Cuentos de terror

Testimonios del más allá: El hospital de las almas perdidas

Daniel, oyente de radio Nihuil, vive en Mendoza pero hizo su residencia como médico en La Paz, Bolivia, donde extrañas presencias compartieron con él su lugar de trabajo

La experiencia lo había marcado con tal certeza de lo que lo vio, que se juró no volver a pisar jamás el piso 13 del hospital. Hasta ese momento, le parecía pintoresco el hecho de que en algunos países ese nivel se elimine por la fuerza de la superstición, pero este no era el caso.

Estaba en uno de los hospitales públicos más importantes de La Paz, Bolivia y Daniel, que actualmente vive en nuestra provincia, estaba haciendo la residencia. Ésta era la última instancia de su formación académica para convertirse en médico, vocación que había abrazado sin dejar de asombrarse por todo lo que sus pacientes le estaban enseñando acerca de su propia humanidad.

Sobrevolaba en su trato con los enfermos una cualidad innata que lo hacía dimensionar los temores más encriptados, los que no se animaban a poner en palabras. En algunos casos, la pregunta que subyacía, la que entrelazaba la esperanza con la prolongación del tiempo, se asomaba a los ojos de sus pacientes y las respuestas de Daniel siempre eran disímiles. No todos estaban preparados para escucharlas.

Esa sensibilidad para acercar la sanidad más allá de la medicación y los estudios pertinentes, lo hacía susceptible a ver ciertos milagros donde otros veían -con la mentalidad científica como estandarte-, hechos fortuitos, cansancio o coincidencias.

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La primera vez fue solamente testigo. En el medio de una guardia nocturna escuchó, desde el área de descanso de la enfermería, los gritos de una mujer. Afuera llovía, con la ferocidad que intentan replicar las películas de terror y una de las enfermeras señalaba una ventana –estaban en el piso 11- y aseguraba que había visto una mano posada del lado externo. Daniel trató de calmarla con el viejo argumento de que sólo había sido una pesadilla y para confirmar esta hipótesis a su compañera, caminó hasta quedar junto a la ventana. Allí vio, desde el lado en el que la lluvia caía impenitente, la impresión de la palma de una mano, cuya impronta se desdibujaba con las gotas que comenzaban a romper la forma que antes había visto con absoluta claridad.

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Después vino lo del piso 13. Esa era una de las plantas del edificio que se había bloqueado, en este caso por refacciones. En una de las rondas nocturnas, Daniel accedió al lugar por las escaleras, porque los ascensores se programaban para impedir el acceso a esos espacios vedados. Tanto en el piso 12 como en el 14, había pacientes que esperaban su visita, así que el paso por el nivel intermedio era obligado, sorteando ladrillos, mesas o sillas en ese depósito de objetos inservibles y materiales propios de la remodelación. La luz era exigua, sólo la que marcaba la salida de emergencia, pero le bastó para ver a un anciano, con la característica bata blanca como única vestimenta, apoyado en una pila de camillas herrumbradas.

Se acercó para auxiliarlo, porque se lo veía desorientado y tembloroso. Daniel no podía entender cómo había llegado allí si apenas podía moverse. Adentrándose en la oscuridad, extendió el brazo para tratar de asir la fragilidad de ese cuerpo, pero su mano sólo alcanzó la ausencia. Rodeado de sombras, de esqueletos mobiliarios y con un dolor en el cuerpo que le resultaba impropio, se dio cuenta que estaba completamente solo.

No hablar

No le contó a nadie lo que había pasado. A pesar de que a veces, en las largas noches de guardia se contaban historias con condimentos sobrenaturales, todos reían como corolario. Eran parte de una comunidad científica, no podían creer esas cosas y la risa los ayudaba a consolidarse como hombres racionales y pragmáticos. Daniel también se reía. Era un mecanismo de integración y un eficiente remedio para el miedo, porque realmente lo había sentido.

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La mayoría de los que pasan algún tiempo internados desconocen la ingeniería que hay detrás de las noches. Mientras los pacientes duermen, los médicos y enfermeros arman un mapa para recorrer pasillos y habitaciones, deteniéndose en lo urgente, programando lo que se necesitará para la mañana siguiente. En este caso en particular, grupos de tres médicos se dividían turnos de 2 horas, desde las 12 hasta las 6 de la mañana. Quien estuviera libre en una franja horaria, podía descansar, a menos que una emergencia alterara los planes. En ese atlas médico, Daniel tenía que cubrir la guardia de 2 a 4 de la madrugada y los primeros pacientes que quería controlar estaban en el séptimo piso.

A pesar de la calefacción, el invierno estaba haciendo sentir su rigor y por eso Daniel desistió de trasladarse por las escaleras que rodeaban desde el exterior el edificio. El viento helado no alentaba la excursión, pero tenía unos cuantos reparos con respecto al ascensor. Un mes antes tres personas, entre ellas una residente como él, se habían quedados atrapados entre dos pisos por una falla mecánica. Más allá de lo traumático de la experiencia, los bomberos los rescataron en un par de horas, porque sucedió en la mañana y entre la multitud de pacientes, visitantes y equipo médico, alguien advirtió la situación. Pero el edificio dormía cuando él estaba de ronda y si algo pasaba, seguramente la respuesta no sería tan rápida. Le disgustaban las dos opciones, pero como el ascensor había sido arreglado e incluso mejorado con un sistema adicional de seguridad, suavizó su desconfianza.

Subió y presionó el botón del séptimo piso y esperó que se encendiera la luz que lo confirmara. No sucedió. Había otros niveles bloqueados, como el cuarto (el quirófano), el quinto (terapia intensiva) y los subsuelos, donde se ubicaban la morgue y el área de sistemas. Bloquearlos era una forma eficaz de evitar que el público en general accediera a zonas restringidas por razones sanitarias (como mantener un ambiente estéril) o de seguridad.

