Donald Trump, ejemplo extremo del guarango con plata, se presentó con su consabida estampa prepotente ante el Congreso de su país para dar el discurso anual sobre "el estado de la Nación", que es uno de los actos de mayor importancia institucional en los Estados Unidos.

Es de estilo que el presidente en funciones, siguiendo un ejercicio básico de educación, salude a las principales autoridades legislativas. Cuando todos esperaban que estrechara la mano de la presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, el aparatoso Trump dejó pagando a la mujer, que ya le había estirado la mano para el saludo de rigor. Ni la miró.

Fue lamentable, pero Nancy Pelosi, ardida por el desplante cayó en la trampa tendida por el chabacano. Concluída la alocución presidencial, Pelosi, desde el atril que preside el recinto, tomó una copia impresa del discurso y, en un gesto tontamente teatral, rompió en pedazos el documento.

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Trump y Pelosi están en medio de una dura pelea política. Los representantes del Partido Demócrata llevan a cabo un juicio político al mandatario del Partido Republicano acusado de abuso de poder y de obstrucción al Congreso.

Estos dos funcionarios son, a los fines institucionales, mucho más que los apellidos Trump y Pelosi. Son el presidente de la Nación y la titular de una de las cámaras del Congreso. Son símbolos.

Esos cargos están llenos de signos que involucran la división de poderes en una república democrática. Deberían entonces quienes los portan estar  muy lejos de actos propios de ciudadanos con el ego desatado. Los presidentes, los legisladores, poseen una responsabilidad institucional que la gente de a pie no tiene.

Salvando las distancias

Muy lejos de Washington, por estos días hemos vivido en la Argentina un hecho que, sin ser similar, guarda cierta relación con las dificultades de algunos políticos de primer nivel para entender que ellos son mucho más que un apellido. Que son una institución. En ese mambo se embelesó nuevamente Axel Kicillof,  gobernador de la provincia de Buenos Aires.

Algo parecido había hecho cuando fue ministro de Economía de Cristina Kirchner y escenificó su improductivo enfrentamiento con los buitres. Pese a aquel ímpetu bravucón de Kicillof, el Estado argentino terminó pagando, contante y sonante, a esos tenedores de bonos para que el mundo no nos cortara la luz.

Lo cierto es que después de tanta amenaza de caer en default, Kicillof ha quedado como un pícaro tramoyista que, en apariencia, no nos dijo toda la verdad acerca de que no había plata para pagarle a los acreedores de la provincia de Buenos Aires.

Queriendo o no, terminó afectando la credibilidad política al crear una incertidumbre innecesaria en momentos en que la Argentina comenzaba a negociar con el FMI un "reperfilamiento" de la deuda contraída con ese ente multinacional.

¿Que queremos decir? Lo mismo que con Trump. Esto es, que ser el gobernador de la provincia más importante del país tiene una carga institucional que excede los apellidos y las ínfulas.

No le ha salido gratis al país que la palabra default fuera mencionada con tanto desparpajo.