Ahora se agregan otras vías laterales: el otoño del escritor Héctor Bianciotti, la inmensidad de la llanura pampeana y del Río de la Plata, el obligado aprendizaje del silencio, las marcas indelebles que le dejaron sus abuelos, con la extraordinaria historia de una antepasada indígena entremedio. Etcétera.
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Laura Alcoba presentó su nuevo libro en Radio Nihuil.
Laura es argentina. Sus historias son, preferentemente, argentinas. Pero escribe en francés, el idioma de su nueva patria. Por segunda vez en dos años, dialoga -en argentino, claro-con el programa La Conversación de Radio Nihuil, enriquecido por el aporte del colega José Luis Verderico.
-Hola Laura, buen día. ¿Te encontramos en París?
-Hola. Aquí estoy, efectivamente, en París.
-¿Anda la Maga por alguno de sus barrios o fue solo una invención de Cortázar?
-(Ríe) A ver, a ver... la siguen buscando. Bueno, este lugar, el Pont des Arts, está totalmente asociado a la evocación que hizo Cortázar en Rayuela y al personaje de la Maga, esa encarnación que él le dio en su magnífico libro.
-Pasemos de Cortázar a Laura Alcoba. Tu libro Las orillas del mar Dulce es todo un ejercicio de la memoria. Hay historias nuevas allí, pero, de alguna manera, terminás volviendo siempre a La casa de los conejos, ¿no?
-(Ríe) En este libro es verdad que al final se lo vuelve a evocar, pero desde otro punto de vista, que es cómo nace la escritura desde ese lugar, pues es raro que nazca la escritura desde una casa.
-¿De qué manera operó en vos ese sitio tan emblemático?
-Para mí es como el zócalo, la piedra fundacional de todo lo que vino después. Y lo que trato de evocar en Las orillas del mar Dulce es cómo surgió esa escritura y esa necesidad de escritura. Por eso era importante decir algo de esa experiencia y de ese lugar.
-La primera vez que hablamos en este programa salió el tema idiomático, pero nos sigue llamando la atención. Vos sos escritora y traductora; escribís en francés, pero la versión en español es traducida por otra persona. ¡Qué circunstancia rara! ¿Qué sentís?
-(Ríe) Fue muy linda la experiencia de esta de traducción por Lucía Dorin porque pudimos estar en contacto a distancia.
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Las Orillas del Mar Dulce, el nuevo libro de Laura Alcoba.
-¿Pero le hiciste alguna corrección a Lucía o dejaste todo tal cual?
-Yo tuve ocasión de leer el libro y de decir algo, pero ella hizo realmente un muy, muy bello trabajo. De todos modos, si bien el castellano es mi lengua materna, por algo escribo en francés y creo que necesito que otra persona me traduzca. Pero, claro, también me gusta estar en diálogo con la persona que me traduce. Y en este caso pudimos hacerlo.
-¿Y por qué el francés? Uno lo puede entender, por ejemplo, en un Cioran como una manera de despegarse de Rumania. Pero tus temas siguen siendo muy argentinos. A fin de cuentas, la lengua también es la patria de uno, ¿no?
-Sí, sí, pero yo llegué a Francia con diez años solamente. O sea, que lo haga en francés fue natural; no fue una elección, sino algo que surgió naturalmente.
-¿Qué te ha dado el francés?
-De manera extraña, el francés me ayudó a reelaborar o a poner palabras sobre algunas experiencias. De hecho, desde mi primer libro hay una experiencia infantil en torno al silencio.
-¿Qué carácter le das a esa marca temprana?
-Se trata de ese silencio argentino y de esa infancia argentina. Yo trato de decir algo acerca de esa cuestión tan particular desde el francés. Pero es verdad que las raíces emocionales de mi escritura están claramente en Argentina, sin ninguna duda.
-Vos empezás y cerrás con Héctor Bianciotti, quien también cultivó el francés como lengua adoptada. Por eso mismo, contás que él se volvió muy meticuloso, más que los propios franceses en el uso del idioma. ¿A vos te pasa?
