Un eucaliptus de más de más de 100 años que, además de dar una frondosa sombra y ser parte del paisaje del distrito El Divisadero, era parte de la historia más querida de ese paraje alejado del San Martín, fue talado en estos días y produjo una enorme tristeza en los pobladores.
"Aparentemente fue una decisión del dueño de una finca aledaña, que dijo tener autorización para realizar esto. Sin embargo en la Dirección de Recursos Naturales, en la Municipalidad y en Irrigación dijeron no tener registros de esto", informó Patricia Robles, directora de la escuela secundaria que funciona a metros de donde estaba el árbol.
Aparentemente la excusa para talar el eucaliptus, fue que implicaba un riesgo para el lugar.
Lo grave de esta situación es que el árbol tenía directa relación con una de las historias más entrañables de esa región: la de Otilio Enrique Sayal, un personaje de El Divisadero que había vivido en ese árbol.
Ahora, que ya ni el árbol ha quedado para recordar tiempos mejores, contamos aquí la historia, escrita hace ya unos 5 años, cuando todavía el eucaliptus estaba en pié.
El hombre del árbol
Hay una historia real y otra fantástica, pero ya casi nadie sabe cuál es cuál. Es posible que la vida de Otilio Enrique Sayal haya sido el transcurrir de ambas a la vez o de una tercera, que solo él conoció y que se llevó a la tumba en aquella siesta de otoño de 2011 cuando ya había finalizado la cosecha.
“Entonces el Otilio agarró y se acostó en el suelo. Él solito puso sus manitos así (los brazos extendidos a los costados y las manos pegadas al cuerpo), como para no dar trabajo y que nadie tuviera problemas. Yo volví a llamar al doctor y le pedí que mandara una ambulancia o que viniera. Cuando regresé al lado del Otilio, ya se había cortado y al ratito se murió. Quedó acostadito así, bien acomodadito, como si hubiera pensado en el momento en que lo tuvieran que poner en el cajón”.
María recuerda ese momento y lo relata como si hubiera sucedido hace mucho tiempo. Todos los pobladores de El Divisadero usan ese tono de pasado lejano cuando se refieren a Otilio, el hombre del árbol.
Son casas sin pueblo, entre vides y durazneros, en un territorio de 400 kilómetros cuadrados. Tan separadas están las personas que los últimos censos han preferido sumarlas a los distritos vecinos. No son más de 300.
Dicen que la zona le debe el nombre a un médano que había por allí y que permitía tener un buen panorama desde su cima. Pero los médanos, como la memoria, son inquietos: suelen irse con el viento y los años. Por eso, nadie sabe dónde se ubicaba ahora ese punto de observación y solo queda un nombre.
Para llegar hasta allí, desde la ciudad que es cabecera departamental, hay que andar 15 kilómetros hacia el norte por el asfalto de un carril provincial productivo construido para sacar la producción de las fincas.
Después, hay que transitar otros 15 kilómetros, pero ya allí el asfalto es solo una sucesión de parches sobre parches, hasta que el camino muere definitivamente en una calle vecinal de tierra y arena. Es la frontera entre el oasis mendocino, creado a fuerza de canales y acequias hace tres siglos, y el desierto natural que todavía domina más del noventa por ciento del territorio.
Allí, casi amontonados, están la escuela, una capilla y el centro de salud, únicas edificaciones más o menos públicas en donde, más por costumbre que por comodidad, se realizan las escasas actividades sociales del distrito.
En el patio de la escuela, que por la mañana es la primaria 1-470 Tupac Amarú y por la tarde se transforma en la secundaria 4-248 que nadie se ha dignado a bautizar, se realiza alguna noche de enero la fiesta de la Vendimia de El Divisadero. Es un espectáculo artístico en homenaje al hombre, su trabajo de la tierra y la cosecha de la vid siguiendo un guión, que no se modifica mucho año tras año, y después se elige a la reina que luego será candidata en la fiesta de la Vendimia departamental y, si fuera también electa allí, en la Fiesta Nacional de la Vendimia. Pero las jóvenes del lugar no han llegado nunca a representar a Mendoza. La belleza campesina y su verba rural no encuadran en los estereotipos de la ciudad.
