deseaba responderlo.
Recién cuando empezó a tiritar, se alarmó de verdad. Sabía que su cuerpo estaba luchando por mantener la temperatura, por eso, a pesar de la agitación, entendía la urgencia de llegar al próximo campamento de altura. Se detuvo un minuto, para recuperar el aliento y despejar la sensación de que ya había estado en ese lugar. Algo absurdo. Hasta que vio uno de sus guantes tirado en la nieve. ¿Cuándo se lo sacó? ¿Por qué había sido tan imprudente de hacer eso?
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Tenía que seguir, estaba seguro de estar cerca. Había dejado de temblar, pero el cansancio era un peso adicional al equipo que llevaba a cuestas. No hay que detenerse, mucho menos tenderse en la nieve a descansar. Es crítico hacerlo, no hay que ceder, lo sabía de su instrucción, de su experiencia.
Su cuerpo, un apéndice desconocido, había olvidado todas estas recomendaciones o decidió ignorarlas. Una voz en su mente empezó a calmarlo: “Es solo un momento, para recuperar el aliento y seguir. En unos minutos seguimos”. Sí, claro, era sensato. Solamente unos minutos.
Se estaba bien allí, cobijado en ese útero helado que sin embargo, le transmitía tanta calidez. Ya no hacía frío y los dolores se habían apagado. Estaba mejorando.
Escuchó las voces de sus padres. Hablaban desde muy lejos y le pareció que incluso reían. Qué irónico tener que haber viajado hasta el Aconcagua para lograr que ellos se comunicaran. No entendía lo que decían, pero esa melodía nueva, ese dueto, estaba impregnado de una dulce perfección.
Había otras voces. Distinguió la de una mujer y unos niños. Si tan sólo pudiera mantener los ojos abiertos, podría verlos. Sí, los veía. Su esposa, sus dos pequeños hijos. Le gustaba estar con ellos y entendían su amor por la montaña.
Ya no hacía frío y un calor súbito se le desplegó en el pecho. Esa mujer, esos niños que nunca conocería. Los amaba tanto y ellos a él.
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La tierra prometida
Lo encontré. Parecía un niño dormido, con la tranquilidad de un buen sueño. No quería ese final y me desgarró con una intensidad ajena a mi experiencia. He rescatado decenas de personas vivas y muertas, pero su imagen, su ropa colorida desafiando la nieve, fue algo para lo que no estaba preparado. Entre todos iniciamos el descenso, acompañándolo, mientras dejábamos que la triste noticia nos llevara la delantera.
El chico había expresado su deseo de ser enterrado en la montaña, fue lo primero que dijo su padre al recibir el llamado que hubiese querido que nunca existiera. Mientras ellos viajaban desde Buenos Aires, nosotros ultimábamos los preparativos de una ceremonia sencilla, con la austeridad de los montañeses.
Llegaron por separado y así permanecieron, mientras su único hijo era recibido en la tierra del Cementerio de los Andinistas, en Puente del Inca. Su madre miraba todo, impresionada por el paisaje que había ganado el corazón primero y el cuerpo de su hijo, después. Luchaba con el viento para sujetar su cabello, que en desorden le castigaba el rostro y le impedía ver con claridad la tumba. “Viento piadoso”, pensó. Y dejó que la melena negra se agitara en medio de la desolación, como una Medusa enloquecida de dolor.
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Código de honor
Abel no era de mi familia, pero lo despedí con el afecto de ser parte de mi comunidad, después de todo nos unía el mismo amor. Cómo no iba a entender a ese pibe si yo mismo he pedido que mi destino final sea el Cementerio de los Andinistas, con sus senderos de piedras blancas y los nombres grabados en las placas, destinados a ser arrullados eternamente por el aire impiadoso de las alturas.
Terminé la jornada y me fui a descansar en el refugio ubicado frente al camposanto. Los trabajadores de la construcción del antiguo ferrocarril fueron los primeros en ser enterrados en ese lugar, seguidos de los montañistas, extranjeros o argentinos, fallecidos en el ascenso o descenso del Aconcagua. Por último, están los que han expresado su voluntad de descansar allí para siempre. Un grupo reducido, muchos de ellos mis amigos.
Cuando me dirigí a la cocina a prepararme un café, la noche me concedió una de esas postales que no sirven para promocionar un lugar turístico, sino que reconcilian con la existencia, porque devuelven al mundo su belleza fundacional.
Por debajo de la puerta de deslizaba, plateada y desafiante, la luz de la luna. El resplandor que imitaba un metal inasible se colaba por las ventanas y yo no tenía que forzar mucho mi imaginación para saber que todo el frente del refugio se recortaría en la noche oscura con el privilegio de esa iluminación, diseñada para ser perfecta.
Con el café listo, taza en mano, me asomé por la ventana para ver que la luz se había alejado del refugio y que solamente un haz parecía obstinarse en enfocar una parcela allá enfrente, en la tierra desierta de gente y poblada de historias.
Nunca he sentido miedo, pero me abrumaba lo que estaba viendo y no alcanzaba a entender del todo. Crucé los pocos pasos que me separaban de ese terreno tan familiar y me encaminé hacia ese único halo blanquecino, que con rectitud geométrica marcaba el lugar donde la tierra había sido recientemente removida. Me recordaba a esas películas donde una luz cenital desciende sobre un personaje, seguramente el protagonista. El guion hubiese dicho que esa señal estaba indicándonos el protagonismo de Abel.
La cruz de madera provisoria y la tierra sin nombre todavía, delimitaban el único recorte de luz entre las tinieblas del cementerio, despojadas de terror, llenas de tristeza.
“Te encontré”, le dije, sin atreverme a confesar que fue tan tarde como inevitable. Un aire cálido se abrió paso entre las paredes frías del viento interminable. Lo escuché. En mis oídos o en mi cabeza, no importa. “Me encontraste”, escuché claramente con la noche, las piedras blancas y mi soledad como testigos. Y así sellamos nuestra hermandad y nuestra última despedida.
Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.