Cuentos en vacaciones

8 de julio de 1990: fútbol y numerología en una final tan amarga como inolvidable

Despertador a las siete, siete rezos a siete santos y siete pasos entre baño y comedor. Las mañas para festejar el Mundial de fútbol. Nada podía salir mal

A mí que no me vengan a hablar de numerología, supersticiones, coincidencias y esas cosas extrañas, sostuve durante (casi) toda mi vida. Kilómetros y kilómetros me distanciaron del mundillo de las casualidades locas, aunque no niego que recientemente sacudió la estantería de mis creencias la historia que ya empecé a contarles. La considero, al menos, una historia de la gran siete.

Mi viejo y yo, nadie más habitaba el departamento 7 de la calle Coronel Rodríguez aquel 8 de julio de 1990.

Abrió los ojos un día llamativamente silencioso, como quien espera el momento exacto para desbordarse en un alarido. Dónde habrá estado mi madre y qué habrá sido de mis hermanos aquel día. No lo sé. Solo recuerdo al Luis, con su particular e inmensa obsesión por el número 7, y que amanecí todavía soñando sentarme frente al inoxidable Crown para ver cómo ganábamos la final del Mundial ante una tal Alemania Federal.

Déjenme presentarles al viejo Luis: metódico de la primera hora, cabulero y futbolero al mango, lo había preparado todo cual fan del número en cuestión. Despertador a las siete de la mañana, siete rezos a siete santos distintos y siete pasos entre el baño y el comedor son algunas de las mañas que le recuerdo para festejar la nueva Copa. Nada podía salir mal.

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Sergio Goycochea y Diego Maradona, pilares de la Selección Argentina en 1990.

Sergio Goycochea y Diego Maradona, pilares de la Selección Argentina en 1990.

De pendejo, el Luis soñó con tener siete hijos. Su día preferido era, naturalmente, el domingo y cada vez que tuvo la oportunidad sacó a relucir su amor por el número 7. A veces se enroscaba a niveles escandalosos para que el resultado, siempre, fuese siete. Patentes de autos, códigos en la boleta del gas, fechas, la etiqueta de un pullover, lo que le dieras. El Luis metía suma, resta, multiplicación y división a conveniencia con tal de que el rebuscado cálculo diera siete.

Era su locura, una locura linda que no le hacía mal a nadie y que de algún modo lo mantuvo vivo, aunque el porqué de esa manía esté guardado bajo siete llaves.

***

Siete años tenía yo en ese entonces, poco para entender las reglas de un deporte que luego sería parte fundamental de mi vida. Y demasiado como para sentir esa ansiedad que causaba la previa de un partido súper estelar. Ese día de las vacaciones de invierno de mi segundo grado iba a ser campeón del mundo. Nada menos.

Qué hora habrá sido, vaya uno a saber. El cielo se presentaba oscuro y hacía frío. Puedo recordar un comedor, una mesa redonda, siete sillas de metal y una mesita ratona que sostenía el televisor. Y a un niño diminuto de pantalones azules con una camiseta albiceleste XL. Y a un adulto gigante, inquieto, gruñón pero bueno y cariñoso, que llevaba un rosario en la mano derecha y que fumaba como murciélago con la otra.

Todas nuestras cartas de la felicidad estaban jugadas; era el momento de que nuestro seleccionado jugara las suyas.

Veo por fin rodar la pelota y a un montón de tipos con camisetas azules y blancas corriéndola detrás. Nervios. Tribunas colmadas. Y un par de voces en el aparato que nos contaban lo que ya estábamos viendo. No entendía para qué carajo hacían esas cosas los relatores. Qué tipos boludos, pensaba.

La pantalla mostró varias veces a esos de buzos coloridos y guantes, aunque la pelota no entraba en los arcos ni por error. Estuvimos sentados, luego nos paramos y nos volvimos a sentar. Yo imitaba los movimientos de mi viejo, claro. Él gritaba, yo gritaba. Él agitaba los brazos, yo revoleaba los míos. Pero cuándo él insultaba a alguno yo lo miraba de reojo.

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Diego Maradona y Lothar Matthäus.

Diego Maradona y Lothar Matthäus.

No creo haberme movido ni para ir al baño. Sólo estábamos ahí, inmortales, aguardando el desenlace de una noche que tenía que terminar con saltos, risas y banderitas celestes y blancas.

***

¿Vieron cuando un cuento se rompe por la irrupción de un ser nefasto y malicioso? Bueno, acá empieza esa parte porque tengo la presencia lacerante de un nombre y no el obvio. No ese petiso morocho que cargó la estrella para conseguir el Mundial de 1986, justamente ante Alemania Federal. No. Edgardo Codesal Méndez se llama mi problema, el árbitro que designó algún borracho de la FIFA en una noche descontrolada entre un sinfín de estupefacientes esparcidos alrededor de una horda de prostitutas comandadas, posiblemente, por la señora madre de Codesal.

Con el tiempo leí sobre este sujeto: uruguayo, arquero de niño. Siguió el legado de su padre en eso del arbitraje. Se nacionalizó mexicano y tomó notoriedad por la canallada que nos hizo a mi viejo y a mí aquel 8 de julio de 1990.