-(Ríe) Sí, es verdad que cuando uno escribe en un idioma que no es el de origen, sino el segundo o tercer idioma, hay una especie de necesidad siempre de mostrar que uno está en el lugar adecuado, que hay una forma de legitimidad.
-¿Para qué te sirvió, en líneas generales, apelar a Bianciotti?
-El motivo por el cual arranca Las orillas del mar Dulce con él es que, en uno de sus libros, Lo que la noche le cuenta al día, hay una experiencia con respecto a la memoria y el tiempo, que es de cierto modo la que yo trato de describir también.
-¿Cuál experiencia?
-Que a veces el tiempo no es que vuelva para atrás, sino que es como si sus flechas se invirtieran, que el primer recuerdo puede corresponder con el presente. En este caso, el recuerdo que yo evoco de Bianciotti, su primer recuerdo infantil, es la pérdida de las palabras, no tener las palabras, no encontrar las palabras. Y él terminó perdiendo el idioma, perdiendo totalmente la capacidad de hablar.
-Y eso fue lo te impactó, fundamentalmente.
-Era muy conmovedor para mí leer ese recuerdo de infancia como en realidad una especie de anuncio de lo que iba a ser la experiencia del hombre ya más que adulto, viejo, anciano. Con ese ir y venir en el tiempo y esa manera de decir que un recuerdo de infancia puede tal vez ser más que el anuncio, ya casi la inscripción de lo que va a ser la experiencia, tal vez del último recuerdo, no sólo del primero, con eso arranca el libro.
-Viene de aparecer un libro del filósofo Ricardo Foster dedicado a Borges. Y hay una página donde dice que el pasado permanece en la escritura de Borges; el pasado como esa patria primigenia. Es curioso porque tu libro empieza, precisamente, con una cita de Borges esbozando una idea muy parecida.
-Sí. Gran maestro, Borges. Yo creo que hay algo que tiene que ver con el paisaje personal que se queda inscrito en cada uno para siempre. Es verdad que yo llegué a Francia con diez años, pero después de una experiencia muy particular. Y ese paisaje de origen, de cierto modo, lo tengo, lo llevo dentro siempre.
-Anota Foster que Borges quedó muy marcado por sus lecturas de infancia de autores como Kipling, Stevenson, Wells. Le transmitieron el fervor por la aventura y la literatura fantástica, entre otros abordajes. ¿Vos, como escritora, qué lecturas se grabaron tempranamente en tu memoria y en tu zona emotiva?
-Muchísimas. Siempre es difícil elegir un autor, un libro, una voz. Entre las primeras lecturas que me dejaron una huella muy fuerte están Moby Dick o algunos cuentos.
-¿Por qué el cuento?
-El cuento es algo que yo no practico, pero me gusta mucho su economía, esa cosa tan reducida y que evoca siempre con muy pocas palabras. Entre los latinoamericanos, por supuesto, Borges, Cortázar, ¡Quiroga! Los cuentos de Quiroga, sí, llenaron mucho mi infancia. Los leí de chica y me marcaron mucho.
-Ahora bien, en este libro, Las orillas del mar Dulce, tus textos evocativos breves orillan el cuento, si bien son como una especie de crónicas o reflexiones.
-Sí, sí. Hay una construcción. Como dijiste, el final vuelve al principio, a esa figura de Bianciotti. Pero, sí, se pueden leer como pequeños cuentos o textos autónomos.
-Entre los temas y las geografías cambiantes que vas desgranando, terminan teniendo un protagonismo importante tus abuelos, todos, por distintas razones. Entre ellas, está la historia impactante que te termina contando, casi de mala gana, la abuela Ilda sobre una antepasada indígena a quien nadie quería nombrar. Una cautiva.
-Ahí hay también un eco del cuento de Borges, "El cautivo", que, aparte, transcurre en Tapalqué, que es la ciudad de la que me hablaba mi abuela; en realidad, un pueblo, más que ciudad, de donde venía su propia familia.
Y sí, es una historia muy extraña porque había sido totalmente ocultada en mi familia.
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Laura Alcoba, escritora y traductora de francés.
-¿Por qué esa actitud?
-Por su carácter... no sé... por el rechazo de la familia hacia ese origen indígena que se consideraba como una mancha.