La matrícula de esas dos escuelas es inestable. “Varía constantemente, porque muchos alumnos son hijos de trabajadores temporarios o de contratistas que se van cuando se termina el trabajo o cuando consiguen mejores condiciones laborales en otros lugares más cercanos a la ciudad”, dice Mariángeles Yordana, una profesora de Lengua que no encaja en el paisaje por su aspecto foráneo. Sin embargo es ella quien se ha mostrado más interesada por rescatar la historia de Otilio. Hace unos años, la docente y sus alumnos de segundo año hicieron un video como intento para conservar mejor la historia de ese hombre extraño, mitad cuerdo y mitad loco.
Algún pariente perdido y ciertos vecinos de memoria esforzada cuentan que en 1954, los Sayal eran parte de la cuadrilla de trabajadores golondrina que llegó ese año para la cosecha. Padre, madre y siete hijos -cuatro varones y tres mujeres- que viajaron hacinados 537 kilómetros en un viejo Chevrolet desde Laboulaye, sureste de Córdoba, hasta este paraje desconocido de Mendoza.
La familia era originaria de Santa Fe, pero fue en algún campo cordobés donde se asentó y donde nacieron varios de los hijos. Otilio se definía como cordobés, aunque su madre no lo hubiera parido allí.
Los relatos son contradictorios desde el comienzo. Los vecinos de El Divisadero dicen que Julio Sayal, el padre de familia, había tenido una severa discusión por dinero en Laboulaye y que esto derivó en un duelo a cuchillo en el que Sayal mató a su rival, fue preso y pagó sus culpas con varios años de cárcel. En cambio, Graciela Sayal (43), una nieta de Julio y sobrina de Otilio, dice que su familia le contó lo siguiente: “Hubo una disputa por las tierras donde vivían y mi familia se tuvo que ir, pero nunca se dijo que mi abuelo hubiera matado a nadie”.
El caso es que los Sayal no llamaron mucho la atención en Mendoza. Se acomodaron como tantas otras familias de obreros golondrina en algunos de los caserones que solía haber en las fincas de la zona y comenzaron su labor, de sol a sol.
De esa época nadie recuerda mucho, apenas que Inés, una de las hermanas de Otilio, tenía algún trastorno mental y solían verla caminar sin rumbo. Cuentan que en algún momento murió la madre por alguna enfermedad y que don Julio quedó ciego y tuvo que dejar de trabajar.
A Otilio lo recuerdan como un joven trabajador, metódico y raramente pulcro para un trabajador rural. “Se vestía muy bien, especialmente cuando salía a bailar. Era muy buen bailarín y las muchachas se peleaban por él. Era cortés y elegante”, dice Olga Álvarez (63), a pesar de no haber conocido esa versión juvenil de Otilio, sano, galante y cuerdo.
Olga es enfermera. Llegó a El Divisadero hace 25 años y en torno de ella construyeron el Centro de Salud 167, un cuadrado de seis por seis con sala de espera y consultorio que huele a asepsia, como el más completo y urbano de los hospitales. La enfermera hace un culto de la limpieza y por eso remarca: “A pesar de que yo conocí a Otilio cuando ya vivía en el árbol, no recuerdo que haya olido mal alguna vez. Era muy limpiecito y andaba siempre con el pelito bien cortado y peinado porque en algún momento, cuando todavía estaba sano, había aprendido el oficio de peluquero”.
Hay diferencias entre el relato familiar y el popular y unas pocas cosas en común, además de la sepultura olvidada número 63, cuadro 16, sector Z, del cementerio de Palmira, donde Otilio calla su secreto, lejos de su árbol, desde el 27 de abril de 2011.
Posiblemente, haya sido a mediados de los ‘70. Otilio Sayal era todavía joven, apuesto. “Hasta tenía una novia con la que se iba a casar”, cuentan en el lugar y era un lector compulsivo, algo raro para esa zona, donde los libros son tan escasos como la lluvia. La madre ya había muerto, el padre ya estaba ciego y varios de sus hermanos habían abandonado El Divisadero en busca de mejor futuro.
