Pasión por la lengua. La pasión de soplar en sus entrañas, como avivando un fuego sagrado. Así podría resumirse la energía que impulsa a Lola Pons Rodríguez en su encomiable carrera como experta en la historia del español y el cambio lingüístico.
Pasión por la lengua. La pasión de soplar en sus entrañas, como avivando un fuego sagrado. Así podría resumirse la energía que impulsa a Lola Pons Rodríguez en su encomiable carrera como experta en la historia del español y el cambio lingüístico.
A su desempeño como docente le ha sumado el don infrecuente del buen decir, de la claridad expositiva, del argumento atractivo para audiencias que se multiplican por fuera del ámbito académico.
Su reciente libro, El árbol de la lengua, lo confirma. Se trata de una colección de artículos suyos, algunos “salidos en prensa, otros inéditos”, sobre una rica variedad de temas que entretienen, enseñan y, sobre todo, abren la mente. El rigor intelectual de la autora no está reñido con la vitalidad y la movilidad que deben animar a cualquier lengua para mantener su vigor.
Ella lo resume, en esta entrevista, con simpleza pedagógica: “Sabemos que la lengua es variación, que está viva. Y una lengua que no cambia es una lengua muerta”.
Lola es es catedrática de Lengua Española en la Universidad de Sevilla, obtuvo en 2019 el Premio de Periodismo Manuel Azaña, sus columnas se publican en medios como El País de Madrid y, entre sus ya numerosas publicaciones, figura su anterior libro Una lengua muy larga. Más de cien historias curiosas sobre el español.
Desde Sevilla, España, dialogamos en el marco del programa La Conversación de Radio Nihuil, un espacio compartido con Paula Jalil y Esteban Tablón.
-¿Cómo está Sevilla, Lola?
-Llena de luz. Con una luz preciosa y ya con un poco de frío porque aquí estamos en otoño. Pero muy cercanos a vosotros pese a que tengamos el océano al medio.
-Ustedes, los sevillanos, deben estar algo agrandados ahora que el Sevilla está peleando en los puestos de arriba en la Liga de España.
-¡Sí! Aparte, ¿sabes que la mitad de la ciudad no es del Sevilla? El otro equipo es el Betis, del cual somos todos aquellos que no sabemos mucho de fútbol (risas). Cada uno tiene su falta y su defecto. Pero a mí me alegra que gane uno u otro.
-Si eres del Betis, te habrás acostumbrado a perder…
-Bueno… pero la poética de la pérdida es casi más rica que la de la victoria. Y se disfruta mucho cuando uno vence después de haber sufrido varias derrotas.
-¡Qué bonito eso! Borges opinaba parecido. Decía que “la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”.
-Sí. Además, como yo me dedico a esto de la lengua, estoy acostumbrada a ver que siempre hay formas lingüísticas que se pierden y resultan derrotadas. Y esa candorosa forma derrotada a mí me produce mucha ternura también.
-El árbol de la lengua es una preciosa recopilación de tus columnas periodísticas. ¿Cómo es el ida y vuelta con los lectores? Pregunto porque una cosa es presentar temas lingüísticos en el ámbito de la cátedra y otra ponerlos a disposición del público general.
-Es cierto. Yo soy profesora de la Universidad de Sevilla desde hace ya veinte años y, como cualquier profesor, estoy acostumbrada a tener un público especializado. Se trata de estudiantes avanzados a los que puedes exigir o suponer un conocimiento de la terminología. Pero también pienso que los que somos profesores de universidades públicas, como es mi caso, tenemos una deuda con la sociedad.
-Muy interesante. ¿En qué sentido?
-La sociedad, con sus impuestos, permite que los centros universitarios existan y que se haga investigación en ellos. Creo que también se le debe a esa sociedad devolver ese conocimiento. Y la manera de hacerlo es de forma no especializada, con aquello que se llama comunicación científica o divulgación. Por eso, con El árbol de la lengua intenté que la sociedad, con estos artículos, conociera las cosas a las que me dedico yo con mi proyecto, que es la historia del español, y las entendiera.
-¿Cuál es la aspiración última, entonces?
