La sonrisa de Carmen Villegas tiene algo que desarma. Es serena, profunda, como si guardara un recuerdo que vale la pena contar. A sus 60 años acaba de jubilarse como profesora de Economía, una profesión que la llenó de orgullo y que coronó un recorrido de vida impensado para aquella niña mendocina que, a los 8 años, veía cómo le quemaban los cuadernos porque “una mujer no necesitaba estudiar”. Su historia, como la de muchas mujeres que se sacrificaron para estudiar y ser docentes, merece ser contada.
Le quemaban los cuadernos, pero nunca se rindió: aprendió a leer a los 36, fue docente y su historia inspira
Fue analfabeta y llegó a cumplir el sueño de enseñar. Trabajó siempre, se recibió de docente y se jubiló. Hoy comparte su increíble experiencia
Carmen habla despacio. “A veces no lo puedo creer. Pienso en todo lo que viví y en que llegué hasta acá. Enseñando. Diciéndoles a mis alumnos que no hay que rendirse. Que el estudio te da alas. Mi historia es una prueba de que nunca tarde para empezar, yo soy la prueba viviente. Desde aprender a leer y escribir a los 36 años hasta ser profesora. Nunca subestimen el poder de la educación para torcer sus destinos. Es el instrumento más letal de cambios culturales y progresos personales”.
Sus últimos días en la escuela "Manuel Belgrano", donde fue docente durante más de una década, estuvieron cargados de abrazos, lágrimas y flores. “Los chicos me decían: ‘Profe, usted no se puede ir’. Yo les respondía que una parte mía se queda con ellos. Que siempre van a tener una profe que los quiere y los acompaña desde el corazón”, evoca.
Una infancia marcada por la injusticia: le quemaban los cuadernos
La historia de Carmen es la historia de muchas mujeres de otra época, de esas que crecieron entre carencias, silencios y mandatos. Nació en una familia humilde de Tunuyán y creció en Maipú. Su padre, trabajador rural, tenía una visión rígida sobre la educación: las mujeres debían quedarse en casa.
“Yo soñaba con ir a la escuela. Me encantaba ver a las otras chicas con sus guardapolvos blancos, los cuadernos, los lápices… pero mi papá decía que eso no era para mí. Cuando una vecina me regaló un cuaderno, él lo quemó frente a mí. Me dolió tanto que todavía siento el olor del papel quemado”, repasa.
Durante años, Carmen guardó ese deseo como un secreto. Miraba a los chicos del barrio que iban a clase y los envidiaba en silencio. “Me escondía detrás de una tapia para escuchar cómo leían. Yo no entendía nada, pero quería estar ahí. Sentía que aprender era algo sagrado”, agrega.
La vida le mostró su lado más duro muy pronto. Su madre enfermó cuando ella era adolescente y Carmen tuvo que hacerse cargo de sus hermanos. “Aprendí a cocinar, a coser, a trabajar la tierra. Todo lo que sé lo aprendí haciendo. Pero siempre sentí que me faltaba algo”, dice.
Entre cosechas, fábricas y el sueño de ser docente
De joven trabajó en bodegas, fábricas y casas de familia. En cada empleo llevaba consigo el anhelo de aprender a leer. “Me daba vergüenza. Tenía que pedir que me leyeran los carteles o los recibos. Un día una compañera de la fábrica me dijo: ‘Carmen, vos sos muy viva, no podés no saber leer’. Esa frase me quedó grabada”, rememora.
El tiempo pasó, Carmen se casó y tuvo hijos. Fue entonces, ya con 36 años, cuando tomó la decisión que cambiaría su vida: inscribirse en un programa de alfabetización para adultos.
Lo recuerda así: “Tenía miedo, porque pensaba que era muy grande para eso. Pero el primer día que leí una palabra entera, lloré. Era como si el mundo se abriera delante de mí”.
Aprender a leer y escribir no fue fácil. “Lloré mucho. Me costaba recordar las letras, los sonidos. Pero tenía una maestra maravillosa, la señora Elsa, que me decía: ‘No te apures, Carmen. Cada palabra es una conquista’. Ella me enseñó a tener paciencia y a confiar en mí”, señala.