Todos coinciden en que cierto día Julio Sayal debió ser internado en el hospital de San Martín por alguna afección. Otilio fue a ver a su padre en una moto Gilera (para otra vecina era “Puma”) que había comprado hacía poco. Al regresar, ya de noche, chocó contra un árbol. Después, el relato varía según quién lo cuente.
Graciela Sayal relata que la noche del accidente regresó malherido a su casa y “estuvo mal unos días, sin querer hacerse atender y una mañana se fue, solo, y sin que nadie supiera a dónde”. Olga, la enfermera, dice que Otilio le contó: “Yo tuve un accidente, yo choqué, no sé lo que me pasó”.
María, la vecina que lo vio morir años después, apenas cree recordar “algo de un accidente” y prefiere sostener la versión que cuenta la mayoría de los habitantes de El Divisadero: “Se trastornó y se fue porque un hermano le quemó todos los papeles, todos los libros que tenía que eran de magia negra en su mayoría”. Curiosamente, la mujer dice que solo recuerda haber visto que Otilio había acumulado una gran cantidad de ejemplares de Selecciones, de Reader's Digest. Pero en El Divisadero se da por sentado que la lectura de artes ocultas fue la que le hizo perder la razón.
Es imposible tener precisiones. La ausencia de Otilio duró unos tres o cuatro años hasta que un buen día regresó solo, rapado y enfermo psíquicamente. “Le había agarrado como una locura”, cuenta Olga.
Los Sayal habían abandonado la zona y no había ni familia ni casa a donde volver. Y fue ese el momento en que Otilio eligió uno de los dos enormes eucaliptus que están frente a la escuela y utilizando una rara habilidad para treparse y mantenerse en equilibro “hasta en la punta de los palos de las viñas y caminando por los alambres”, construyó una especie de plataforma a seis metros de altura, donde el tronco se abre en robustas ramas.
“Se subía al ocalito (sic) como nada. Es muy alto y nadie se puede trepar, ni los chicos de la escuela, pero él subía como si nada. Vivía ahí”, expresa Olga.
Graciela Sayal recuerda haber ido de chica a visitarlo. “Le llevábamos libros y revistas, porque lo que más le gustaba era leer. Era muy bueno en matemáticas y me explicaba cosas, haciendo cuentas en la tierra, con un palito”.
Todavía hoy parte de la estructura de la plataforma se mantiene intacta y se sospecha una cuidada obra de ingeniería. El árbol ha crecido y las maderas y los alambres han quedado incrustados en él.
Atando versiones, esa plataforma parece haber sido un refugio para la lectura y el descanso nocturno, pero no mucho más que eso. Sin embargo, todo necesita tener motivos razonables para los vecinos. “Se había enamorado de una maestra y desde ahí arriba la miraba cuando ella llegaba y cuando se iba”, dicen. Pero nadie recuerda el nombre de esa mujer que parece haber sido creada por necesidad de la razón.
Otilio rondaba las casas de los vecinos en busca de algo de comida. “No podía trabajar. A veces le pedían que hiciera algún trabajito, pero él comenzaba y después lo abandonaba. Empezaba a hacer gestos y a decir cosas y se perdía”, cuenta Olga.
Solía aparecer en cuclillas, en el patio de alguna casa y esperaba a que alguien lo viera. “Yo y muchos otros siempre le dábamos algo. Él nunca quería entrar a las casas. Conmigo conversaba bien, pero cuando aparecía alguien más, se ponía tonto y empezaba a decir cosas que no se entendían, a mirar hacia arriba y a hacer señas”, relata la enfermera. “Él era nacido el 20 de diciembre y yo cumplo años el 18. Él sabía cuándo cumplíamos los años y siempre me venía a saludar. Se ponía su mejor ropita y venía. Era el único día en el año que aceptaba sentarse junto a nosotros, a una mesita que yo sacaba afuera… ¿Quiere una foto?… Ya nomás le traigo”, ofrece.
En la imagen se lo ve con el pelo y la barba gris, prolija. La ropa gastada. Se puede presumir que ya había perdido la dentadura. Arruga sobre arruga. Una mirada melancólica, extrañada, ausente. Nunca lo vieron bebiendo y menos, borracho, “pero sí fumaba mucho. Lo primero que me decía siempre era: ‘¿Tenés un cigarrito?’”, dice Olga. “Tenía lepoc (EPOC) porque… ¡había fumado tanto!”, cuenta María.