-Que una persona de cultura media entienda de cabo a rabo este libro. Y creo haberlo conseguido porque los lectores que lo están disfrutando no son forzosamente filólogos ni estudiantes de Letras sino gente muy variada; gente que es sensible con la lengua, que se interesa por cómo habla.
-Uno de los tantos méritos de tu libro es que, en cada asunto, no se atiene estrictamente a lo que prescribe la ortodoxia. Los planteos son más relajados, siguen los derroteros de la lengua viva. Recuerdo que en este mismo programa entrevistamos a Alicia María Zorrilla, presidenta de la Academia Argentina de Letras, por un título suyo, Sueltos de lengua. Era muy estricta. Y, entre otras cosas, se horrorizaba con las faltas de ortografía o con el mal uso de la coma.
-Sí, pero quizá en la parte de la ortografía es en la que soy más estricta.
-¿Por qué?
-Porque pienso que la ortografía obviamente es una convención. A ventana la podríamos escribir con “doble ve”, pero lo hacemos con “ve” porque viene del latín y porque tiene un componente etimológico. Pues, gracias a esa convención, la publicación en los libros circula por todos los países hispanohablantes sin problemas de comprensión. Ahora bien, más allá de la ortografía, sabemos que la lengua es variación, que está viva. Y una lengua que no cambia es una lengua muerta.
-Como las llamadas lenguas clásicas…
-Claro. El latín, que estudiamos en los institutos, afortunadamente, es una lengua clásica, una lengua que no ha sufrido ya cambios. Una lengua viva es una lengua que cambia. Y eso supone que hay formas que resultan hoy poco prestigiosas y que quizá mañana sí lo sean. Ha habido un momento en la historia en que alguien que hablaba latín se escandalizaba porque se decía “tierra” y no “terra”. Entonces, en ese aspecto, no es tanto que yo sea permisiva, sino que me dedico a la historia del español y cuando se ven las cosas con perspectiva, todo lo que se ve es cambio. Lo más constante de la naturaleza es el cambio. También en la lengua.
-La lengua es una herramienta práctica. ¿En qué momento las transgresiones que cometen los hablantes se vuelven graves? Por ejemplo, acá, en nuestra mesa de trabajo, nos sorprendemos porque poca gente sabe utilizar el verbo haber. Funcionarios, gobernadores, docentes escolares y universitarios, periodistas, despliegan un festival de “habían” y “hubieron”. ¿Hasta dónde debemos preocuparnos y hasta dónde relajarnos admitiendo que es un uso común?
-Como la lengua es algo social, la gravedad o no depende de la mirada del otro. En ese aspecto, la lengua es muy democrática. En España, por ejemplo, esa excepción en el uso de haber conjugado, falsamente concordado, no es tanta como en América. Hay gente, evidentemente, que dice “hubieron muchas personas”. Pero eso aquí está muy mal visto, está muy desprestigiado. En América no. Entonces, quien diga eso en España tendrá que tener cuidado porque será calificado de poco culto, representante de un discurso poco elaborado. En cambio, en España se dicen, con toda alegría, en la tribuna pública, palabras que en América serían consideradas muy groseras, muy vulgares. Entonces, es la mirada del otro, es el uso social el que hace que algo que se inicia como una transgresión termine siendo aceptado.
-En definitiva, el entorno marca el nivel de la transgresión.
-Claro. ¿Qué pasará en América con eso de decir “habían muchos incendios”? Pues, como está tan extendido, hay gente para la que eso es normal. No está marcado como vulgar. Y, como tú bien afirmas, lo dice hasta un gobernador o un profesor universitario. Entonces, hay que tener un poco de responsabilidad cuando somos profesores. Yo misma, como filóloga, estoy muy interesada en todas las variaciones dialectales, en cómo se habla en todos los pueblos, pero hay que advertir a los hablantes y a los estudiantes que la forma que tenemos de hablar nos identifica; y que, si a lo mejor, uno públicamente dice algo que está mal visto en ese entorno social, se está poniendo en una posición representativamente más débil.
-Un asunto controvertido en la actualidad es el del lenguaje inclusivo. La Real Academia no lo acepta. ¿Cuál es tu punto de vista?