De alumna a celadora y a profesora
Con el paso de los años, Carmen quiso seguir estudiando. Terminó la primaria en un CEBJA y luego la secundaria en un CENS. “Cada título era un trofeo. Mis hijos se emocionaban conmigo. Ellos me ayudaban con las tareas, me explicaban cosas. Era hermoso compartir eso”.
Mientras tanto, comenzó a trabajar como celadora en escuelas de Godoy Cruz y Guaymallén. “Fue mi primer contacto con el aula. Yo miraba a los profesores y pensaba: algún día voy a estar ahí. Me fascinaba ver cómo explicaban, cómo los chicos aprendían”, recuerda.
En la Escuela "Doctor Francisco Correas" se ganó el cariño de todos. “Carmen era más que una celadora”, recuerda una excompañera. “Era una consejera, una mamá para los chicos. Les enseñaba valores, respeto, les hablaba del esfuerzo. Siempre estaba sonriendo”.
Animada por colegas, Carmen decidió inscribirse en el Instituto de Educación Superior, en Maipú, para estudiar el profesorado en Economía. “Cuando dije que quería ser profesora, algunos se rieron. Me dijeron que era una locura estudiar a esa edad. Pero yo ya había aprendido a no escuchar esas voces”, dice.
Le llevó años, entre trabajo, familia y estudio. “Había noches que me dormía sobre los libros. Pero nunca falté a una clase. Sentía que cada día en el instituto era un regalo”.
El día que se recibió fue una fiesta. “Mis hijos lloraban. Yo también. Pensé en la nena que fui, mirando los cuadernos ajenos detrás de una tapia”, señala emocionada.
La profesora que todos querían y respetaban
Ya como docente, Carmen trabajó en distintas escuelas de Mendoza. Entre ellas, en los últimos años, en la educación de adultos CEBJA N° 3-241, CENS N° 3-500 Anselmo Morales, CENS N° 3-417 Francisco Oreglia y CENS N° 3-463. En este último establecimiento, los estudiantes manifestaron su deseo de colocarle su nombre: Carmen Villegas.
“Cada grupo era un desafío. Yo no solo enseñaba economía, quería enseñar que los sueños se cumplen”, explica.
Sus alumnos la recuerdan como una profesora cercana, alegre y exigente. “Nos hacía pensar. Decía que la economía también era una forma de entender la vida, de valorar el trabajo”, cuenta una exalumna. “Y siempre nos decía que el estudio era el camino para ser libres”.
Carmen se ríe cuando le preguntan por sus métodos. “No tenía fórmulas mágicas. Solo corazón. Siempre traté de que los chicos se sintieran capaces. Porque si yo, que aprendí a leer de grande, pude hacerlo, cualquiera puede”, asegura.
Una jubilación con gratitud
Cuando llegó la jubilación, Carmen sintió que cerraba un ciclo. “Me costó mucho entregar las llaves del aula. Pero me fui con el alma llena. Mis alumnos me escribieron cartas preciosas. En cada una había una palabra que me resumía: ‘Gracias, profe’. Eso vale más que cualquier título”, advierte.
Hoy, Carmen dedica su tiempo a su familia, a su emprendimiento de perfumes y aromatizantes y a dar charlas en escuelas y centros comunitarios sobre educación y resiliencia. “Voy a donde me inviten. Les cuento mi historia a los chicos para que entiendan que el estudio es poder. Y que nadie tiene derecho a quitarles eso”.
Reflexiones de una vida marcada por el sacrificio
“Ser analfabeta es vivir a oscuras”, dice con voz pausada. “Pero cuando aprendés a leer, se enciende una luz que ya no se apaga. A veces pienso que mi vida fue eso: prender una luz y mantenerla encendida”.
Habla también de la desigualdad, de la importancia de apoyar a los adultos que quieren estudiar. “Hay muchas Cármenes escondidas, con miedo o vergüenza. A ellas les diría que se animen, que nunca es tarde. Que estudiar no tiene edad”.
Antes de despedirse, muestra con orgullo una caja llena de cartas, dibujos y mensajes de sus alumnos. “Esto es mi tesoro”, dice. “Cada palabra escrita por ellos me recuerda que valió la pena. Que todo valió la pena”, afirma.
Carmen Villegas ya no teme a las letras. La niña que no podía tener un cuaderno hoy enseña a escribir sueños. Y su historia se vuelve lección para todos los que alguna vez pensaron que era demasiado tarde.