Dicen que Otilio se curaba el mismo sus males. “Sabía qué yuyos tenía que usar para sanarse. Sabía mucho de esas plantas. Además, sabía lavar su ropa sin jabón. Usaba ceniza. Sabía mucho de esas cosas”, recuerda la enfermera. También cuenta: “No quería saber nada con los médicos ni menos de ir a un hospital. Una vez se pinchó un ojito con la rama de un chañar. Yo lo quise llevar al hospital para que lo viera un oculista, pero él no quería ir por nada del mundo. ‘Yo te llevo, te espero, te revisan y te traigo de vuelta’, le decía, pero él me contestaba: ‘A mí no me hace falta’. Finalmente, perdió la visión en ese ojito y después usaba unos anteojos de sol muy oscuros con un solo cristal, que le tapaba el ojo malo”.
Verónica Vega es la portera (celadora, para los mendocinos) de la escuela secundaria sin nombre. “Otilio se venía a la escuela cuando se daba cuenta de que estábamos por hornear el pan o hacer un chivito al horno. Me ayudaba a juntar leña y a hacer el fuego, y se quedaba al costadito, esperando que estuviera listo. ¡Siempre se agarraba los huesos más carnudos!”.
Verónica, como todos, habla del “hombre del árbol” como si contara una fábula cariñosamente. “A veces nos juntábamos a tomar mate y él se acercaba. Le gustaba mucho el mate, pero no tomaba con nosotros. Esperaba y cuando veía que ya habíamos terminado, preguntaba: ‘¿Ya está?’, y se empezaba a cebar y a tomar solo, hasta que se terminaba el agua de la tetera (pava, en mendocino puro)”.
Raúl, el marido de la portera, ha guardado otros recuerdos. La leyenda. “Por ahí venía conversando bien y después se ponía a hablar con los pájaros, hacía como que lloraba como un bebé. Para mí que se habría curado si lo hubiéramos velado vivo… Pero nadie se animó”.
Otilio vivió en ese árbol unos ocho años o tal vez diez. En El Divisadero, el tiempo no es muy importante y solo se enumeran las cosechas, los nacimientos y las muertes. Apenas.
Pasó esos años caminando solo, arrastrando los pies como todos los locos, como si creyera que si dejaba de tocar el suelo por un instante, perdería el último retazo de realidad. Hablando coherentemente mientras dialogaba en soledad con una sola persona, pero divagando si aparecía alguna más.
Comiendo lo que le daban, bañándose en el agua de las acequias, lavando su ropa con cenizas, manteniéndose limpio y prolijo. Leyendo. “A veces le llevábamos ropa, comida y algunas revistas. Él solo agarraba lo que le habíamos llevado para leer. Al resto no le daba mucha importancia”, recuerda su sobrina Marcela.
“Los perros comenzaban a aullar cuando lo sentían venir. Por las noches, cuando escuchábamos que los perros empezaban a llorar, nosotros decíamos: ‘¡Ahí viene el Otilio!’. No sé, ¡la gente cree tantas cosas acá!”, recuerda Olga.
En algún momento, abandonó su árbol. Quizás haya sido porque la vejez le había quitado flexibilidad y equilibro. Tal vez alguien se quejó por su presencia cerca de la escuela. Posiblemente, los mismos vecinos preferían no verlo tan seguido. O simplemente, Otilio eligió alejarse aún más. Lo cierto es que un buen día abandonó el eucaliptus y se armó una tapera con ramas y latas, bien al norte de la finca Yánez, donde los cultivos y el desierto se disputan el territorio.
-Se fue a vivir al fondo, en el chaco -cuenta la enfermera-.
-¿Qué es el chaco?
-Un lugar allá, bien al norte –responde la mujer.
-¿Y por qué se llama así?
-No sé, debe ser porque está lejos. El ranchito tenía como dos pisos, pero él casi nunca se metía adentro. Lo tenía para guardar sus cosas, –dice Olga.
