¿Dónde se habrá metido?, murmura y se pone los anteojos para ver un poco más, aunque se convence de que Jorge no debe andar muy lejos. Si hasta hacía un minuto estaba ahí con ella. Con su vozarrón y su espalda encorvada.
Jorge. Un espíritu libre. De esos que ahora están acá pero enseguida andan por allá. Un tipo inquieto.
Como si tuvieras hormigas en el poto, le decía Amelia cuando se le perdía en la cocina o entre las góndolas del supermercado.
Ahora le parece ver a Jorge del otro lado de la calle, conversando con el vendedor de lotería, pero no, qué iba a estar haciendo ahí si a Jorge no le gusta apostar, se convence.
Hasta que le tocan el hombro. Por fin, se dice la mujer. Pero no es Jorge sino una vecina. Luisa. La tejedora del barrio.
Anda solita, pregunta la recién llegada.
Mi marido anda por ahí, responde Amelia estirando la palabra ahí y apuntando al universo con el mentón. Se habrá encontrado con un pariente o algún amigo de sus años de guardabarrera. Yo espero que vuelva rápido porque nos va a llegar la hora de entrar a cobrar. Los dos tenemos el documento terminado en cuatro, sabe.
Los minutos posteriores son preocupantes. Porque Jorge sigue sin dar señales y porque un tormentón se anuncia desde el Sur con un trueno lejano.
La sonrisa de Jorge Julieta García 2.jpg
Ilustraciones: Julieta García.
Vino sola, le dice el cajero que no la mira ni está interesado en la respuesta de Amelia porque solo piensa en los billetes que va a entregarle junto con el recibo de cobro firmado y sellado. ¡Tac, tac! Y la mujer está por decirle, como le ha contado a todo el mundo esta mañana, que seguramente Jorge anda revoloteando por ahí, como siempre, distraído, aunque un poco más que de costumbre, pero decide que lo mejor es atrapar esos billetes y salir rápido porque tal vez Jorge ya está afuera.
Pero no.
Me dejaste sola en la calle con esta plata encima. Para qué vinimos juntos, se indigna con Jorge para sus adentros mientras aprieta el monedero contra el pecho. Es la primera vez que Amelia siente miedo sin Jorge.
Como caída del cielo, la tejedora vuelve a pasar por el banco. Amelia reacciona.
¿Vos me acompañarías hasta mi casa? Porque ando con plata encima, le pide, y Luisa contesta que será un gusto acompañarla. Y allá van, tomadas del brazo y conversando vaya a saber Dios de qué cosas.
Pasá y tomamos unos matecitos, ofrece Amelia apenas llegan a destino. Pero Luisa está apurada: los chicos, la casa, la comida, enumera, y se despide tranquila porque el nieto mayor de Amelia está asomado a la ventana y siente que la mujer quedará en buenas manos.
Cinco minutos más tarde a la tejedora le suena el celular. Es Amelia.
Podés creer -arranca enojadísima.
Cuénteme, vecina -resopla la tejedora.
Que Jorge se había venido del banco mientras yo lo estaba buscando en la cola. Y sin cobrar se vino, ¡como si a él no le hiciera falta la jubilación!
Por qué lo dice, vecina.
Porque cuando entré me miró muy sonriente. Sabía que se había mandado una de las suyas.
Cosa rara, ¿no? -acota la tejedora y se despide.
Es cierto -admite Amelia mientras mira a Jorge tiernamente, ya sin enojo.
Jorge la había recibido sonriendo con picardía desde una foto cuidadosamente ubicada junto al jarrón que guarda sus cenizas hace ya ocho años. La misma imagen de quince por veintiuno a todo color que Amelia besa cada noche antes de irse a dormir.