-Como algo que se debía tapar.
-Era algo muy lejano, venía desde el tiempo de la abuela de mi abuela. Y mi abuela me la contó una sola vez, en el momento en que ella misma se iba a ir de Argentina. Era como en un momento de transición, como si ese fuese el único momento posible en que ella me lo podía contar.
-Pero después de ese momento único, a vos el tema se te apareció por otra vía.
-Esa historia me volvió años después con un primo que había venido a mi casa de París con un árbol genealógico donde había un punto de interrogación. Y ese punto de interrogación, claro, correspondía a la historia que me había contado mi abuela. Ese antepasado, que en la familia se quiso ocultar, no tenía nombre.
-Todo un poderoso enigma, en resumidas cuentas.
-Es algo muy, muy fuerte que la ocultación llegue hasta la desaparición del nombre. Hay una variación ahí sobre esa negación absoluta que llega hasta no nombrar y que, por supuesto, entra en eco con los falsos nombres y todos los temas de identidad que abordo a veces.
-Era Vicente, ¿no?, el antepasado que había tomado a la indígena.
-Claro, Vicente, una persona que era descendiente de italianos y de una irlandesa. Efectivamente no se sabe muy bien si se casó con ella.
Probablemente no, porque ya estaba casado.
-Olvidate. Es la típica historia paralela en familias de aquella época.
-La historia paralela, sí. Vicente tiene una relación con una indígena, con todas las preguntas del caso y con muchas que quedan sin respuesta. ¿Fue Vicente a salvarla o fue Vicente a raptarla, a secuestrarla? No se sabe muy bien. Hay diferentes maneras de leer esa historia. Y, claro, esa indecisión, esa imposibilidad de definir la posición de esa mujer que no se nombra, para mí es algo muy fuerte y quería narrarlo.
-Pero hay un aspecto casi sobrecogedor porque una vez que Vicente toma a la indígena y tienen un hijo, cuando ella vuelve a su origen, los mismos integrantes de la tribu la mutilan, es decir, le arrancan la piel de los pies y ella no puede caminar. Es ahí cuando Vicente la va a rescatar, ¡para seguir teniendo hijos con ella!
-Sí, sigue teniendo hijos con ella en la casa, pero, al mismo tiempo, como en un espacio aparte. No sé si era una casa aparte, una casa al fondo del jardín o del terreno. Imagino algo así, tal como me lo contaba mi abuela. Y está esa escena terrible cuando los indios le cortan la planta de los pies.
-No era solo venganza, tenía otro sentido eso.
-Era, a la vez, una forma de castigo y para que no fuera de nuevo a reunirse con Vicente. En suma, una terrible tortura, un castigo y una manera de mantenerla prisionera. Por eso realmente fue un episodio muy impactante cuando me lo contó mi abuela.
-No nos queremos meter en tu oficio de escritora, Laura, disculpanos, pero ahí, en ese texto breve, tenés en concentración toda una novela a desarrollar. Tremenda historia.
-(Ríe) Sí, es tremenda la historia y recuerdo haberlo hablado hace mucho tiempo con el muy querido Leopoldo Brizuela, que tenía una anécdota semejante a partir de unas investigaciones que él había hecho cuando escribió una serie de cuentos que transcurren en la pampa y la Patagonia.
-¿Y entonces?
-Ahora Leopoldo ya no está y lo que se me cruzó es que tal vez hubiese una identidad entre lo que le habían contado y la historia de ese lejano antepasado. Pero no lo sé.
-¿Esto de desandar el camino desconocido de tus antepasados y también de tu propio pasado, en tus primeros diez años, te sirvió abordarlo desde lo creativo para, quizás, superar todas esas cuestiones poniéndolas en el papel?
-Sí y no, digamos. Superar, no sé. En todo caso, se trata de darles un sentido, un orden. Y dándolas a leer al lector. No sé si se superan las heridas.
