Cuentos de terror

Testimonios del más allá: "El patio de juegos"

Juan vive en Mendoza, pero nació en Chile, donde vivió una experiencia aterradora en el trabajo de su padre, en Viña del Mar. A más de cinco décadas de ese suceso, lo contó en radio Nihuil y así nació este cuento

Juan era un adolescente que crecía bajo la admiración y el respeto por su padre, en su Chile natal. Esa noche de 1969 no esperaba un llamado que lo hiciera abandonar la comodidad del sillón frente al televisor.

Era viernes y el fin de la rutina semanal se saboreaba más. Ni siquiera se había tomado la molestia de quitarse el uniforme escolar antes de acomodarse en el sofá, bajo una manta. Esa tibieza reforzaba su noción de hogar, ya que el abrigo no era necesario en esa primavera.

Cuentos de terror Marcela Furlano El Patio de juegos 7

El teléfono fue una aberración en medio de esa tranquilidad juzgada como merecida. La sorpresa fue tal que no tuvo tiempo de ensayar excusas: se cambió de ropa y fue directo al cementerio.

En camino

Conforme se iba acercando a su destino, las personas abandonaban el colectivo como si tuviesen la manifiesta intención de dejarlo solo. Con ellos se iba el bullicio como señal de vida. El silencio, que por lo general disfrutaba, por primera vez le parecía cargado de amenazas.

Pensó en fingir que se dormía en su asiento, en el arrullo inarmónico del colectivo viejo por esas calles gastadas y temiblemente desiertas. No era consciente que en la construcción de su mentira, su rostro ensayaba gestos de sorpresa o miedo para cuando llegara al final del recorrido y el chofer advirtiera que aún seguía allí. Una joven madre y su niño disfrutaban el inesperado espectáculo de ese mimo sin máscara blanca, que gesticulaba como si repitiese un monólogo hecho de mudas palabras.

Las mejillas avergonzadas respondieron en rojo y se quedó quieto, mirando las últimas viviendas con las ventanas apagándose, con la súbita nostalgia de haber abandonado su casa, inundada de los sabores de la cena y esa tranquilidad que ahora cambiaba por angustia.

Sin excusas

Parado junto a las puertas cerradas del cementerio Santa Inés, volvió a cuestionarse su falta de imaginación para encontrar excusas. Hacía meses que su padre era guardia de seguridad en este inesperado lugar de Viña de Mar. La paga era buena y según su papá, puertas adentro se estaba más seguro que afuera.

No era un hombre temeroso y la observación del dolor ajeno le había otorgado un respeto aún mayor por la muerte y sus inusuales puentes.

Contemplaba el llanto, los rezos, las cruces, las palabras susurradas a la tierra para los seres queridos. En cada una de esas ceremonias del duelo subsistía la necesidad de encontrar una pizca de inmortalidad que trascendiese en consuelo.

Tal vez por eso le pidió a su hijo que fuera esa noche, en la que su compañero había dado parte de enfermo, para acortar las largas horas en soledad. Quizá él también los escuchase, en esos instantes en que la pena de los vivos se ausentaba y ellos, sin noción de la muerte, se adueñaban de los campos salpicados de tumbas.

Las voces

Juan tocó el portero y la voz borrosa de su padre contestó. Las puertas del camposanto se abrieron como si respondiesen a un conjuro y el adolescente escuchó en silencio las indicaciones de su papá, que lo esperaba al final de hectáreas de sombras y silencio.

En medio de la oscuridad, tal como le indicó, vería una luz amarillenta que apenas alcanzaba a iluminar el número 8 del pabellón. Ahí debía girar a la derecha y seguir caminando, siempre en línea ascendente. Recién en ese momento cayó en la cuenta de que el cementerio estaba enclavado al pie de un cerro y el sendero ascendía, como una metáfora escrita en la realidad.

El pasillo era ancho, para que las carrozas fúnebres se desplazasen con comodidad y a los costados varios pisos de nichos amurallaban el recorrido. El olor de flores frescas y muertas reptaba hacia Juan y se adhería a ese miedo joven, garras de muerte ansiosas de vida.

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Fue entonces cuando las escuchó. Voces de niños que desafiaban el silencio, en medio del alboroto de un juego. Oía los pasos descarnados, sin herir la tierra, persiguiéndose unos a otros, con la alegría intacta. Juan advertía los diferentes matices de esas voces, que le permitían inferir si eran niñas o niños, sus edades y el rol que desempeñaban en los juegos.

Seguir por el sendero era su única tabla de salvación, su ascenso a la cordura, mientras las voces crujían en la quietud, revelando el lugar donde uno de ellos se había escondido o desde donde gritaba un gol que otros festejaban, con una euforia acumulada por siglos.

Esos sonidos le quitaban el aire, los pulmones infestados de flores frescas y muertas. Al final del terror vio la luz de la linterna de su padre, señal de que estaba a pocos metros de distancia. Juan no dudó en correr.

Apariciones

“¿Usted también los escuchó?”, le dijo con naturalidad su papá cuando Juan atropellaba las palabras para contar su experiencia. El hombre le explicó que esos pequeños eran su compañía de todas las noches, cuando hacía la ronda por la ciudad amurallada, en particular por ese pasillo al que llamaban “el parvulario”, donde se concentraban las tumbas de niños de todas las edades.

El padre de Juan una vez logró verlos, amparado por las tinieblas y las paredes de algunos ostentosos mausoleos. Reían y jugaban despreocupados, obviamente ignorando el lugar y las circunstancias que habían hecho posible ese eterno encuentro.

Si algún niño se sumaba a las huestes de la muerte, ya en su primera noche lo llamaban por su nombre y lo cobijaban en esa cofradía, compañeros todos de una noche sin fin, pero plena de viejas alegrías.

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El vigilador se cuidaba de no ser visto. En una oportunidad lo descubrieron y el pánico se apoderó de esas criaturas, que corrieron a refugiarse en las sombras, alcanzados por el rayo de un miedo que parecían desconocer. El padre de Juan creía que para esos niños él era un monstruo o una aparición. Imposible olvidar el temblor de las voces y los pequeños cuerpos al enfrentarse a alguien tan ajeno a su inocente naturaleza.

Los gritos de esas criaturas nocturnas fueron la expresión del más espantoso horror que una persona pueda imaginar, una vertiente de sonidos rotos, dolientes, injustos. Nadie en su sano juicio querría volver a escucharlos.

Por eso el padre de Juan vigilaba sus noches. Para honrar sus juegos y sus vidas.

Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-6177997.

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