Tardes de risas en short, camiseta de fútbol y ojotas. Y de festejar el número de teléfono fijo de alguna chica que nos llevábamos anotado en una servilleta. Se festejaba como un gol. Después había que había que llamar y aguantarse la voz random que atendía del otro lado, eso sí. Pero cómo se festejaba.
Momentos de escasas preocupaciones y muchísimo disfrute. Momentos donde, a lo mejor, hemos vivido la vida a full. De idas al colegio con el sol naciente. Colegio en el que nos poníamos en modo monárquico y nos votábamos entre nosotros para ver quién era más lindo o linda y quien era feo o fea, dictatorialmente. Y a los ganadores le poníamos una corona. Uf. Qué bueno es que esa partecita de la primavera ya no se vea hoy. Pero todo ante el sol. Sol que se quedaba alumbrándonos hasta entrada la noche.
Después de 90 días de oscuridad invernal, la llegada de la primavera siempre es motivo de celebración. Siempre, siempre. Lo era en 1998, lo es hoy y lo seguirá siendo. Porque primavera bien podría ser sinónimo de alegría, buena onda, reseteo. Porque proliferan las juntadas y los matecitos al aire libre. Porque las mañanitas huelen distinto. Porque las alergias joden, pero se manejan. Porque a los chicos esas horas en las plazas los hace más felices que estar frente a un celular o una computadora.
Ojalá los adultos llenos de quilombos y mambos volviéramos a rendirle culto a la primavera como lo hacíamos antes. Porque por más crisis económica y bardo político que exista en la coyuntura, invita a meter plan y celebrarlo en compañía. Porque claro, la felicidad se comparte. Y mucho mejor si es en primavera.