-Tenemos que repensar cuál es la función de la RAE. Su función no es dar por bueno algo para que la gente lo comience a utilizar, sino recoger aquello que la gente ya utiliza. Y la cuestión del lenguaje inclusivo en algunos casos, para algunas partes de la lengua, está muy extendida y aceptada, y para otras partes no. Quiero decir: toda la sociedad hemos empezado a decir jueza, médica, arquitecta, capitana, porque empezaba a haber mujeres que ejercían esas profesiones, esos términos han entrado en el diccionario de la RAE. Antes, no. O antes habían entrado, pero como las esposas de quienes ejercían esos cargos.
-Muy buen punto. La sociedad abre las puertas del diccionario.
-Por los tanto, cosas como “niñes” o el uso de la arroba o los plurales desdoblados del tipo “argentinos y argentinas”, no están extendidas por toda la comunidad hispanohablante. Si llegan a estarlo, entrarán en los diccionarios o en las gramáticas de la Real Academia y en los libros de texto y en tantos otros elementos que van construyendo el estándar. El uso está en los hablantes. Si los hablantes quieren hacerlo, que lo hagan. Ahora bien, hay que advertir también que el no hacerlo no nos convierte en machistas. No se puede hacer pasar por machistas a hablantes que dicen, pues, “los argentinos escuchan este programa de radio”, incluyendo en el sintagma “los argentinos” también a las mujeres argentinas.
-Uno de tus artículos se titula, como advertencia, “Eres pedante”. Cabe la pregunta, por lo tanto: mientras uno no se aleje mucho del público, ¿no es mejor un poco de elegancia en el lenguaje?
-Sí. Sí. Completamente de acuerdo. Si uno está en el sofá de casa, relajado, escuchando este programa, viendo la serie con su pareja y te dicen: “¿Quieres un café?”, pues quizá es un poco pedante que contestemos: “Ciertamente. Me apetecería notablemente tomar una taza”. ¡No! Hay circunstancias en las que nos pasamos de elegantes y quedamos desubicados. Pero en muchas circunstancias -y este es un mensaje que me gustaría transmitir a los muchísimos oyentes de este programa-, si nos pasamos un poquito por arriba, mejor. En estos casos es como cuando uno se viste o cocina. Hay veces que cocinamos de más. Pero es mejor que sobre comida a que falte. Es mejor pasarse por ir demasiado arreglado a esa boda que ir en piyama. Entonces, lo interesante es que tengamos los elementos suficientes en la lengua, que tengamos palabras, que tengamos recursos; que nuestra educación haya sido sólida -y eso es importante en las escuelas-, como para permitirnos poder subir o bajar de nivel. Lo triste es que no garanticemos una educación lingüística en la que los estudiantes puedan subir de nivel y tengan que quedarse siempre en un nivel muy básico de expresión.
-Hablamos de evolución. Una cosa que preocupa es esta cuestión de la evolución versus las pérdidas gramaticales. La pérdida de acentos, tildes, comas, etcétera, hace que no nos entendamos, por lo menos en el lenguaje escrito de WhatsApp, por ejemplo. ¿Se trata de evolución o de pérdida?
-El lenguaje escrito de WhatsApp y, antes, de los SMS o, como en la época de mi bisabuelo, de los telegramas, es un canal muy restringido. Que lo usemos mucho y que todo el día estemos pegaditos a eso que un compañero mío llama “la piedra de luz”, no quiere decir que sea lo normal. En lenguaje de WhatsApp, como vamos tan rápido, con prisa, a veces, efectivamente, nos exponemos a que no se nos entienda porque nos ponemos a quitar vocales o signos de puntuación, y eso es un problema. Pero lo verdaderamente problemático es que eso salga de ese canal de Whatsapp, que yo mande un correo electrónico o redacte un currículum, escriba une examen, me queje de algo ante el Gobierno en una carta y escriba como si fuese ese canal de telefonía móvil. Ese es el problema.
-¿Entonces?
-Entonces, esto no es una evolución. Porque no fue una evolución lingüística usar un lenguaje de telegrama; fue una convención. Pero como es una convención, hay que dejarla limitada al canal donde tiene sentido.
-Un amigo español que nos escucha te pregunta, puesto que eres columnista en la prensa, si no has sentido que en los medios escritos de tu país hay una degradación de la calidad gramatical en los periodistas; y, en todo caso, por qué estaría sucediendo eso.