-Da la impresión, por esto mismo, que tenés las heridas abiertas de lo que te ocurrió en La Plata, en los setenta, cuando tus padres estaban en la clandestinidad, luego detuvieron a tu papá, tu madre partió al exilio, etcétera, culminando con la posterior masacre de la familia que las albergaba a ustedes y la desaparición de su pequeña hija. Vos contaste todo esto en La casa de los conejos, pero has sentido la necesidad de volver en Las orillas del mar Dulce.
-Es que hay experiencias que forman o deforman para siempre. Vivir algo así, entre los siete y los ocho años, es algo que se lleva adentro de manera bastante definitiva.
-¿Cómo lo fuiste filtrando, con el tiempo?
-Para mí lo que era importante lo evoco de otro modo en Las orillas del mar Dulce. Y es que mi escritura surgió realmente del primer retorno a esa casa donde había vivido cosas tan particulares, donde, como contaste, efectivamente masacraron a una familia y desapareció un bebé de tres meses.
-Ustedes, recordemos, por fortuna ya no estaban allí.
-Mi madre y yo nos habíamos salvado, claro. Pero todo eso yo lo había vivido como niña, sin entender porque, claro, evidentemente no era militante ni mucho menos. Estaba ahí. Estaba ahí, como una nena puede estar ahí.
-Pero, como contás, hubo un capítulo muy relevante para vos años después.
-Fue muy, muy fuerte. Para mí fue como un nuevo punto en mi vida, como un nuevo nacimiento casi, porque volví en 2003, ya grande. Tenía todo eso presente, pero sin ninguna forma de formulación.
-¿Por qué esa vaguedad?
-Porque, bueno, no se contaba en mi familia ese pasado. Era algo de lo que nunca se hablaba. Yo me había ido de esa casa con ocho años, en 1976.
-¿Cómo la encontraste al volver, qué impresión te dio?
-La casa estaba destruida, como en ruinas, tal como se había dejado después del ataque de los militares y realmente había muchas paredes que ya no estaban. Y precisamente destacaba, para mí, la parte que se llamaba del embute, esa pieza secreta que estaba detrás y donde se encontraba una imprenta clandestina. Pues bien, las paredes estaban derruidas alrededor de ese embute.
-Regresaste a un escenario clave de tu niñez. ¿Cómo te fue?
-Esa casa, tal como yo la había visto siendo niña, tenía una entrada. Había que agacharse para pasar del lado de la pieza secreta, del espacio secreto, del espacio clandestino. Cuando yo volví en 2003, una serie de chicos estudiantes se estaban ocupando de la casa porque querían transformarla en un lugar de memoria, en el pequeño museo que es ahora.
-Y te aprovecharon, ya que estabas ahí.
-Me hicieron una serie de preguntas y yo, bueno, estaba muy emocionada. Fui hasta el final de la casa, a ese lugar donde estaba el embute y me agaché para pasar del otro lado. Y todo el mundo a mi alrededor dijo ¡¡Ah, pero… qué estás haciendo?!
-Inentendible, lo tuyo, para ellos.
-Claro, porque nadie hacía un gesto tan complicado para pasar del otro lado, ¡si las paredes estaban derruidas! No era necesario.
-Lo hiciste como un reflejo.
-Yo lo hice automáticamente y el hecho de que la gente a mi alrededor se sorprendiera tanto, me hizo sentir que yo, de cierto modo, tenía la impresión de que no me acordaba, pero mi cuerpo se acordaba.
-Qué detalle de percepción.
-Lo llevaba adentro todo eso. Y fue el estar ahí lo que hizo surgir la memoria.
-Pero no estamos hablando de una memoria convencional.
-No. Yo me di cuenta de que seguía evolucionando en una casa fantasma; de que yo me estaba moviendo en una casa que no existía más, pero que estaba inscripta en mi propio cuerpo.
-De hecho, el embute lo tenés soldado en tu memoria afectiva, porque en tu texto en francés lo escribís en español y lo repetís muchas veces. Es como un ritornello que está presente todo el tiempo.
-Sí, sí, absolutamente. Fue muy extraño porque cuando empecé a escribir en francés después de ese viaje, la primera palabra que me surgió fue embute. Entonces, me dije: ¡Uyyyy!... ¿pero qué voy a hacer con esto si estoy escribiendo en francés y la primera palabra que me surge, no solo es en castellano, sino que es una palabra de jerga que no se entiende? (ríe).
