Espectáculos
Joaquín Sabina brindó el sábado un recital inolvidable, en el que mezcló sus canciones nuevas con una seguidilla impresionante de clásicos.

Una noche con rosas y sin vinagre

Por UNO

Porque los contrastes (el vinagre y las rosas, los helados de aguardiente) son los que enriquecenlos sentidos, Joaquín Sabina brindó, es decir, celebró y regaló, un concierto pleno de matices y

colores, con canciones novísimas y clásicos de siempre, con sonidos rockeros y baladas, con

arreglos subversivos y versiones inclaudicables.

Fue en el estadio Malvinas Argentinas, en un espléndido sábado de estrellas tímidas que

quedaba en medio de dos fechas "sabinescas" a más no poder: el día anterior había sido el

cumpleaños del músico, el día posterior era ese edulcorado "catorce de febrero" al que en una

canción el músico le dice "yo no quiero".

Los contrastes, decíamos, estaban a flor de piel y Sabina los llevaba encima: junto a sus

saco de frac y su bombín de etiqueta, lucía unos Clavin Klein, una remera a rayas y un prendedor de

Velvet Underground. Atrás, una banda sedosa para su voz de lija (capaz de hacer alisar los

corazones), y una seguidilla de canciones que no dieron tregua y aún así dejaron ganas de más.

El recital comenzó con lo nuevo. Tiramisú de limón, primer corte del disco Vinagre y rosas

(2009), fue lo primero que salió del escenario de un estadio fervoroso pero con menos público del

esperado. La canción, con música del dúo Pereza y letras de Sabina y Benjamín Prado, tiene chapa de

hit y sonó fuerte en las gargantas del público mendocino, que la coreó a pesar de que lleva un par

de meses sonando en el aire. Igual, el tema estableció el clima del show: parecía que la ciudad

representada por la escenografía se hubiera despertado para desplegar sus alas de luna.

El contraste se repitió cuando Sabina, a poco de andar con cosas nuevas y recitar un poema

para Mendoza, atacó con un clásico inesperado: Medias negras. Lo inesperado fue lo rápido que

llegó, no su presencia. Pero también sorprendió la versión, algo que se repetiría a menudo: con más

aires de son que de rock, terminó de poner a tono no ya al público (faltaría un poco más para

ello), sino a la banda: Jaime Azúa (guitarra y voz), Pedro Barceló (batería), Mara Barros (voz),

Pancho Varona (bajo, guitarrón, voz), Josemi Sagaste (vientos y acordeón) y Antonio García de Diego

(teclados, guitarra y voz).

El buen encastre de esta reversión de Medias negras, al que le siguieron Viudita de Clicquot

y el viejo Ganas de..., no se repitió del todo en Con la frente marchita, otro de los grandes

clásicos que aparecieron pronto. Le falta un poco de madurez a esta subversiva relectura de la

porteñísima canción de Sabina: aquí se le sacó casi todo lo que tenía de tanguera y se le dio un

curioso tono de reggae. Al público poco pareció importarle, y es por su interpretación los aplausos

se mezclaron con las lágrimas que este tema de Sabina es capaz de extraer de sus escuchas.

Llegado a ese punto emocional, el español desgranó lo nuevo (la bellísima Cristales de

Bohemia) con lo viejo, siempre con el público ya en el bolsillo. Y aparecieron clásicos jamás

tocadas en vivo por él en Mendoza (ni en el inolvidable Gran Rex de 2001, ni en este mismo recinto,

con el Nano Serrat, el 2007). Por ejemplo, cantó Por el boulevard de los sueños rotos. Y luego,

Aves de paso. Y luego, Peor para el sol y Peces de ciudad, con ese estribillo maestro, también

hecho de contrastes. Y también cantó Llueve sobre mojado, sin Fito Páez y con Azúa asumiendo el

difícil rol del rosarino, para dividir opiniones.

Sabina se tomó dos pausas pero al público no se le dio tregua, porque la banda "sabinera"

siguió tocando, y sin su compañía, cantó en respectivas tandas canciones como Conductores suicidas,

Como un dolor de muelas (letra de Sabina y el Comandante Marcos, con la voz de la sensual Mara

Barros a pleno) y Amor se llama el juego.

El tramo final del show cristalizó su carácter de inolvidable, sin dejar los contrastes

mencionados, ya que éstos constituyeron el entretejido de las útlima parte del recital. Coreadas

baladas diamantinas como Una canción para la Magdalena, Y sin embargo, Contigo y Calle Melancolía,

se entremezclaron con esas canciones que todos bailan, como 19 días y 500 noches, Nos sobran los

motivos (en su versión española, llamada Cerrado por derribo) o Princesa. Y llegó la hora del

primer final, con el conocido interludio construido por Noches de boda y Y nos dieron las diez. Y,

en la agonía de la velada, llegaron los golpes finales con Pastillas para no soñar y, por supuesto,

La del pirata cojo.

El cierre, como era de suponer, fue un cierre de contrastes en los pechos de los presentes.

Alegría por lo oído y pena porque el último acorde ya había sonado. Euforia por todo lo que cantó y

ganas de haber escuchado algo más (Dieguitos y Mafaldas o Ruido). Aunque el contraste final fue el

mejor: el que dejó saber que, en el Malvinas, el sábado fue un solo día, pero con 500 noches.

Pastillas para no soñar

* Sabina dedicó el recital a sus amigos argentinos muertos: Fontanarrosa, Adolfo Castello,

Jorge Guinzburg, Tomás Eloy Martínez, Sandro y Mercedes Sosa.

* Tras cantar la canción sobre una prostituta, Joaquín narró una anécdota: "En Montevideo

vino una señora con su hijita de dos años y me dijo que le había puesto Magdalena inspirada en la

chica de mi canción. Y yo le dije: 'espero que no le salga tan puta'".

* El escenario estaba flanqueado por dos grandes pantallas que transmitían imágenes en vivo

del show, tomado por no menos de cuatro cámaras.

* Los juegos entre Sabina y la corista, una infartante morocha, hicieron las delicias del

público.