-Hay un fenómeno que ha sido incluso estudiado por compañeros que se dedican al análisis del discurso, un fenómeno muy español, no tanto americano. Es lo que se ha llamado “la coloquialización” de la prensa.
-¿En qué consiste?
-En el hecho de que, en los últimos veinte años, se han empezado escribir columnas de prensa, tribunas de opinión, imitando las formas en las que, por ejemplo, se hacía el periodismo deportivo, que era mucho más relajado, o la tertulia política. Por ejemplo, una tribuna puede empezar diciendo algo como “pues, fíjate lo que me ha pasado ayer”. O sea, una expresión muy coloquial. Y resulta que eso ha enganchado a los lectores. Ha hecho que se ganen muchos lectores de columnas. Me parece que es un rasgo de estilo, que está moda, que puede ser que se mantenga o que pase. A mí, más que eso, lo que me ha preocupado mucho tanto de la prensa escrita como de cualquier empresa que se dedique a la escritura es que, en los últimos años, gradualmente, se ha prescindido de una figura fundamental, que son los correctores de estilo, los correctores ortográficos.
-¡Tremendo!
-Todos los hemos conocido en las empresas. Revisaban el texto y hasta a un premio de literatura le podían corregir una coma. Eran profesionales de la lengua. Y se ha prescindido de ellos como de tantísima gente. Y tener un corrector, es, para mí, una marca de calidad lingüística. Yo soy filóloga, creo que tengo pericia escribiendo, tengo también muchos años dando clases, pero cuando mis libros son pasados por un corrector lingüístico experto, siempre hay un punto y coma de menos o de más que te corrigen. Y eso lo saben hacer los especialistas. Mi batalla, que no sé si está perdida, es que vuelvan los correctores lingüísticos a las empresas. Igual que tenemos servicios de limpieza y de informática, que consideremos imprescindible un corrector de estilo.
-Compartimos la pena por haber perdido los equipos de corrección, sobre todo aquellos que nacimos al periodismo, años atrás, en los diarios de papel. Pero su ausencia demuestra que a las empresas el habla correcta ya no les interesa, no representa valor económico alguno, de lo contrario habría correctores.
-Sí. Esto es muy triste, pero es así. No sé si será igual en todos los países americanos, pero, fíjate que al mismo tiempo que pasa esto en España, muchas instituciones y también muchas empresas están tratando de liderar la causa de la lengua española, creando observatorios, centros, institutos, promoviendo libros… Y está muy bien. Me parece fantástico. Pero igual que se apunta a la lengua en lo macro, hay que apuntar también en lo micro, porque eso es una gota. Una gota. Y la calidad lingüística solo la reconocen algunos. Pero, bueno, es como la calidad en la cocina, ¿no? Uno se preocupa porque los alimentos estén bien, independientemente de que el comensal los aprecie.
-Tú dices, Lola, que todos hablamos un dialecto. Es una verdad bastante obvia, pero no conocida. Ahora bien, ¿cómo juegan esos dialectos versus la globalización? Además, ¿cuál es tu opinión respecto del castellano neutro, que podría ser un elemento que nos unificara, al menos en América Latina?
-Te estás refiriendo a uno de los capítulos de El árbol de la lengua que se llama efectivamente así: “Todos hablamos un dialecto y no una lengua”. Esto es real. Y esos dialectos que hablamos van a ser los dialectos de nuestra zona. En mi caso, es el andaluz. Va a ser también un dialecto profesional porque, por ejemplo, los que os dedicáis a la radio conoceréis una serie de palabras técnicas que los que nos dedicamos a otra cosa no conocemos. Va a ser un dialecto social, un dialecto personal. Todos hablamos esos dialectos y me interesó mucho explicarlo de manera clara a los lectores del libro.
-De acuerdo. ¿Cómo se llevan, entonces, con la globalización?
-Regular, porque la globalización, obviamente, uniformiza la particularidad de una zona concreta. En el caso de las lenguas del mundo, el inglés globaliza a muchísimos idiomas. Hay ámbitos, como el científico, en que el español, por ejemplo, corre severos riesgos por la extensión del inglés como lengua de la ciencia. También es cierto que, al mismo tiempo que se detecta eso que llamamos globalización, hay también un fenómeno muy interesante: el de la glocalización.
