Cuentos de terror

Testimonios del más allá: La muerte está cerca

Este cuento surge a partir del relato de Andrés, oyente de radio Nihuil y su particular experiencia: lo que ve o presiente cuando alguien de su entorno está por morir

El fuego lo cambió. Andrés tenía siete años cuando su cuerpo ardió tras un accidente. Fueron meses de dolor en la terapia intensiva de un hospital pediátrico. Allí vio por primera vez esas sombras o destellos que engañaban su visión y que luego entendió lo que significaban: la muerte estaba cerca.

Antes y después

Andrés miraba el juego de un amigo, en esas instancias de la infancia donde lo lúdico se infecta con trazas de crueldad. El chico estaba inclinado sobre un hormiguero y tenía una botella de alcohol y un encendedor como ingredientes del caos. Un movimiento brusco, el alcohol que salpicó a Andrés y el fuego que lo alcanzó demasiado rápido.

Imposible darle palabras o sentido al dolor de esos meses, en los que la cama de un hospital y la compañía de sus padres eran su única realidad, al menos hasta que la mejoría permitió que siguiera las clases de segundo grado, en compañía de una maestra que intentaba distraerlo con números, personajes de cuentos y paisajes lejanos a esa geografía hecha de paredes blancas, susurros y silencios impuestos.

En terapia intensiva las visitas estaban restringidas y ese fue el primer aviso de una situación singular. Podía jurar que veía pasar personas o quizás eran sus sombras, pero no pudo conscientemente atar esos hechos a lo que terminaba sucediendo a su alrededor: alguien moría. Bajo la protección de la niñez, lo que sentía como una irregularidad era más una intuición que una certeza. Pasaron varios años antes de que Andrés se diera cuenta que podía poner en imágenes el destino fatal de otros.

Las fases del terror

Atribuía a simples coincidencias el hecho de ver esas sombras y la posterior muerte de algún conocido. Era una sensación fugaz que insinuaba que alguien había pasado muy cerca suyo, tanto como para advertirlo, pero no lo suficiente como para determinar características distintivas de cuerpos o rostros.

Siempre lo inaudito comienza con el barniz de lo cotidiano. En esa noche de su adolescencia, Andrés salió a pasear a su perro. Cuando llegó a la esquina vio una moto volcada y lo que parecía el cuerpo de un joven. Corrió a ayudar a la víctima, sin advertir que no había escuchado el ruido del impacto, no vio pasar ningún vehículo y todo estaba tan calmo que parecía que nadie había advertido el siniestro.

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No lo advirtieron porque no había sucedido. Un entumecimiento que comenzó en las piernas y trepó al resto del cuerpo inmovilizó a Andrés en esa esquina. Vio claramente a un joven, una moto y con solo pestañear, al instante se quedó solo, con la tierra oscura, vacía de presencias y explicaciones.

Por primera vez Andrés sintió miedo de sí mismo, de esas percepciones que no parecían pertenecer a la realidad, pero que sus sentidos registraban con la misma fidelidad con la que distinguía la luz, sus matices y los sonidos en la penumbra.

Una hora más tarde, la imagen era todavía muy inquietante en su memoria, impresa con los colores y el temor intactos. Una amiga lo llamó al celular. La reconoció porque era su nombre el que aparecía en la pantalla, porque sólo pudo escuchar su grito. Entendió el desgarro de ese espíritu, naufragando en ese momento que siempre querría olvidar.

Alcanzó a escuchar las coordenadas de la tragedia y corrió, sin entender que estaba desandando sus pasos para llegar a esa esquina, donde una moto agonizaba con las luces aún parpadeantes. Su amiga abrazaba el cuerpo de su hermano, aislados de todo lo que sucedía a su alrededor, el mundo apagado, la respiración fragmentándose en el pecho de esa joven, viva y desamparada ante la muerte.

Una hora antes Andrés vio en ese lugar la escena que se hizo real y cercana. Comenzó para él una nueva fase del terror.

Temible compañía

A veces se permitía dar consejos, aunque no información. Si sugería visitar a un familiar, por ejemplo, era porque las sombras que lo seguían visitando, marcaban la urgencia. Nunca se animó a confesar lo que muchas veces comenzaba como un escalofrío, seguido de un pensamiento que se convertía finalmente, en realidad.

Nadie quiere a la muerte cerca, así que Andrés se cuidaba de revelar esa vecindad a los otros, pero también lo hacía para resguardar su secreto.

Cuando veía las marcas que el fuego dejó en su cuerpo pensaba que esas cicatrices reptaron bajo su piel, sus músculos, su sangre. La muerte no pudo llevárselo, pero se quedó para siempre, haciéndole compañía.

El peor presagio

Peor que presentirla, es verla cara a cara, algo que sucedió solamente una vez.

Walter, el padre de Andrés, atravesaba la etapa terminal de una enfermedad. Ese viernes en la mañana lo internaron y los médicos le daban un mes de vida como el mejor de los pronósticos. Hacía rato que la familia había comenzado la lenta despedida, creyendo que ese tiempo les daría la oportunidad de hacerse un poco más fuertes. Pero para abrazar lo desconocido, siempre es demasiado pronto.

El hijo de Andrés tiene siete meses y ha cambiado la escenografía hogareña por completo. La sillita alta en un rincón, los juguetes quebrando la monotonía cromática de los pisos. Precisamente uno de ellos, de color fluorescente, se desmarca de la oscuridad del jardín y atrae la atención de Andrés que sale, en la medianoche de su pena, a buscarlo.

Cuando tiene el juguete en su mano, al irse incorporando se da cuenta que hay más claridad en esa noche de luna de lo que su angustia imaginaba.

Entonces la ve, impulsada hacia él como esos insectos que se arrojan a la luz, enceguecidos y desbocados hasta estrellarse. La figura traslúcida se pervierte entre las sombras y en una grotesca simulación de un rostro, Andrés advierte la forma incompleta de lo que parecen ser huesos, pero sólo es una imagen incompleta y fugaz.

Lo único que permanece frente a él, sosteniéndose en la oscuridad, es esa mirada enorme y vacía, que confirma lo que Andrés ya sabe. Es la última noche de su padre.

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Entra a la casa y va directo a la habitación. Le dice a su esposa que deje la luz encendida y ella no hace preguntas cuando Andrés le pide que lleve al bebé a la cama matrimonial. El temblor de su cuerpo se atenúa cuando el niño se refugia en él, en medio del sueño y de su inocencia. Afuera está ella, con sus ojos brumosos, en la marea nocturna que presagia lo peor. En la cama iluminada está el niño, su tabla de salvación, a la que se aferra en medio de esas aguas desconocidas y turbulentas, hasta que el teléfono suena. La muerte hizo su parte y el niño hace la suya al sujetar a su padre en este extremo de la esperanza.

Andrés vivió esas horas, desde la medianoche hasta que el teléfono sonó como un acto de íntima redención. Pero cuando habla de esa historia suma un miedo diferente: sabe que si vuelve a ver cara a cara a la muerte, se llevará a alguien muy cercano. Entiende que volverá a verla por inevitable, pero no quiere la angustia del mensaje que la anuncia. Espera que esa compañera, que lo sigue desde los siete años, se apiade de él y lo deje llorar sus pérdidas como todos, sin el dolor adicional de la anticipación.

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