-Cuando hicimos la entrevista por La casa de los conejos, en enero de 2022, vos contabas que casi no habías hablado de estos temas con tu mamá. Había como una especie de resistencia por parte de ella. ¿Cambió en algo la cosa desde aquel entonces o sigue así?
-De hablarlo, no. No, no. Después de que yo publicara La casa de los conejos, hubo algo en algún momento. Pero de hablarlo, no. Creo que es demasiado doloroso. Probablemente para ella es muy difícil sobrevivir a un episodio tan violento. Y puede parecer raro que lo diga así, pero los supervivientes llevan una especie de sentimiento de culpa o de haber estado tan cerca de gente que murió y ellos aún están acá.
-Cuando hablamos con Marco Bechis por su libro La soledad del subversivo nos contó algo parecido. Hasta el día de hoy el tipo no se puede perdonar haber sobrevivido y que sus compañeros de encierro no.
-Claro, sí, sí. Por eso, cuando empecé a escribir, tenía la necesidad, después de esa experiencia, de sentir que el recuerdo lo llevaba en el cuerpo grabado. Entonces, sí, era necesario que lo sacara de donde lo tenía metido. Pero, al mismo tiempo, en cierto momento pensé: en esta historia, finalmente, yo no era importante; yo estaba ahí y la tendrían que escribir ellos.
-Se entiende. No eras protagonista, sino, apenas, un testigo.
-Yo no elegí esa condición, esa situación. Pero estaba ahí. Luego, pensé: sí, tengo que hacerlo, quiero escribirlo, a pesar de todo. Y, como decís, tal vez ellos por algo están más trabados. Si bien mi padre, que también es escritor, algo escribió. Pero bastante poco. En general su escritura va por otro lado.
-Aparte, ambos vivieron esa experiencia en edades muy diferentes.
-Es verdad que la experiencia infantil es algo muy particular, porque desde la infancia no se entiende todo; de hecho, yo, como niña, la situación política la entendía sin entender, por supuesto. Pero al mismo tiempo la vivía plenamente. Y era así porque vivía el miedo. Constantemente me decían cómo tenía que comportarme, lo que tenía que ocultar, que callar.
-Ese aprendizaje del silencio y del ocultamiento está bien reflejado en tus páginas.
-Y desde esa posición extraña, de saber sin saber, sin terminar de saber, traté de escribir todo aquello.
-Ante el silencio de tu madre, ¿trataste de encontrarle sentido en otros ámbitos a esos diez primeros años?
-Es algo que traté de formular en Las orillas del mar Dulce. Y es verdad que hay cosas que escribí ya desde otra conciencia o desde otro lugar. De cierto modo, yo me había quedado en el embute.
-¿De qué manera?
-O sea, yo tuve la impresión de que tenía ya treinta y pico de años cuando volví a la casa de los conejos, con una vida en París, con hijos, con un presente, pero, de cierto modo, una parte de mí se había quedado en el embuste ¡y necesitaba salir!, porque, si no, me quedaba encerrada ahí dentro, en ese espacio fantasmal.
-Por eso mismo ni te percataste de que las paredes ya no estaban.
-Para empezar a salir, tuve que entrar como si la casa estuviera en pie y decir ¡guau! Y por eso el libro empieza con esas líneas de “El cautivo”, de Borges. Es decir, esto remite a ese cuento que relata de manera brillante y en reducción algo similar.
-Finalmente, es de destacar cómo te sorprende el tamaño del Río de la Plata, que le da título al libro, y de la llanura argentina. La infinitud de ambos te sigue impactando, aunque ya no vivas por estos pagos.
-(Ríe) Sí, porque son dimensiones que no son nada europeas. Y ese vértigo que uno puede sentir en medio de la pampa o en la Patagonia o entre las dos orillas del Río de la Plata, es algo realmente fascinante.
-Ha sido un gusto, Laura. Hasta otro momento para ejercitar la memoria.
-Bueno, muchísimas gracias por la invitación, por haberme por haberme leído de manera tan cuidadosa y tan sensible.