-¿A qué llamamos glocalización?
-Precisamente, como reacción a lo global, hay quienes tratan de preservar, proteger o, incluso, universalizar su particularidad. Y se protegen, se potencian rasgos dialectales muy particulares que de repente adquieren prestigio porque la gente los considera más auténticos, más vernáculos y más propios. Eso es correcto, siempre que no caigamos en el falseamiento.
-¿Y en cuanto a las variedades neutras, al español neutro?
-La neutralidad en la lengua no existe. En el momento en que uno comienza a hablar se está marcando. Aunque sea marcándose básicamente como hablante de una zona o de otra. Ahora bien, lo que sí podemos tratar de desarrollar y creo que se está haciendo en mucha ficción audiovisual en los últimos años es, en algunos productos que van a circular a ambos lados del Atlántico, tratar de que sean comprensibles. Me parece de sentido común.
-Sí. Resulta amable para todos los públicos.
-Claro. Si yo uso una palabra para llamar a un alimento que solo es propia de mi pueblo que tiene dos mil habitantes y escribo un libro, pues voy a hacer que todos los lectores consulten un diccionario. Si pongo la palabra común, estándar, compartida por todos los hablantes, haré mi producto más internacional. O sea, si no estamos falseando, por mí, ¡adelante con esas modalidades! En cambio, si estamos falseando y se trata de un dialecto que no es reconocido por nadie, pues eso es una invención.
-Volvemos a un asunto anterior. No solo están desapareciendo los correctores. El fenómeno afecta también a los traductores. Hubo un caso emblemático con la serie coreana El juego del calamar. La traducción la hizo un algoritmo, con una participación menor, luego, de algún traductor humano. ¡El gremio de traductores se puso en pie de guerra porque les estaban sacando el trabajo!
-Pues… ¡qué pena! Todos tenemos experiencias divertidísimas en ese sentido de cómo el traductor automático ha convertido en una locura un pedazo de nuestra lengua. Hay una prueba muy fácil que es escribir un texto en español, pasarlo al inglés, copiarlo en inglés y traducirlo al español. Y el resultado final es ese juego que teníamos de pequeños que en España llamábamos “el teléfono descacharrado”. Esto es parte de ese desprecio por la lengua. Los traductores no pueden ser automáticos. Otra cosa es que uno no sepa cómo se dice ventana, lo busca puntualmente y sabe que es window. Muy bien. Pero un texto necesita un cocinado. Y en el cambio de una lengua a otra, ese cocinero tiene que ser una persona.
-Otro artículo tuyo, “En la clase de lengua”, habla de cómo enseñar a los chicos esta especialización que se llama, técnicamente, metalenguaje. Cito un fragmento: “Transmitir ese metalenguaje en edades cortas roba tiempo para lo fundamental: aprender a expresarse, a leer con gusto, a saber hablar en público”. O sea, hay que enseñar menos reglas gramaticales y amigar a los alumnos iniciales con la lengua, ¿no?
-Claro. En la primaria, que en España llega hasta los doce años, hay que enseñar a leer, en todo lo que supone leer, que es también comprender un texto; a escribir, en todo lo que supone escribir, que es conocer la ortografía, pero no memorizar reglas; y a expresarse a partir de ahí: a quejarse, a hablar en público, a ser capaz de hacer una exposición oral, a definir, que es algo tan interesante. Y cuando lleguen a la secundaria descubrirán qué es el complemento directo, el sujeto o el pretérito pluscuamperfecto. Pero de tan pequeños, al menos como se les enseña en España, esto no sirve para nada. Hay que repetirlo en la secundaria y se les está quitando tiempo para lo fundamental, que es manejar la lengua.
-Nos quedan millones de temas pendientes, pero el tiempo de la radio no es infinito. Te despedimos con una deuda por delante mientras te transmitimos los numerosos elogios que te han ido dispensando nuestros oyentes que siguen atentamente la charla.
-Muchísimas gracias. Sé que mi árbol de la lengua está siendo muy bien recibido en la Argentina. A mí me emociona esto profundamente hasta un nivel de sensibilidad rayano en la lágrima porque, en ese tipo de cosas, me enternezco mucho. Ojalá que podamos seguir estrechando lazos gracias a la lengua, a Argentina y a España.