Es que todo marchaba sin mucha novedad hasta que cerca del final del encuentro comenzó el destrozo de mi pequeña gran ilusión: uno de los otros cayó desmayado y este hijo de puta corrió hacia nuestro lado señalando un punto blanco que había en el piso. Enfurecido, el viejo Luis negó siete veces ante mi desesperación. Después de un tumulto, un rubio de los blancos pateó y la pelota dio en el interior de nuestra red. Tensión. Gritos. La tribuna que no nos correspondía estalló eufórica mientras los ojos de mi padre se iban apagando en cámara lenta.

Sabiéndome en desventaja y al borde del baldazo de agua fría pregunté cuánto tiempo quedaba. “Dos minutos”, dijeron los idiotas estos de la televisión. Entonces soñé en voz alta: “Alcanza, les hacemos un gol en cada minuto y listo, ganamos la Copa”. Inmediatamente Codesal sopló y los otros elevaron sus manos tan alto que hasta podían despejar de nubes el cielo.

Ahí caí. Bajé la mirada y entendí. Habíamos perdido. Me habían estafado y yo nunca iba a ser campeón mundial el 8 de julio de 1990. El viejo, al verme transitar el primer gran dolor de mi vida, reventó el rosario contra la mesa redonda y maldijo a medio planeta.

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Rudi Völler cae ante la falta de Roberto Sensini. Se daría el penal que luego nos arrebató el Mundial 1990.

Rudi Völler cae ante la falta de Roberto Sensini. Se daría el penal que luego nos arrebató el Mundial 1990.

Y uno crece. Y con los años se va dando cuenta de muchas cosas. Que existen la victoria, el empate, las injusticias y la derrota. Que no siempre ganan los mejores. Que ese año la Alemania Federal tenía que hacer amistad con la Democrática. Que los de guantes y buzos coloridos se llaman arqueros, que la cal que rodea los arcos marca las áreas y que no necesariamente los esquemas tácticos, ni las cábalas, deciden el resultado de un partido.

Me convencí de que un niño puede llorar por una pena en el corazón y que no siempre los adultos lo saben todo ni son los más fuertes. Comprendí que no todo penal cobrado es justicia, que los hombres fallan más de lo que aciertan y que las evidencias nunca son suficientes.

***

Pero hay algo que siete mundiales después me sigue quitando el sueño, un amargo interrogante: por qué este tipo nos hizo semejante cosa. Cuál habrá sido el móvil, señor Codesal. El penal que nos pitó en contra lo podemos discutir, fue fino. Pudo haber sido, tal vez no. Pero tiene que confesar que se hizo el ciego ante un hecho que hubiese cambiado el sentido de estas memorias: antes hubo un penalazo de Matthäus a Calderón y el Diego se iba a hacer cargo de esa pelota...

Viví la caída ante Camerún, la aparición de Goycochea, el alegrón de dejar afuera a Brasil y los penales inolvidables frente a Yugoslavia e Italia, el dueño de casa. Siete partidos y todo era perfecto para mí. Faltaba el broche de oro que usted, patrón de las decisiones, no quiso ponerle a mis incipientes siete diciembres.

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Carlos Bilardo y Diego Maradona durante el Mundial 1990.

Carlos Bilardo y Diego Maradona durante el Mundial 1990.

Quizá sin querer caímos en la soberbia de pensar que éramos invencibles, en la avaricia de anhelar consecutivamente otra Copa del Mundo, en la lujuria de desear excesivamente el éxtasis final, o la gula de los goles que nunca llegaron; a lo mejor la pereza nos sorprendió con las manos vacías a minutos del cierre para desatar la insoportable envidia hacia quienes sí celebraron provocando nuestra peor ira.

Las cosas nunca salen como uno las sueña, eso también lo advertí. Y aprender a convivir con el dolor es materia pendiente en todo ser humano que, como yo, aún no logra superar uno tan grande como el Olímpico de Roma.

Y como si fuera cosa e' bruja se me ocurrió sumar los dígitos de aquel 8 de julio de 1990 y, la puta madre, siete. Y fue un domingo. Codesal, usted es un hombre horrible.

No sé a ciencia cierta cómo fueron las cosas ni por qué, esto es apenas una amarga evocación. Lo que sí sé es que aunque el asunto esté resuelto y eso de volver el tiempo atrás sea una utopía bastante berreta, todavía me veo con el Luis en el comedor del departamento de la calle Coronel Rodríguez, sentados en aquellas sillas de metal frente al añoso Crown, con unos cigarros y siete cervezas heladas, esperando que la historia que nos contaron haya sido una pesadilla absurda y que el silbatazo final nos funda en un eterno abrazo de gol.

***

Ah, terminé siendo relator de fútbol.

Y a pesar de la frustración futbolística, el viejo y el número siete vivieron un romance inquebrantable. Con el aval de la hermosa Eugenia, el Luis completó los colores de su arcoiris un 21/4 cuando fue papá por séptima y última vez. Murió en 2014, un martes siete en Londres. No creo que sabiéndose en tiempo de descuento este viejo se haya puesto a sumar las letras de esa ciudad.

Título del cuento: 8 de julio de 1990

Publicado en la antología de autores mendocinos " Mariandina, otras historias de la vida en una cancha de fútbol" (2016)

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