A pesar de la distancia -quizás unos tres o cuatro kilómetros entre viñas- Otilio seguía con su rutina de visitas a la casa de Olga, de María y también a la escuela. Pero cada vez más lento.
“Lo empezamos a ver más flaco, más cansado, tosía mucho a veces”, dice la enfermera. Cuentan que algún hermano regresó varias veces a El Divisadero, intentando convencerlo de que se fuera con él. “Pero el Otilio nunca quiso”, recuerdan.
María cuenta, desordenada, como si hubieran pasado 50 años, aunque solo fueron poco más de tres: “Un día apareció en el patio de casa, como siempre, y no lo vi bien. Le dije: ‘¿Qué le pasa Otilio?’. Y él me contestó: ‘Nada, Mari, estoy bien…’ ¡Ay, qué pena tan grande! Tenía lepoc (sic). ¡Había fumado tanto…! Además estaba el hambre que había pasado. Lo de él nunca había sido una enfermedad contagiosa. Yo le ponía una mesita en el patio y él comía, quietecito. Él era muy limpiecito. Se lavaba todos los días de la vida, así y todo, pobre como era. No tenía un olor. Hay veces que algunos son rotitos y tienen un olor que no se soporta, pero el Otilio no”.
“Ese día que vino, la última vez, estaba malito. Yo salí afuera porque empezaron a torear los perros. Apenas podía respirar por esa cosa del cigarrillo. Le tiré un colchoncito dentro de una Estanciera desarmada que teníamos y me fui a buscar al médico de Tres Porteñas (cabecera de un distrito vecino, a unos 10 kilómetros). Me llevó mi marido en el tractor. Le pedí al doctor que viniera. Acá somos pueblo y todos nos conocemos y tiene que haber sabido que si le pedía eso, era por algo grave. Pero no vino.
Entonces llamé a la policía, pero tampoco me mandaron a nadie.
“Cuando volví a la casa, el Otilio se sentaba en el colchón, como para poder respirar mejor, y se volvía a acostar. ‘No me pasa nada’, me decía. Pero me parece que él sabía. Las personas sabemos cuándo nos vamos a perecer.
“Entonces, en un momento, el Otilio agarró y se acostó en el suelo. Él solito puso sus manitos así, como para no dar trabajo y que nadie tuviera problemas. Yo volví a llamar al doctor y le pedí que mandara una ambulancia o que viniera. Cuando regresé al lado del Otilio, ya se había cortado y al ratito se murió. Quedó acostadito así, bien acomodadito, como si hubiera pensado en el momento en que lo tuvieran que poner en el cajón”.
La policía que no había llegado antes, llegó. Un muerto en un patio es más importante que un loco moribundo. “Me volvieron hicieron dar un montón de vueltas durante días, de aquí para allá, preguntándome. Creo que pensaban que yo lo había matado, o algo”, recuerda María.
Por el rigor de la ley, el cuerpo de Otilio fue sometido a una autopsia cuyos resultados nadie se preocupó mucho en averiguar. Ni falta hacía. Una neumonía de un hombre mal nutrido fue suficiente para terminar con él.
La cochería Crocce, pagada por el servicio social de la Municipalidad de San Martín, trasladó el cuerpo hasta el cementerio de Palmira. Un hermano de Otilio firmó todo y lo hizo ubicar en tierra. “No viene nadie, creo. La verdad que no me he fijado”, dice Julio, el sepulturero, que tarda 40 minutos en ubicar el sitio dónde está la crucecita negra con el nombre garabateado con pintura blanca y algunas flores de plástico desteñidas por el sol.
“Hace un tiempo, mi compadre Ribero le hizo hacer la pileta en el cementerio. Tenía que hacer la de su familia y de paso le preguntó al albañil: ‘¿Cuánto me cobrás para hacerle la pileta al Otilio?’. Ahora él tiene su sepultura, una pileta bien hechita”, cuenta Olga.
Es primavera, pero el calor ya aprieta y en El Divisadero casi no hay sombra. Apenas hay dos eucaliptos posiblemente centenarios debajo de los cuales escaparse del sol. Aquel árbol y el de Otilio, ese hombre de aspecto quijotesco que eligió una locura conveniente para conservar la calma de su mundo de libros y dejar que su vida fuese historia.