Volvió a presionar el botón del séptimo y en lugar de encenderse, todos los botones revelaron al unísono su luz roja, incluso los de los pisos bloqueados, que por esa misma razón no debían prenderse en el tablero. Decenas de luces, primero fijas, luego titilantes y segundos más tarde, completa oscuridad. El peor de sus temores se hacía realidad: estaba cayendo.

Su cuerpo reconoció la caída en ese hormigueo que se despierta en la boca del estómago, mientras su mente se apagaba completamente, como una forma de asimilar la oscuridad que estaba experimentando. Casi de inmediato -aunque sin borrar el registro de que fue una eternidad- el ascensor dio un sacudón y retomó su descenso regular. Daniel pensó que el sistema de seguridad se había activado y trató de recuperar el aliento. ¡Cómo iban a reírse sus compañeros cuando les contara!

El ascensor no paró en el séptimo piso. Siguió su descenso y Daniel no se animaba a tocar ningún botón, por temor a romper esa especie de normalidad que había recuperado dentro de su prisión temporaria. Cuando se detuvo, el aire estaba cargado de un olor identitario e inconfundible. Estaba en la morgue.

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Sin salida

Descendió y de inmediato estudió sus nuevas alternativas. La morgue estaba en el segundo subsuelo y en el nivel superior estaba el área de sistemas. Para evitar los robos en ese sector, por las noches las puertas de las escaleras se cerraban con llave, por lo cual esa vía de escape quedaba descartada.

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Miró con detenimiento el ascensor. Sus luces estaban ahora encendidas. Daniel pensó que una forma del mal debía presentarse así, cuando no hay más opciones. Subió e insistió en pulsar el botón con el número 7.

Las puertas se cerraron y de inmediato las luces volvieron a encenderse y apagarse, en un ritmo desacompasado para concluir su caos en otras tinieblas. En el tablero solamente un número había quedado con la luz activada: el 13.

Descendió. La llegada a ese nivel, que estaba bloqueado y al cual de ninguna manera se podía acceder por elevador, tuvo la suavidad de una invitación. El mal también tiene sutilezas.

Como lo recordaba, la única luz era la de la salida de emergencia. A Daniel le pareció una ironía verla y no saber cómo escapar. Sus sentidos estaban exacerbados, en un intento por captar sonidos, imágenes, sensaciones que lo ayudaran a calmar una creciente ansiedad.

Sus pasos retumbaban con crueldad en el silencio imperante y sólo podía distinguir las siluetas de muebles y pilas de ladrillos que descansaban grotescamente sobre el suelo sucio. De repente, un crepitar de telas o papeles lo obligó a mirar hacia unas mamparas divisorias que conservaban, aun en la penumbra, su cualidad de leve transparencia. Por eso pudo verla, la figura de una mujer sentada, recortándose a trasluz y transmitiéndole a la sombra que Daniel veía, unos movimientos suaves, con el automatismo de una rutina adquirida.

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Daniel retrocedió bruscamente y el armazón de una silla cayó con un estruendo. La figura giró hacia el origen del ruido. Se detuvo, como intentando descifrar su procedencia y volvió a aquello que estaba haciendo. El joven médico no tuvo el valor de llegar al otro lado para verla. Sabía que no correspondía a ese lugar ni a este mundo. Otra vez entendió que la única alternativa era volver al ascensor, pero el terror lo mantuvo anclado al piso, inmóvil, ante las fauces abiertas de esa caja de hierro que podría salvarlo.

Se dirigió al ascensor como quien camina al cadalso y pulsó, casi con resignación, el botón del séptimo piso. En ese instante pensó que nunca llegaría a ese nivel ni a ningún otro del edificio, que las puertas se iban a abrir y cerrar en espirales infinitas y él sería un prisionero más, como esos que había visto en el piso 13.

Pero para su sorpresa, llegó al piso indicado, merced a un funcionamiento que no evidenciaba ninguna anomalía. Se bajó con rapidez y decidió que no le contaría nada de esto a sus colegas. No había risas que pudieran curarle este terror.

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El último refugio

Los hospitales suelen albergar muchas historias donde se borran los contornos de la vida y la muerte y eso Daniel lo sabía. Además había crecido con la conciencia de que algunos integrantes de su familia veían aquello que los demás no podían. Su padre le había contado que en la casa familiar, donde instaló su estudio de abogado, solía ver a una mujer descender las escaleras y dirigirse a su espacio de trabajo. Reconoció en una foto a la primera dueña de la vivienda, que había muerto precisamente en la habitación que él eligió como estudio. Historias similares le contaba su abuelo, con lo cual Daniel aceptó que lo inaudito que veía, era parte de una herencia que deseaba respetar.

Por algo se mostraban ante ellos y se ocultaban de otros. De algún modo, personas como Daniel les hacían sentir que podían continuar con su trabajo o permanecer en la habitación en la que dieron su último suspiro. Los visitantes habían sido hombres, mujeres, niños, a los cuales la vida les regaló, como a todos nosotros, la noción de permanencia. No querían abandonar los lugares que tuvieron significado para ellos, porque sin sus vivencias, nadie sabría quiénes fueron. Ni siquiera ellos mismos.

Desean ser vistos para no ser olvidados. No importa que hayan muerto: se niegan a desaparecer, en la más humana de las protestas.

Si querés aportar a los Cuentos de Terror de Marcela Furlano y contarnos una historia que te haya sucedido, esperamos tu mensaje de texto o audio, los lunes en el programa "Días Distintos", de Radio Nihuil, los lunes de 13 a 15, al 261-61779973.

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